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Nunca había sentido tanto frio. Fue solo un pinchazo en un costado, sentir mis tripas volar y un cerrar de ojos. Luego vi tres puntos luminosos de un rojizo purpura difuminándose. Luz. Y luego nada.
Cuando desperté me di cuenta que ya tenía los ojos abiertos, cuando intenté ponerme de pie supe que ya pertenecía a todas partes. Si perdía la concentración un momento, era una hoja, o el árbol completo. Era un rayo, un haz de sol, o el ronroneo de un gato, o el gato mismo. Sonreí y me sentí feliz al saber que la vida después de la muerte sigue siendo la vida que conocí (esto implica una vida con muchos huecos, incluso las circunstancias que terminaron conmigo son nebulosas), pero esta vez, la oportunidad de ser lo que desconocí fluye a torrentes.
Me dedique entonces a vagar por el mundo, fui un idioma, un libro y una flor. Me construí de nuevo como un fantasma que no sabía que se podía ser, sin grilletes, con arterias de plástico y un corazón imaginario, entonces fui el poema de los volcanes del centro de México y fui el fuego y la ceniza y yo otra vez, sin realmente volver a ser el mismo.
Había días que lograba estar en varias partes por un segundo, me ponía a escuchar los ruidos de los planetas al mismo tiempo que era un beso. Otras veces me ponía travieso y jugaba a levantarles la falda a las niñas con pecas, ayudaba a doctores y científicos siendo un haz de rayos equis o un laser o un potencial de acción.
Aun después de tantos prodigios descubiertos, me di cuenta de que lo que más me gustaba era ser música triste, me gustaba “revivir” en el tono rasposo de aquella cantante de jazz con heroína corriendo por sus venas. Solo una vez me atreví a ser la heroína misma, y no lo repetiré, porque hace que me sienta triste y la cosa cuando me pongo triste es terrible, me da por volverme cáncer, me da por ser flatulencias.
Había algo extraño en los clubes de jazz, podía sentarme en una mesa vacía a ser yo mismo y percibir ese cosquilleo helado en la faringe, la lengua adormecida por el alcohol, la danza del humo de cigarrillos letales y la música, la música, ¡la música...!

El día que me empecé a interesar por la física miraba una clase de balística, una chica pequeñita sostenía con dificultad un gran trozo de fibra de vidrio transmutado en un arco, con el pulgar y el índice lo acercaba a su pecho e intentaba tensar la cuerda, afinó la cornea, cerró el ojo derecho, y disparó, fui la primera flecha errada de la tarde. Viajé setenta metros lejos de la diana, escuché que ella dijo mierda, pero caminó por otra flecha con una actitud que admiré, su instructor era viejo, pintaba canas y caminaba lento. Tenía manchas de vitíligo que intentaba cubrir con una gorra que le quedaba grande. Le dio algunos consejos, le dijo al oído que nunca apuntara a la diana, que calculara los movimientos de la flecha y que remojara un poco las plumas al final de esta con un poco de saliva, fui una flecha de nuevo y esta vez tampoco di en el blanco, el trayecto me pareció tan fresco y certero, la niña esta vez no dijo nada, había estado cerca. Me sentí feliz, me sentí vivo por primera vez. Me pregunte si al siguiente tiro, sería la flecha que da en el blanco.

Texto agregado el 28-02-2014, y leído por 110 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
18-04-2014 No es que esperemos que puedas dar más, como dice Madera; es que eres ya ese más que todos aspiramos. Tu relato es vivo, claro, estructuralmente sustancioso; que no guste no empequeñece tu talento. Pato-Guacalas
28-02-2014 y yo quiero ser aire.. Me gusto tu relato, creo que puede dar más aún.. piénsatelo. Un abrazo. Madera_Dorada
 
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