Empezó a escribir: quería demostrarse a sí mismo que lo que proyectaba sobre el papel era obra suya; que no escribía al dictado de otros, ni siquiera de la realidad. A tal fin se propuso pergeñar sobre el papel todas las noches un relato. Si era capaz de seguir sus propias instrucciones, esa sería la prueba de su autonomía, no sólo literaria, sino personal. Sin embargo al cabo de una semana se apercibió de lo que más temía. Sobre la hoja en blanco sólo salían sus propias tribulaciones; a su vez fruto del enrarecido ambiente que le había tocado vivir. Era evidente que le estaban escribiendo la vida de manera tan concienzuda que no era capaz de extraer de su cabeza una historia personal, nueva, original, con sus personajes inventados y su trama. Era más, si por fin, con un esfuerzo sobrehumano, lograba situar un personaje, su deambular no era ajeno- y se notaba- a la táctica marionetil de que a su vez era objeto su creador. Tuvo el hombre entonces la curiosidad de saber quién era realmente la persona que escribía por él. A tal fin ideó el procedimiento, aprovechando que era carnaval, de disfrazarse y hacer un sondeo de opinión entre el tráfago que se forma con la carnestolenda.
Se situó entre la masa procurando contemporizar con la parranda. Estaba convencido de que hallaría alguna respuesta pero lo suyo formaba parte de la historia secreta de la población. Aquella misma noche se puso a escribir. La historia secreta se titulaba aquello.