Así comienza la sorprendente narración que encontré en lo que fue el laboratorio de mi abuelo, ahora consultorio de un dentista. No he dado con las páginas que faltan, pero lo que tengo es suficiente para pensar que se trata de algún diario de viaje escrito a mediados del siglo pasado:
…el paciente debe ir vestido de forma que la prenda más exterior sea de seda, no llevando más de dos capas de ropa entre la seda y la piel. La prenda no debe ser nueva ni ajena, debe haber sido usada ya antes por el paciente.
Sus consultas se llevan a cabo en una sala grande y vacía. Entrando, llama la atención el bello mandala en el piso de mármol: Un gran círculo de figuras y pigmentos de todos los colores que forman un pequeño mundo de enigmática simetría. Las paredes lejanas y el techo alto son perfectos para el eco. La luz entra por bloques de cristal colocados en lo alto de las cuatro paredes, haciendo brillar el piso y las vastas columnas de cedro rojo que adornan el salón. Estas imponentes columnas de madera están distribuidas en una manera extraña —dos muy juntas en el fondo, una alejada, otra muy cerca de la entrada—, aparentemente caprichosa, pero llena de significado. En la primera columna, la más angosta y cercana a la puerta, hay un sarangi. El milenario instrumento hindú está labrado en la columna, la columna es en sí un sarangi prolongado del techo al piso; perfectamente afinado y funcional. En la columna opuesta, la más lejana de la entrada, está el doctor recargado, sentado en el suelo en la postura del loto, con una lira en sus manos. De sobra está decir que la lira está afinada en armonía impecable con el sarangi y con las otras dos columnas, que soportan cada una la tensión de más de tres decenas de largas cuerdas de acero de algunos tres metros de largo, casi imperceptibles de no ser por su brillo, tendidas entre dos enjambres de clavijas de madera en la base de la columna y cerca del techo. Estas hermosas columnas poseen ciertas cavidades de resonancia en el interior y parecen estar vestidas con una falda de plata que dejara entrever su color de vino. La forma de falda la da una especie de puente circunferencial —en realidad son ocho puentes como el de un contrabajo, alineados—, que levanta las cuerdas de la columna cerca de su extremo inferior, formando un promontorio afilado cerca de las clavijas de la base.
A la afinación de las robustas columnas y el bello sarangi —a la afinación de más de una centena de cuerdas—, se dedican cinco horas diariamente. Para ello el doctor y sus ayudantes se levantan antes del amanecer. Antes de recibir a los pacientes, la esposa del médico entona una alabanza a Dios para comprobar la afinación del cuarto, sin instrumentos musicales —tienen, el médico y su esposa, fama de poseer un oído musical perfecto—.
La consulta principia a media mañana, después de prender el incienso. El paciente entra y roza con la ropa o el sari las cuerdas del sarangi —las de tripa, las únicas que no son metálicas en el cuarto; el sarangi está más o menos a la altura de las rodillas de un adulto, donde es tocado por el vestido que lleva sólo aire tras de sí— y al instante nace un acorde siempre de una belleza sublime, un acorde que deja sin palabras, que llena a veces de lágrimas los ojos, de gozo el pecho; algunos pacientes dicen haber visto una luz bella o una nube de colores inolvidables. El acorde —de una complejidad maravillosa— persiste por más o menos tiempo, según la cronicidad de la enfermedad del sujeto. Aquí vale la pena mencionar que algunos pacientes que acuden por un cuadro agudo se sorprenden de escuchar acordes tan largos, pero es que la enfermedad no comienza en el cuerpo. He escuchado que para algunos, cuyas enfermedades están entrelazadas con un karma que sigue acrecentándose, el acorde no cesa y tiene que ser abatido por la sonora y mística voz del sereno médico.
