Estaban los dos amigos sentados en las escalinatas de la catedral de Lima. Habían pasado una noche memorable emborrachándose con unas bellísimas europeas que pasaban por la capital. El más alto era estudiante de filosofía y literatura, de clase media alta y con una insaciable sed de conocimiento. El otro, más bajo era más “terrenal”, le gustaba mucho también la filosofía y la literatura. Pero le gustaban más las experiencias “existenciales”. Tanto que su amigo más de una vez le dijo: “yo admiro en ti, ese afán de imponer tu subjetividad a la realidad”.
Pasaron los años, cuarenta años después, la vida los había llevado por caminos totalmente distintos. El primero era un consagrado profesor universitario en Europa. Un poeta “cultísimo” propio de una elite selecta. Ya no vivía más en su país tercer mundista. El otro no había podido terminar la carrera. Había tenido que sobrevivir haciendo todo tipo de trabajos. No había logrado publicar nada hasta casi los 60 años. Siempre leía, pero estaba muy lejos de alcanzar el nivel de su amigo. Ante la posteridad no había duda de quien iba a ser recordado y admirado por su generación y las siguientes.
Pero antes de morir ambos, se reveló que el segundo amigo, había logrado desarrollar un maravilloso sistema para que los miles de niños de su país –que según investigaciones, no leían casi nada-lograran engancharse con la lectura. Era un sistema muy sencillo pero sumamente efectivo. Su implementación fue rápida y masiva. Era un sistema como era él, sencillo y practico.
Al final de sus días recordaba la expresión de su amigo y sí pues, había logrado imponer su subjetividad a esta vida tan cabrona.