¿Dónde se hallaba ese paquete de encajes? Ella lo había subido seguramente al altillo… La escalera de caracol llevaba a la puerta estrecha. El último peldaño gimió bajo sus pasos…Polvo sobre los muebles amontonados en la sombra, olor a moho. Se apoya contra la pared. En su angosto pecho el corazón late demasiado, precipitadamente, y la sofoca.
No debía haber subido hasta aquí. “Nada de esfuerzos, nada de emociones, había recomendado el viejo doctor. Ya no tienes veinte años” ¡Veinte años!”. Debían de estar en algún sitio, envueltos como los encajes que buscaba.
El cofre negro, donde los años dormían entre papel de seda y naftalina, se abrió con un quejido. Trapos, cintas, cajas cerradas sobre tantas cosas. Ella apartaba paquetes atados con piolines, apartaba recuerdos. Tantea un libro amarillento, hojea sus páginas… sillas derrengadas, floreros quebrados y esa vieja caja aprisionada por telarañas que se pegan a los dedos.
Por la angosta abertura, la luz penetra apenas. Afuera, el sol sonríe a las flores. Ella mira en su derredor: cementerio de objetos, su manos se apoyan el cartón, como si temiese de repente que la tapa se levantara. No le gusta ese temblor que recorre sus miembros ni esta niebla que turba su vista. Lágrimas: había olvidado el gusto amargo que tienen.
“¡Es a mí a quien ama!, Clara si te interpones entre nosotros seremos desdichados los tres”.
“Clara, perdóname, he creído que te amaba. Te quiero todavía…Tu hermana no tiene la culpa, no la desprecies…””Es el destino, hija mía, debes perdonarles; no tienen ninguna culpa si se aman …”
Todo el mundo había estado de acuerdo: se amaban, había que casarlos, y adelante con la fiesta y el ajuar despojado. “Bien puedes regalarle esta camiseta, ya te harás otra, y los manteles, y las servilletas bordadas, y ¿Porqué no el vestido de novia? Tienen ustedes la misma estatura”
Estaba allí el famoso ajuar, hecho por una, llevado por la otra. Estaba allí el triste vestigio de su corta alegría. La hermanita rubia que salía del colegio y el novio convertido en cuñado…
“¡ Maldito sea el día en que lo había conocido! ¡Maldito sea él y los hijos que engendrara! ¡Maldito sea el universo dentro el cual se había debatido!…” Esta había sido su plegaria cotidiana , el único aullido de sus noches sin sueño.
Como en los cuentos, se casaron y tuvieron tres hijos. Ella murió implorando el perdón de su hermana, sin conseguirlo. Reinó entonces como dueña en esta casa sin alegría. Y por fin lo vio sufrir a él y vio sus lágrimas. Educó a sus hijos y los sirvió, amurallada en el silencio, ajena a su drama.
Uno por uno los hijos fueron abandonando la casa. Se quedaron solos: ella, alimentándose con su odio: él, perdido en su pasado, recogería sus recuerdos…
“¿Por qué no?¿ En lugar de los encajes?…” Tomo la caja, pesaba mucho. “Esto también resultará bueno”.
La vieja campesina y su hija estaban en la cocina, mirando con asombro el blanco ajuar.
“Usted es demasiado buena, Señora. ¿Y el vestido de novia también?… ¡ Qué regalo!
¡Dile gracias a la señora ¡”.
Ella no escuchaba. Alguien detrás de ella decía: “No puedes regalara estas cosas.”
Entonces, se volvió. El estaba allí, frente a ella, agotado, muy pálido. Ella tuvo una sonrisa, la primera después de tantos años.
“¿Y por qué no? Son las únicas cosas que me pertenecen verdaderamente…”
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