Ganador de Reto Fantástico XXI. Premisa: construir una historia que continúe la frase inicial.


El último hombre sobre la Tierra estaba solo en una habitación. De repente, sonó una llamada a la puerta...

-¡Es imposible! Lo he imaginado – pensó.

Pero la llamada se repitió con más fuerza. La curiosidad venció al miedo, se acercó y abrió. Un cuerpo yacía en el suelo, sin piernas. Había sangre por todas partes y cuando le dio la vuelta el rostro sin ojos que vio fue el de él mismo.

-Vengo… del futuro…

El hombre tosió y le salpicó de sangre. Su respiración arrastraba un horrible siseo.

-Extraterrestres llegarán… ¡No… les… ayudes!

Intentó llevarlo al laboratorio pero antes de llegar ya sabía que era inútil, el siseo había dejado de escucharse. Tenía tantas preguntas… ¿Del futuro? ¿Cómo había acabado así? ¿Extraterrestres? Ahora que por fin había encontrado a alguien… Llevaba cinco años intentándolo, desde que despertó en la cápsula criogénica y leyó el informe. La humanidad había sufrido una pandemia mortal. Cuando el gobierno vio todo perdido activó el proyecto ‘Adán y Eva’, consistente en elegir un hombre y una mujer de coeficiente intelectual superior y máximos conocedores de la ciencia y de las artes.

Los doctores Samuel Eddings y Ana Morales fueron seleccionados y se programó para que permanecieran 50 años criogenizados con la misión de garantizar la continuidad de la especie humana en el peor de los casos. La catástrofe llegó al comprobar el doctor Eddings que Ana había muerto por un fallo en la cápsula. Desde entonces había buscado desesperadamente a otro ser humano con vida, sin éxito. La radio que construyó nunca captó señal alguna y ya se había resignado a vivir y morir solo en la Tierra. Pero ahora…

Incineró los restos de su otro yo y esperó por tres largos años hasta que llegaron. Ese día una voz sonó en su cabeza:

-Somos amigos. Venimos en paz.

Así fue como conoció a los insectores (nombre que les puso por sus enormes ojos multifacetados sobre la cabeza y un prominente apéndice bucal). No tardó en tomar la decisión de irse con ellos a su planeta natal, tras comprobar que sus escáneres no habían detectado ningún otro ser humano vivo.

Le recibieron con amabilidad y curiosidad, mas se abstuvo de proporcionarles ningún conocimiento científico. Las palabras de su yo futuro resonaban en sus oídos. Se excusaba siempre con que no quería interferir en la evolución de otra especie y que a fin de cuentas al ser humano no le había servido de mucho. Quizá la Tierra se había cansado de ellos y los había eliminado como viles parásitos que eran.

Un día llegó la noticia de que el hijo del emperador estaba enfermo: una especie de anemia perniciosa que no tenía curación. El emperador desesperado, le pidió ayuda. Él dudó. Entonces el emperador le dijo:

-Te hemos dado un hogar. Nos lo debes. Sabemos que eras médico en tu planeta. Allá teníais un juramento ¿no?

Samuel se debatía internamente:

-Éticamente estoy obligado a hacer lo posible por él. Además, mi otro yo seguramente no se refería a esto.

Finalmente decidió ayudarle. Día y noche analizaba la química orgánica de los insectores, basada en el silicio y no en el carbono. La anemia se producía por un fallo en el órgano encargado de producir el equivalente a los glóbulos rojos de los humanos. Después de varios tratamientos fallidos, el último recurso fue un trasplante, método desconocido en ese planeta.

Tras dos rechazos y sin tiempo para nada más, modificó genéticamente las defensas del hijo del emperador y logró vencer el rechazo. Un mes después se organizó una fiesta para celebrarlo a la que asistieron emisarios de todo el planeta. El hijo del emperador dio un discurso de agradecimiento, interrumpido algunas veces por una especie de estornudos.

-No te preocupes- dijo el emperador- es lo que en la Tierra llamaríais un resfriado común. En tres días estará perfecto.

No fue así, una semana después había muerto. En dos semanas aparecieron casos por todo el planeta. El virus causante del ‘resfriado’ había mutado en el hijo del emperador aprendiendo a burlar las defensas de su huésped. Todos los intentos de Samuel por encontrar una cura fueron inútiles. Finalmente, el propio emperador enfermó. Al pie de su cama, el doctor Eddings repetía desesperadamente:

-¡Es culpa mía! ¡Soy un genocida!

-No podías… saberlo. Si es… nuestro destino… perecer, así sea.

-¡No! ¡Puedo arreglarlo! ¡Usaré vuestro traslador! ¡No dejaré que ocurra!

Salió corriendo de la habitación, llegó a la máquina y se metió dentro. Marcó las coordenadas de su casa en la Tierra y la fecha adecuada, pulsó el botón de activación y desapareció.

El último mensaje telepático del emperador moribundo no llegó a su destinatario:

-Traslador… no diseñado… para humanos…

El último hombre sobre la Tierra estaba solo en una habitación. De repente, sonó una llamada a la puerta...