Cacería humana
Una noche en la Riviera Maya, reunidos en una terraza del hotel Príncipe Akumal, tres matrimonios manteníamos una discusión baldía; el amor en el matrimonio. Específicamente analizábamos una hipótesis planteada por Beatriz, mi esposa.
Esgrimía argumentos hilvanados con vivísima emoción, para mí, su actitud resultó de mayor interés que la propia teoría. Expuso una serie de ejemplos para demostrar que el amor se cotiza a la baja cuando hay sobreoferta, y así decía:
“Los hombres se complican, cuántos los hay que soslayan y hasta menosprecian los amores encendidos, los evidentes, los inocultables por estar a flor de piel y sin embargo, mendigan las migajas de los amores fríos y calculados. Los hombres son capaces de desbaratarse y de reinventarse por conquistar un nuevo amor, acechando, acorralando, atrapando, y domestican como si de una presa de caza se tratase. Mientras más difícil, más mérito tendrá.”
La inmediata negación del género masculino tuvo pronta respuesta: “Se los voy a demostrar”, sentenció mi esposa.
Como suele ocurrir en las pláticas informales de grupo, después de un rato dejamos el tema y abordamos diferentes tópicos durante la velada. Poco contribuí, mis pensamientos se quedaron en el desafío de mi esposa.
Las de esa noche fueron las últimas vacaciones juntos, porque a los pocos meses nos divorciamos y me fui a vivir a climas más benignos, el bochorno de la Península de Yucatán me asfixiaba. Durante casi un año me lancé al mundo con ímpetu juvenil, a una vida de aventuras y galanteos. Cuando recurrí a diversiones de bajo vuelo, me di cuenta que mis tentaciones eran cada vez más sofisticadas y de alto riesgo. Me propuse enderezar el rumbo, y decidí dar una tregua a mis exaltados caprichos. Con el pretexto de descansar, viajé a la ciudad de Mérida, en Yucatán. Eran fechas de fiestas carnestolendas.
Me aislé del bullicio de las calles, me entregué a las lecturas pendientes de autores jóvenes que prometían una carrera sólida en las letras.
El martes de carnaval decidí abandonar mi encierro y salí a disfrutar de la algarabía de las comparsas que desfilaban por el Paseo Kukulkán. Me posicioné al final del recorrido, donde algunos participantes optaban por ingresar al Salón los Aluxes para continuar la fiesta.
El cortejo más aplaudido y vitoreado estaba conformado por un grupo de modelos contratadas por una empresa cervecera. Los cuerpos delgados y bien formados resultaban una atracción hasta para los hombres más augustos, en tanto que yo me concentraba en la menos alta, en la de alegre movimiento de caderas. Bailaba con apasionado goce interno, ese mismo que solemos confundir los hombres con insinuaciones seductoras.
Todas cubrían totalmente su rostro con máscaras de plumas multicolores, la elegida de mis veleidosos sentidos se destacaba por usar en su tocado una pluma verde de quetzal. Cuando por fin logré capturar su mirada me sonrió con la característica cortesía de las bailarinas. Gracias a la experiencia adquirida en mis días de aventuras y desenfrenos, percibí una chispa de coqueta invitación. Finalizó su recorrido y tal como yo deseaba, antes de bajar del carro alegórico y entrar al salón de baile, me dedicó una mirada.
Nuevamente perdía el control, otra vez estaba tentado por el deseo de hacer mía a una mujer. Un fuerte impulso me obligó a hendirme entre la gente para seguirla. Sobre una plataforma bailaban las modelos para atraer potenciales consumidores. Un cuerpo de seguridad limitaba el acceso a los impertinentes que intentaban contactar con las bellas jóvenes. Me posicioné lo más cerca que me fue permitido para hacerme notar ante la chica. No era mi intención ser un espectador de tan simple espectáculo. A punto de marcharme con el fuego de mi sangre sin apagar, mi bella modelo ubicó mi presencia y su mirada insistente encendió aún más la pasión, incrementando mi excitación. Su posición infranqueable le aseguraba inmunidad a su coquetería.
La actuación concluyó. Al bajar por la escalinata, antes de perderse entre el gentío, la portadora de la pluma verde levantó el brazo, me hizo una señal para que me aproximara, el llamado fue puntual para atizar la efusión, la multitud compacta se arremolinó densa formando una muralla viva impenetrable, únicamente alcancé a ver la pluma verde vibrar por encima de las innumerables cabezas.
Con imprudencia, casi con arrebatos violentos, me abrí paso entre la masa de cuerpos ganando distancia, pero la pluma se deslizó en sentido contrario y tuve temor de perderla de vista. Como si ella adivinara mi pensamiento, se trepó sobre una banca y me buscaba entre el remolino de disfraces mientras agitaba los brazos.
Ella no me localizó, yo aproveché un resquicio y me hallé a menos de cuatro metros de distancia de ella. Al verme, con habilidad volvió a ganar distancia. Entendí que jugaba conmigo al gato y al ratón y lejos de desanimarme resultó un ardoroso incentivo. Era pues, una persecución en regla, era más bien una cacería y me lancé como león en celo tras su presa, pero ella era ágil gacela que se escabullía con gracia. Agotado como fiera herida, jadeante por tanto esfuerzo y empellón, empezaba a rendirme. Notó mi desaliento, se detuvo a esperarme, caminé sin prisa deleitándome por anticipado, ella permaneció quieta, sugerente. Mientras me acercaba, recordé el comentario de mi exesposa: “Hay un deseo irrefrenable por conquistar la mujer que no tienes.” Otra vez tenía razón. Sus exquisitas formas atrajeron mi atención. Es Beatriz, pensé por un instante, y mientras más cerca, más seguro estaba, ¿será ella cumpliendo su promesa de demostrarme su gran teoría? En ese momento quedamos frente a frente, sus ojos negros seguían quemando los míos. Sin mediar palabra quise tomarla entre mis brazos y besarla para demostrarle mi permanente amor.
Me golpeó con su rodilla entre mis piernas. Entendí mi error.
Se despojó del antifaz. El rostro develado era de picardía juvenil, muy diferente al semblante sereno y maduro de mi Beatriz. La modelo se alejó y se arrojó a los brazos de la verdadera Beatriz que sonreía, en mi confusión me pareció escuchar: “Te tengo. Te cacé.”
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