PAN DULCE NAVIDEÑO
La mejor noche de Navidad que pasé fue, sin dudas, la del 89. Recuerdo tan bien esa noche como recuerdo lo que pasó ayer. Y debe ser por eso que me acuerdo tan bien de aquella Navidad, porque la pasé realmente bien, porque seguramente, si la hubiese pasado mal, no me acordaría de nada, o no me gustaría acordarme.
Recuerdo que fue una pelea descomunal, una batalla campal. Ahí vi pegarse por un lapso de media hora y más a hombres, mujeres y niños, hasta que llegó la cana y puso punto final a la batahola. Lo bueno de todo fue que no hubo balas, fueron solo golpes de puños acompañados, en muchos casos, por otros artefactos, como piedras y botellas. Miento, sí hubo balas, pero disparadas al aire.
Sucedió en el barrio 11 de Marzo, barrio que se mantenía y se mantiene hostil a todo atisbo de civilización. Yo caí a la casa del Rengo Beto después del brindis de las doce, con todas las sanas intenciones de seguir tomando y emborracharme.
Estaban el Rengo, su señora esposa y unos vagos malandrines amigos del Rengo que eran de ahí no más, del barrio. El Rengo y su mujer no tenían hijos, así que tranquilos todos estaban dándole duro a la sidra, a la cerveza, a la sangría y al clericó. Algunos de los amigotes del Rengo estaban tomando desde temprano y a la hora que yo llegué ya evidenciaban inequívocos síntomas de borrachera avanzada. Incluso llegué a ver, no sin sorpresa, cuando uno de estos borrachines, estiró una mano y le tocó el culo a la mujer del Rengo, y, para mayor sorpresa mía, ésta no dijo nada; es más, creo que le gustó, y estoy casi seguro de que si el Rengo hubiera visto esa mano atrevida en la cola de su mujer, nada hubiera dicho y nada pasado. Y digo esto porque conocía el temperamento del Rengo, aparte recuerden que era Navidad, el espíritu y el pan dulce navideños estaban presentes.
Y así estábamos, riéndonos un rato y tomando cerveza como condenados a hacerlo. El Rengo había tenido la precaución de comprar abundante cerveza, mucha y barata; hasta cohetes compró el Rengo y hasta cohetes tiramos aquella noche, uniéndonos de esa manera ruidosa a la locura general por los festejos de Navidad.
Otra vez volví a ver esa mano traviesa en la cola de la mujer del Rengo, esto no va a terminar bien, pensé. Mientras esa mano acariciaba y se hundía en su cola, la mujer del Rengo se agachaba para cambiar un casette que estaba sonando a todo volumen. El Rengo tenía un gran equipo de música, con todos los chiches modernos. Laburaba bien el Rengo, tenía un buen sueldo como empleado de un frigorífico o algo así, y esto le permitía adquirir sin lamentarse demasiado varios artefactos electrodomésticos que los choritos del barrio ofrecían a precio regalado. Se daba sus gustos el Rengo, sabía hacerlo, y aunque él nunca me lo dijo, y no tenía porqué hacerlo tampoco, yo lo sabía. La moto que tenía, una Yamaha 150, la había comprado de esa manera, era robada; pero a mí poco me importaba, no debía importarme en realidad, no estaba ahí para juzgar las actividades ni las costumbres de nadie.
Noche de Navidad; eran las primeras horas de la Navidad de 1989. En otras latitudes hacía frío y caía nieve, aquí hacía un calor de mierda, insoportable, aunque la lluvia caída unas horas antes había refrescado un poco el ambiente. Y de pronto sentimos unos gritos afuera, en la calle. Eran gritos rabiosos, de pelea, provocadores. Provenían de varias bocas sucias y cristianas, y de los gritos se pasó a contundentes “crash”, golpes de botellas de vidrio que se estrellaban contra alguna pared, la calle o lo que podía ser peor, en la cabeza de algún metido en medio del “varieté”.
Los muchachos salieron inmediatamente a la calle, al principio, guiados por la curiosidad, sólo para ver lo que pasaba, luego, llevados por la marea del baile, entraron en el entrevero mismo, dirigidos por su ya natural espíritu belicoso. Yo me quedé adentro, dándole a la cerveza y a los sanguchitos. La mujer del Rengo también se quedó adentro.
La infernal pelea en la calle se había transformado en una batalla campal que parecía no tener fin y con consecuencias impredecibles. Lo que tal vez había comenzado con una tonta discusión familiar entre dos primos borrachos, terminó siendo una pelea de todos contra todos. Para los que peleaban, no estaba claro quiénes eran tus enemigos y cuáles estaban de tu lado, así que había que darle a cualquiera, parecía. Piñas, botellazos, patadas, todos se daban con lo que tenían a mano; había sangre, vi sangre. De un momento a otro llegaría la cana y se armaría un lío más grande todavía; la yuta nunca fue bien recibida por estos lugares, es “el” enemigo, y quien más quien menos, todos tenían en ese barrio alguna deuda con ella, pero de todos modos debía venir, pues ahí estaban dándose duro familias enteras, incluidos niños que ayudaban a su padres a pegar más fuerte a su oponente. Y también lo vi al Rengo quedar más rengo todavía a causa de un patadón que le enchufaron en las canillas.
Y yo, mientras sucedía la batahola en la calle, me encontraba apoyado en el marco de la ventana, viendo cómo se daban los guapos del 11 de Marzo. En una mano tenía un vaso de cerveza hasta la mitad, y la otra mano, la izquierda, estaba intranquila pero gozosa, en el culo de la mujer del Rengo, que se había puesto a la par mía un rato antes, disfrutando ella también del espectáculo callejero. Hermoso pan dulce tenía la negra, hermoso regalo de Navidad tenía apropiado en mi mano. En ese momento, no me importaba que se estuvieran matando a piñas en la calle ni nada de nada. Y se me paró. Y de una mano pasé al apoyo directo y firme, para luego levantarle la pollerita, bajarme la bragueta, y ahí le di con todo, ella parada apoyando sus manos en el marco de la ventana y algo inclinada hacia adelante, y yo detrás de ella, comiéndome ese pan dulce.
Afuera, en la calle, seguían dándose con todo, con lo que estuviera al alcance del alma y del cuerpo, incluso se había unido más gente venida de otras cuadras. Juro que no me importaba, en ese instante no me importaba. La música mientras tanto seguía sonando en el equipo de música, robado, todo robado era esa noche. Una cumbia vieja de los Wawancó era lo que se escuchaba…”Era la piragua de Guillermo Cubillos, era la piragua, era la piragua…”. Ya habían pasado de moda los villancicos, sin lugar a dudas.
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