Algún muchacho o algún profesor, lo apodó como el Quijote. Este mote sólo tomaba en cuenta su aspecto físico, ya que era flaco y desgarbado, con un rostro de tez cetrina y bigotes afilados. Se trataba del cuidador de la escuela 49, la que mucho más tarde recibió el nombre de escuela Inglaterra, dada la ilustre visita de la reina Isabel, no la que cantaba rancheras, sino la legítima, la residente del palacio de Buckingham.
Pero esa es otra historia. Nuestro protagonista, por supuesto carecía del idealismo del personaje de Cervantes, siendo más bien su opuesto, ya que su actitud era hosca, como buen carcelero cuidaba que ningún chicuelo se escapara del colegio, bajo ninguna artimaña. Es muy probable que por dicha labor recibiera un pago modesto, ya que los sueldos de aquella época eran bastante menguados.
Pero, a favor y contrarrestándose la pobreza de los salarios, no existía ni la televisión, escasamente la radio, nada de refrigeradores ni lavadoras inteligente. Las mujeres curvaban su espalda fregando en las artesas. Con todo esto, no había cuentas enormes de luz y cable, como ahora, y casi todo el dinero se destinaba a la alimentación. Podría decirse que en ese entonces la pobreza era ecuménica, salvo los grupos adinerados, que siempre han existido.
Sin embargo, el Quijote, luciendo su cabello color ala de cuervo bien engominado y sus mostachos enhiestos, siempre andaba bien ataviado, usando ternos oscuros y camisa blanca, lo que también le valió el apodo de “el cochero de la muerte”.
El hombre, ajeno a todo, cumplía su labor con rigurosidad, mientras su Dulcinea, una señora entradita en carnes, sonrosada y vestida a la usanza de todas las dueñas de casa de la época, se ocupaba de las labores domésticas en la pequeña casita ubicada dentro del recinto escolar. Ella tenía la particularidad de ser casi invisible, nadie sabía nada de su persona, no se le veía nunca fuera de los pocos metros cuadrados de su habitación, pero sus huellas se reflejaban en la alba camisa de su esposo y en su terno bien cepillado. El hijo de ambos, el Quijote chico, como le decían sus compañeros, había heredado esa apostura longilínea de su padre, tan parecidos ambos a los personajes del Greco.
La labor del Quijote, lejos de preocuparse de andar visualizando molinos de viento, o desfaciendo entuertos, según palabras de Cervantes, debió ser muy prolija, ya que muchos años después de haber yo abandonado dicho colegio, aún conservaba su puesto en la escuela, luciendo su misma cabellera engominada, sin ninguna cana y esos mismos trajes lóbregos bailando sobre su delgada estampa. El tiempo parecía no haber transcurrido por su persona, salvo una incipiente curvatura de su espalda, acaso como una ligera penitencia de los años.
No sé cuándo falleció este personaje pintoresco, si es que falleció. Tampoco sé si su esposa se hizo visible alguna vez. Prefiero pensar que ambos continúan en dicha escuela, cada uno con sus actividades, tejiéndose todavía esta historia en la madeja de los tiempos, para que yo mismo sienta que muy poco ha cambiado en nuestras vidas, tal si fuese un cuento repetido una y otra vez.
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