El último hombre sobre la Tierra estaba solo en una habitación. De repente, sonó una llamada a la puerta. Apartó instintivamente la vista del libro un segundo, y con la misma inercia volvió a él. Conocía cada párrafo, pero era su único entretenimiento, leer, aunque hiciera años que no llegaba a sus manos nada inédito. Era lo que más le molestaba de todo aquello: que no había nadie que escribiera tras el incidente.
Siguió con su lectura, aunque las palabras se adelantaban en su cabeza. Siempre lo mismo. Apenas una decena de libros a los que volvía una y otra vez. Trataba de escribir algo por sí mismo, como hiciera antes de que todo cambiara. No tenía demasiado talento, pero consiguió editar un libro hacía décadas, cosa que ahora resultaba difícil. No obstante, apilaba cientos de hojas manuscritas.
− Sería una obra maestra si llegase a ver la luz.
Una segunda llamada no se hizo esperar. Irritado por la insistencia, tomó el candelabro en una mano y un abrecartas oxidado en la otra. Más molesto que sorprendido, se encaminó escaleras arriba, hacia la entrada. Un intenso hedor procedente del exterior le golpeó la nariz. Ese olor… aún no lo había olvidado.
− No puede ser.
Abrió la puerta.
− ¡Bendito sea! Ya creí
No le dio tiempo a terminar. Sujetó con firmeza el abrecartas y apuñaló repetidas veces al individuo que tenía arrodillado frente a él. De nada sirvieron los gritos, las súplicas de clemencia, las uñas aferrándose a su ropa.
− Perfecto, sangras como un cerdo, mira cómo lo has dejado todo.
Pisó la cabeza de quien yacía con medio cuerpo al borde de las escaleras y limpió su improvisada arma en la camisa renegrida del muerto. El candil se apagó durante el ataque. No importaba, la luz de la luna alumbraba lo suficiente como para poder encontrar la pala en el exterior. Se armó con ella, y primero arrastró y después empujó al indeseable a unos metros de su morada.
− Pensé que me había desecho de todos vosotros, hijos del demonio −, masculló, izando la cabeza del cadáver por los pelos. Le escupió en la cara y la soltó bruscamente, dejándola caer sobre un charco de barro.
Miró a su alrededor, tratando de escudriñar la oscuridad. Las bestias de la noche no tardarían en llegar para darse un banquete con su carne putrefacta, debía volver al refugio y limpiar la sangre. Baldeó las escaleras, ya las secaría una vez dentro. Sólo necesitaba deshacerse de los restos más cercanos para seguir a salvo de las fieras.
Entró y afianzó la pesada puerta. No debió pasar ni una hora cuando oyó, satisfecho, los inconfundibles gruñidos de los animales que se cebaban con su víctima. Terminó de secar el agua sanguinolenta de la estancia y volvió a la sala. Buscó la página marcada en el libro.
− Ah, querido amigo, volvemos a estar solos.
Detestaba que le molestasen, sobre todo porque lo único que había encontrado ante su puerta ni si quiera era un hombre, sino otra de esas asquerosas cucarachas que logró sobrevivir a las armas biológicas de la Tercera Guerra Mundial. Prosiguió con su lectura. Resultaba irritante que un maldito judío le hubiera interrumpido cuando leía a Nietzsche.
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Escrito para el Reto Fantástico, con la consigna: "El último hombre sobre la Tierra estaba solo en una habitación. De repente, sonó una llamada a la puerta".
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