La noche gastó sus mechones oscuros en el duro frotar del tiempo. A pesar de intentar mostrar cómo se desvivían las sombras, la Luna no sabía ya donde colocar sus fulgores porque habían perdido brillo.

La soledad desesperaba de angustia por falta de compañía, mientras el viejo pantano quebraba la oscura faz del agua al quejumbroso ritmo que el viento imprimía a los carrizos atrapados en el superficial fango de la indeterminada frontera acuosa.

Desde lo profundo de la marisma, los visitantes de un mundo no imaginable pugnaban por vencer la férrea aduana de la realidad. En la silenciosa lucha por la posesión de la tierra de nadie que separaba ambas regiones parecían oirse ecos de sonidos equívocos entre ululantes aullidos de rabia y rencor, y peregrinos gritos de dolor e impenitencia irremediable.

El supremo desconocimiento de este oculto territorio que desplegaba sus velados misterios sobre la consciencia desprevenida traía una mutilada comprensión de "eso" que habita en toda vida pero no es parte de ella o quizá, en nuestra ignorancia, no la integramos debidamente.

La falta de una palabra que la definiera conminó la necesidad de definirla, algo que la representara, un concepto de horror y pestilencia que sólo podía emerger de una mente con percepción de lo desconocido que aún nos atormenta y nos obliga a relegarla al mundo onírico o subconsciente en la esperanza de que disuelva sus hedores en esos reinos desconocidos que aún pugnamos por hacerlos irreales.