Qué terrible momento, qué importante decisión es esa en la cual un escritor decide cederle los derechos de alguna de sus obras (una frase ingeniosa, un poema corto quizás, o una simple reflexión) a uno de sus propios personajes. “Sólo de vocero” piensa, cuando en realidad está negando el hecho de que le está regalando uno de sus bienes más preciados (una obra para cualquier escritor) a uno de sus hijos (un personaje para cualquier escritor).
Por eso considero que los escritores más egoístas son aquellos que lejos de dejarle el liderazgo a un personaje, ponen a ese narrador en primera persona, esa intervención de sus propios yos. Porque desean que el mundo sepa que esas reflexiones han salido de sus bocas, porque sólo un escritor entiende que sus personajes ya no salen de sus bocas.
Como una madre que desconfía de sus hijos.
Pero también creo que nuestros personajes encuentran la forma, en algún momento de su existencia, de convencernos de que les prestemos alguna de esas nuestras obras.
Como cuando un padre se deja convencer por sus hijos, y les presta ese juguete que viene guardando desde su infancia.
Admito que yo a veces me dejo llevar por ese egoísmo. O quizás sea que todavía no confío lo suficiente en mis creaciones. Y probablemente muchos me dirán que debo dejarme llevar por esas creaciones y prestarles mis pertenencias, porque acaso, ¿no he disfrutado yo lo suficiente de esos juguetes?