Siempre había algo que le impedía decir lo que sentía. Un sueño, un suspiro, un latido, una mariposa revoloteando en el estómago, un dolor amargo, un pequeño temor y un gran miedo. Sus palabras se silenciaban, su corazón hablaba, pero no era oído. Cuando estaba a su lado, los poemas que le había escrito se transformaban en papel en blanco, en palabras sin sentido, frases incoherentes, versos sin rima; y entonces callaba. Y era ahí, en ese momento, en esa soledad acompañada, que su silencio hablaba por ella, decía todo lo que sentía, pero aún así, su voz no era oída. Y así, entre palabras dichas sin ser escuchadas y golpeteos ruidosos sin ser sentidos, pasaba el tiempo y el amor aumentaba. Y ella, enamorada, ilusionada, pero sufrida; sólo en sueños era feliz. Esos sueños en los que se veía acompañada, en los que ya no estaba sola; por eso, no quería despertar jamás, quería permanecer para siempre en ese mundo de sueños, en ese mundo de silencios lleno de voces audibles que la amaban y la enamoraban; quería no abrir sus ojos, y estar para siempre en ese mundo de sólo dos habitantes. Sólo ahí, en su mundo, en sus sueños, en su morir diario, era feliz. Sólo en sueños se revelaba, abría su corazón, mostraba su sentir y entonces hablaba. Las palabras fluían, nada las detenía, corrían veloces como escapando para no ser detenidas; de repente, algo ocurría, su boca se silenciaba, las palabras retrocedían, su voz era acallada; ella ya no soñaba, había despertado a su realidad. La realidad que no quería, la que temía por no poder decir lo que quería y lo que sentía, la realidad que cada vez más le costaba vivir. Pensaba contarlo todo en algún momento, en el momento propicio, pero aún no se decidía; esperaba que los veranos decidieran por ella, que el tiempo, que ante sus ojos se detenía, la tomara de la mano y le mostrara el momento exacto para su confesión. Pero una noche, pudo ver que el tiempo no se detuvo ante ella, ni siquiera la miró; supo entonces que había llegado el momento. Tomó lápiz y papel y le escribió lo que sentía; sus sentimientos fueron plasmados en ese pedazo de papel y su corazón fue también dejado en él. Tomó la hoja en sus manos, lo leyó una vez más, lo apretó con fuerza para que no escapara y reflexionó por un momento sobre lo que debía hacer; caminó un poco hacia la ventana y le entregó su vida al vacío que separaba su realidad de su sueño y que aguardaba por ella. El golpe que sintió al caer la despertó del sueño; agonizante, en sus manos manchadas de sangre, pudo ver un pedazo de papel completamente en blanco, nada había escrito. La vida en la que era feliz, su mundo, su sueño, la había engañado. Pudo ver al tiempo que se detenía ante sus ojos y fue allí que los cerró para siempre. Se entregó a ese sueño eterno llevándose consigo las palabras que jamás confesó, esas palabras que nunca dijo y que nunca escribió. |