El doctor está oyendo, sintiendo, sintiendo, observando y observando. ¿Qué significa esa repetición? Es que al nacer el acorde, y multiplicarse y evolucionar y diluirse; el doctor escucha con atención para disecar cada nota y cada movimiento; siente luego la emoción, las ideas que lo forman —sus notas principales—, las ideas que lo hacen resonar —porque al final de su camino, después de ser electricidad en el cerebro, un acorde es un sentimiento, en toda la dimensión de la palabra—; luego siente la vibración de la lira en sus manos; luego observa el sonido en las espirales del humo de incienso que llena de formas el espacio entero de la habitación; y por último, ve la faz del paciente, ve qué sentimientos han asomado por sus ojos. Una vez acallado el acorde, siempre guiado por El Padre, sabe cuál será la cura.
Hay un médico en Reino Unido, que está trabajando en un método para curar las influencias negativas que ejerce sobre el cuerpo una mente sin paz. Su nombre es Edward Bach, sus remedios están hechos sólo con flores. El doctor Bach escribió que “la enfermedad es en esencia el resultado de un conflicto entre el alma y la mente”, escribió que “hay dos grandes errores fundamentales posibles: La disociación entre nuestras almas y nuestras personalidades —porque todos, como espíritus, hemos escogido un camino antes de encarnar—, y la crueldad o el mal obrar con otros, pues esto es un pecado en contra de la Unidad”.
Ahora, todo el cuarto está afinado para el raga Hindole, el raga que evoca el amor universal. Las actitudes y emociones negativas del paciente —las que no permiten que la paz crezca en su dentro, las que lo llevan por un sendero que no es el escogido antes de su encarnación, las que lo llevan a actuar contra la Unidad— son una desviación de ese amor universal, y así, son una alteración de esa armonía musical que es el raga Hindole. El doctor, habiendo encontrado esas notas ajenas, sabe qué actitudes y emociones son las que no son acordes con el amor universal. Luego agrega a la canción las notas matemáticamente contrarias.
Así cura este doctor, les toca y les canta el raga Hindole a todos sus pacientes, combinado con esas notas específicas que los llevarán a inundar de amor su personalidad; en la que ya no podrá caber una actitud negativa.
Es de notarse, que al agregar las notas contrarias a aquellas que no pertenecen al raga, se forman escalas muy variadas: A veces parecidas a la que evoca el valor, a veces a la que hace sentir compasión, devoción, humildad, etcétera; siempre coincidiendo con la virtud que el paciente debe desarrollar, la que vencerá a sus actitudes negativas. El médico toma sus notas y cita al paciente cada tantos días, dependiendo de la cronicidad de su condición.
Días después de mi curación, el afable médico me explicó más detalles:
La peculiar distribución de las columnas la diseñó su gurú hace siete años. Él vio y dibujó la difusión de las ondas sonoras, y determinó que las dos columnas simpáticas —las que se revisten de cuerdas— se colocaran en los puntos de mayor concentración, en donde responderían al máximo con la menor cantidad de estímulo. La columna del fondo —en la que él se recarga— está colocada en el punto de mayor nitidez sintomática. Las dos columnas simpáticas poseen tres cavidades cada una, al igual que el sarangi: Cabeza, tórax y abdomen. Me dijo que el salón se mantendrá en pie varios cientos de años, por la vibración armónica que lo anima; y que de cuando en cuando deja entrar a algún ingeniero a tomar medidas, si predomina la nobleza en su corazón.
Antes de despedirse me contó una anécdota: Un día se posaron un par de tórtolas en la entrada. Todavía era temprano y el salón estaba en completo silencio. Pero al cantar una de las tórtolas se produjo un ruido impresionante, fuertísimo, casi ensordecedor. A los pocos minutos llegó su amado gurú y le dijo: "Bonito concierto, pero ya has sacado a la gente de sus casas y sus negocios en todo el pueblo, ¿quieres que lo calle?" El médico dijo que sí y el poderoso gurú entró, se colocó en el centro, inspiró profundamente y cantó una sonora palabra en sánscrito. Inmediatamente se hizo el silencio. Ahora, cada vez que se para algún pajarillo en la entrada, sus ayudantes dan un brinco y se precipitan hacia este para ahuyentarlo como si fuera la peste. |