No siempre suceden hechos que sobresalen la medianía de la cotidianidad. Ya es demasiado común el saludo al vecino, archiconocido el camino que me conduce a la panadería y un poco soez la mueca de aquella señora que vende el diario, que de tanto verla dibujarse en el fondo de mis ojos, ya me parece un saludo hasta simpático.
Pero ayer, sucedieron tres hechos que se elevaron sobre la curva de los acontecimientos rutinarios y quedaron plasmados como los hitos de una jornada diferente.
Escaneaba yo contra el tiempo tres escrituras notariales, habiendo sacado previamente los corchetes que se multiplicaban en dichos legajos. Eran demasiadas páginas, así que apuré la faena y la multifuncional me ayudó en demasía, haciendo su pega con su atildado automatismo.
El drama es que no contaba con una corchetera con la cual debía arrejuntar los escritos y no me quedó más que utilizar una aguja para hacer los agujeros por los cuales se insertarían los corchetes. Aquello fue una tarea considerable, ya que el grosor de las escrituras era importante. Empeñado estaba en dicha labor penitenciaria cuando apareció una señora muy amable, profesora, por lo demás, que acudía a mí para que le escribiera algunos textos.
Empeñado como estaba, le rogué que aguardara un segundo y ella, siempre tan comprensiva, se divirtió contemplando como yo enhebraba los documentos. Todo aquello lo tomé como una anécdota y la olvidé a los pocos instantes. Pero ella no.
En la tarde, la misma señora apareció con una bolsita y me la entregó:
-Tome. Es un regalo para usted.
Nuestra mente es una saeta cuando se trata de hilar asuntos y por lo mismo, antes de abrir el paquetito, yo sabía de antemano de que se trataba. Desgarrado el papel, apareció una flamante corchetera de color negro, mi favorito.
-¿Esto es para mí?- pregunté absorto.
-Sí, para usted. Lo que pasa es que me quedó dando vueltas el tema de la aguja y en la tarde, coincidentemente, vi un programa en donde se habla de diferentes taras de las personas y el tema de hoy fue el de la tacañería. Y me acordé de usted y me dije - ¿Será tacañería la de este señor o es que en realidad no tiene una corchetera. Y sacando de aquí y poniendo por allá, acordé lo segundo y por eso le traigo este regalito.
Yo, digno, le dije que no podía aceptar por ningún motivo ese obsequio e hice el además de devolvérselo.
-¡No! ¡Por ningún motivo! ¿Y qué me dice de todos los trabajos que le he pedido, y usted siempre con una voluntad de oro, los ha realizado sin problemas, siempre con una sonrisa en la cara.
-Sí, pero yo le he cobrado por ello, no es gratis.
-No importa. Y no se hable más del asunto- respondió ella con firmeza.
Después de un tira y encoje, llegamos al acuerdo que yo no le cobraría el trabajo realizado recientemente y ella, a regañadientes, aceptó.
Lo alucinante fue lo que sucedió en la noche, al abordar yo un microbús del Transantiago. Antes que me dignara yo a deslizar mi tarjeta por el lector para cancelar mi pasaje, escucho la voz carrasposa del chofer, un hombre de facciones rudas, negro de mechas y con aspecto de malhumorado.
-¡Noo! ¡No pases la tarjeta y ven para acá!
Yo, obediente, pensando que el tipo me iba a revelar un secreto cautelado por siglos, me aproximé a la jaula protectora y en vez de ser testigo de la gran revelación, escuché lo siguiente:
-Oye, me vas a indicar por donde me tengo que ir, ya que no tengo idea del recorrido.
Sorprendidísimo, sólo atiné a exclamar un simple ¡Chuta!
El tipo continuó hablando en todo imperativo:
-Soy nuevo en esta cuestión y me tiraron a los leones.
-¿Y no tiene un GPS que lo auxilie?
-Los giles de los jefes tienen. Pero a nosotros nos dejan a la buena de Dios. ¡Ya! Avísame que no quiero pasar de largo.
Entonces, imaginándome Keanu Reeves en la infartante “Máxima Velocidad”, le indiqué que debía doblar en la siguiente cuadra y de allí continuar directo hasta San Pablo.
-Gracias cabro, te pasaste.
La voz del hombre pareció dulcificarse. Pero, cuando íbamos llegando a la calle mencionada, le grité: -¡Doble aquí!
-Pucha, tenís que avisar con tiempo.
Y viró con energía, enfilando hacia el oriente.
-A la otra me bajo yo- le dije.
-Listo no más. Gracias por la ayuda. Chao viejo, ahora voy a tener que conseguirme otro huevón para que me indique el camino.
Mientras descendía del bus, meditaba sobre cómo había bajado de categoría, ya que creyéndome el protagonista de un film de acción, había terminado siendo un simple pelafustán.
Historias como las narradas, son las que configuran una jornada diferente.
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