El día es el triunfo de esa pasta, mermelada de color pardo, quién sabe de que sabor. El día es el triunfo del todo, de la luz, el aliento pestilente que da sentido a los conjuntos compuestos de nada; nada y hojas secas.
El amanecer es el milagro de la creación, pero su objeto viene al mundo, callado y no llora; permanece en un silencio espeluznante y sordo, inundando cada corazón bajo el sol, y también a aquellos que buscan protegerse de él.
El sol ha nacido muerto, bañado de sangre cálida y el brillo de una estrella; pero es una estrella muerta, abortada a diario por despecho. El sol muere nada mas brotar inquieto y curioso por el afilado verdinegro del horizonte; pero como esta tan lejos, los restos de su naufragio nos siguen llegando en grumos todo el día, y nosotros los consumimos y decimos: “-¡Que bien, que buen tiempo hace!”.
Así pues,
cuando su engañosa corona lanza los últimos estertores
entre cancerosas toses ahogadas, no podemos decir,
no, que el sol este muriendo;
sólo se esta preparando
para perder la respiración del nuevo mañana,
que inevitablemente llegará,
ahorcando la vida con su propio cordón umbilical.
El día es el triunfo del dolor de la derrota, mas la noche es el triunfo de las semillas que crearon la planta que ansiosa se devora a si misma; borrando su pasado, su misma esencia. “Esta rica”, piensa. La noche es la belleza de cada pequeña historia que a nadie importa y en quien nadie piensa. Tras de cada ventana prendida hay una; anónimas, inalcanzables, como lo son los trozos de vidrio roto, tirados por el cielo que acaso alguna estúpida linterna hace florescer; acuosos sueños que se desmembran al chocar contra el asfalto azul marino; polvo de contenedor cristalino y transparente, abandonado, después de la borrachera de lirismo o quizás, como preludio de la misma.
Se puede jugar a imaginárselas,
se las puede observar con un catalejo, de colores y figuras
caleidoscópicas, absurdas, desdichadas lentes,
pero no hay escapatoria, tras de nada una de ellas,
está el reflejo de cada uno.
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