- “Felicitaciones, Sr. Calderón. Su esposa tiene cuatro semanas de embarazo.”
La noche anterior no pude dormir. Intentaba no pensar y por más que trataba de ocupar mi mente en cualquier otra cosa, era inútil. Al entrar a la clínica, lo único que sentía era rabia conmigo mismo. Rabia por tener que sentir el espantoso olor a químicos de limpieza, rabia por tener que soportar llantos y pataletas en pasillos repletos de gente y por tener que sentir un clima denso y hormonal en todo el ambiente. Me senté en un rincón y esperé al llamado de la enfermera regordete que parecía gozar con mi cara de preocupación y mis manos intranquilas bailando al ritmo de las agujas del reloj. Rita no pronunciaba palabra, pero se podía sentir en el ambiente una mezcla de frustración, rencor y nerviosismo, volcados en una mirada completamente perdida en la nada. Qué hacer, qué decir y cómo afrontar lo que estaba por venir. Cómo explicarle al doctor que no necesitaba sus felicitaciones, cómo decirle que hubiera hecho lo que sea por retroceder el tiempo y sobretodo, cómo confesarle que Calderón no era mi apellido y que Rita no era mi esposa.
- “…esta pequeña sombra de la parte inferior derecha ¿Puede verla? Es el feto de cuatro semanas.”
Era algo más o menos como lo que ocurre en las películas cuando el protagonista empieza a ver nublado y las voces de la gente parecen ser de entes extraterrestres a punto de llevárselo a un planeta muy lejano. Me apoyé sobre el borde de la camilla y miré fijamente la pequeña sombra en la parte inferior derecha de la pantalla, tan pequeña y mágica que coincido con quienes afirman que es imposible expresar con palabras tamaña sensación. Mi vida entera se vio resumida en aquella forma difusa que aparecía al rincón del monitor. Sujeté fuertemente la mano helada de Rita sin apartar la vista del monitor, el doctor me dio una palmadita en la espalda y se retiró felicitándonos una vez más. Ella no despegaba la mirada del suelo, como si estuviera hipnotizada por las formas de loseta en tonos color gris y crema que invadían el piso del frío consultorio. Fue en ese momento que el mundo, o al menos mi mundo, se detuvo por unos segundos y mi cabeza empezó a girar pensando en todas las personas que directa o indirectamente, se verían involucradas en esta nueva etapa de mi vida.
Los padres de Rita, de quienes únicamente conocía su afán en que su pequeña sea una exitosa gerente de banco, anhelo que tendría que esperar gracias a mis ganas saciadas de encamarme con la pequeña hija de papi; eran el primer paso de muchos que tendría que dar en el largo camino que me quedaba por recorrer. Paso segundo, mis padres. Mi viejo no representaba problema alguno, su interés en mi vida era moderado y en alguna reunión familiar de fin de semana lo escuché decir que no quería esperar mucho tiempo para convertirse en abuelo. Bueno pues, tarea cumplida, abue. El tema era mi vieja y sus vigilias, rosarios, biblias, catecismos, jornadas religiosas y golpes de pecho de cada domingo por la tarde. Mi madre no conocía a Rita, no sabía que existía y mucho menos que sería la madre de mi futuro retoño; además, desde hace ya un tiempo se había convertido en amiga íntima de Ana, quien muy inteligentemente había sabido ganarse su cariño con largas conversaciones de café con leche sobre los tiempos de antaño y su admirable dedicación hacia mí. Ana es mi novia, mi amiga, la mujer con quien pasaría el resto de mi vida sin pensarlo dos veces, mi apoyo incondicional los últimos 6 años, la eterna novia que nunca dejó de tomar las pastillas anticonceptivas y seguramente, quien más sufriría al enterarse de que en pocos meses me convertiré en padre.
Lo recuerdo bien. Todo empezó en la gran fiesta por el aniversario de la empresa, si la memoria no me falla. Toda la oficina se alborotó ante la llegada de la chiquilla de ojos claros y yo no fui la excepción. Rita, con sus escasos 19, ingresó a la empresa como practicante del área de administración y se robó mi atención desde el primer momento. Gracias a mi fama de payaso romántico y empedernido pude robarle más de una sonrisa y ganarme su confianza. Fue así que, sin darme cuenta (o haciéndome el huevón para ser honesto), llegaron los mensajes de texto respondidos desde el baño de casa, las largas conversaciones por el chat del trabajo y un tímido “te quiero” cada vez que decíamos adiós. Yo nunca oculté mi larga relación amorosa con Ana y ella por su parte, jamás ocultó a su enamoradito de colegio que estudiaba en alguna reconocida ciudad europea y junto a quien escucharía las campanas de iglesia apenas termine la universidad. Nuestra alianza en cambio, era distinta, no requería de campanas ni de interminables promesas de amor. Lo nuestro era simple. Teníamos mucha piel en común y lo demás no importaba, ambos sabíamos que la química de dormitorio no era suficiente para mandar todo al diablo y empezar a comer perdices. La consigna era matar toda mariposa estomacal existente.
- “Lo voy a tener”- me dijo mientras acariciaba su vientre y limpiaba las lágrimas de su mejilla. – “Lo tendremos”, repetía para mis adentros y volvía a quedarme hipnotizado con la imagen en la pantalla. Fue entonces que olvidé por completo el corazón de Ana, olvidé su amor y entrega absoluta al hombre que creyó ser siempre el amor de su vida. No pensé en la decepción de mi madre y me entregué a sus oraciones, no le presté atención a la furia de los padres de Rita cuando se enteren que el anhelado futuro de su hijita no sería de la forma planeada y muchos menos me interesó organizar la gran cantidad de números que flotaban en mi cabeza. Cambios a la vista. Abróchense los cinturones (o los pañales).
- “Sr. Calderón, por aquí por favor. Su próxima cita sería en 3 semanas” – dijo la enfermera regordete señalando el calendario.
Camino de regreso al trabajo sólo puedo atinar a reír sin parar mientras todos van y vienen a través de la ventana del auto. Río contrariado y pienso que hace apenas un par de días planeaba largar todo y embarcarme en un viaje sin fecha de retorno a alguna tierra muy lejana. Trato de no pensar, abro la ventana y cierro los ojos dejando que el viento envuelva mi rostro y toda mi existencia. Estoy más que convencido que Rita no es el amor de mi vida y ahora que lo pienso, Ana tampoco. Desde hace mucho estuve convencido de ello y no hice nada por separarme, quizás por mi costumbre a la costumbre o porque los celos de verla con otro hombre que no sea yo me asesinaban, no lo sé.
Veo en mi celular un mensaje de Rita dándome las gracias por estar a su lado en todo este proceso de cambios y vidas nuevas. Se despide con un “pondré de mi parte para que esto funcione, por los dos y por el bebé”. Vamos a ver qué sucede con nosotros, eso no me preocupa, al menos no ahora. Sé que debo darme una oportunidad para enamorarme de la madre de mi futuro hijo o hija. No sabré de amores ni de ciencias pero sí de una que otra experiencia, y por eso debo hacerlo. No quiero vivir en un hogar lleno de discordias y rencores, cualquier cosa menos eso, estaría firmando mi sentencia de absoluta infelicidad y eso ni hablar. Haré lo que tenga que hacer para que las cosas funcionen esta vez. No más mentiras, no más heridos por una guerra que es sólo mía.
- “Anita, hola. ¿Almorzamos juntos hoy?” |