Tormenta
Acostumbrado a travesías cortas comencé a remar de noche, sin saber a ciencia cierta si podía alcanzar destino tan lejano. Diariamente me trasladaba hasta la isla de Santa María. No quedaba a más de mil quinientos metros; esta vez el viaje triplicaba la distancia. Tenía que regular la marcha, como un engranaje de reloj, acarreando los remos con movimientos circulares y parejos, dejarme llevar por el torrente y no alejarme mucho de las orillas.
La técnica era importante: Arriba uno, al medio dos y abajo tres; mantener constante el ritmo, el bote respondía; me quedé pensando si la corriente me llevaba, la tormenta no ayudaba; percibí que mi tenacidad ganaba la batalla, me equivoqué. De la nada una ola inesperada me empujó, a la parte profunda, la más peligrosa, donde los muertos se contaban.
Perdido en alguna parte, esperé en la oscura noche.
El frío se sentía. Abandonado por la luna, ni las estrellas se veían; el miedo tocaba él agua; las manos ya no respondían. Sin esperanzas de llegar logré divisar una señal lejana, quizás mi ilusión: se movía hacia arriba, los costados, como la luz mala que asustaba. Divisé el barco pesquero, sus luces brillaban como topacio iluminando mi portada.
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