El cuento
- Creo que es el momento perfecto para escribir ese relato que tengo pendiente. ¿Tú qué opinas?
- …
- ¿Nada? ¿No contestas? ¡Qué poca educación! Después de casi 10 años… ¡10 años ya!
Se giró fingiendo indignación. Sin embargo, en su cara se dibujó una sonrisa satisfecha. Sin importarle dejar a medias la conversación, que por otro lado no llevaba a ninguna parte, siguió tecleando en su portátil.
Una casona de mediados del siglo XIX, una familia adinerada, una esposa abnegada que sufre un inexplicable aborto tras otro, un marido que cada día se desespera más con la situación y un ama de llaves que oculta algo. Un nuevo embarazo que parece ir adelante, esperanzas renovadas y todo vuelve a fallar. El ama de llaves vuelve a sacar el minúsculo feto a medio formar del útero de la señora, y lo lleva a la habitación de servicio, donde conserva casi una docena de embriones con los que practica ciertos rituales de magia negra. Por las noches, los llantos estridentes de los no natos atormentan a la joven dama. Les oye gritar, les escucha reptando hacia los pies de su cama, siente cómo desgarran el camisón de tul para aferrarse a sus pechos yermos buscando con desesperación algo con lo que alimentarse. Trata de zafarse, pero esos monstruitos parecen observarla, amenazantes, tras esos párpados inflamados. No tienen los ojos formados. Apenas tienen extremidades. No deben tener pulmones, ¿por qué gritan, por qué lloran entonces? Una repugnante boca encuentra su pezón y siente una nueva punzada de dolor. Se despierta sudando, aterrada por las pesadillas, e instintivamente examina sus senos, que están amoratados, plagados de marcas de encías diminutas. Rastros de sangre viscosa y substancias blanquecinas delatan las abominables visitas. Venciendo el miedo y la repulsión, se envuelve en una bata y sigue el reguero de fluidos por el pasillo, notando sus latidos en la sien, sin entender qué sucede. Llega al cuarto de servicio, donde las huellas de sangre desaparecen tras la puerta de madera.
Se reclina en su asiento, enciende un cigarro y exhala una gran bocanada de humo mientras repasa las últimas líneas de la pantalla.
- Algo dentro de mí siempre se estremece cuando escribo estas escenas, sobre todo si no hay nadie conmigo -, confiesa -, suerte que estás tú aquí. No sé… No sé cómo seguir la historia. Siento que si la continúo, no le haré justicia. ¿Tú qué dices?
Esperó una respuesta. Dejó salir el humo de sus pulmones. Ni un sonido.
- ¡Joder!
Se levantó, tratando de contener la explosión de ira.
- Verás… Necesitaba que me echases un cable con esto -, dijo poniendo el pie sobre su pecho, haciendo que la silla se balancease peligrosamente -. Algo que esté a la altura, ¿recuerdas? Pues bien, ¿me vas a ayudar o no?
- Casi… casi que no quiero… -, respondió conteniendo una risa ensangrentada.
Con una rabia extrema, le empuja fuertemente, hasta que su cabeza golpea la pared con un ruido seco.
- Muy bien -, asume, apartando un mechón de su cara y alisándose la falda -, ¿y si empiezo otra vez? ¡Desde el principio!
Retoma su sitio frente a la pantalla, un documento nuevo.
Nunca imaginó que acabaría así, encerrado en su propio sótano, atado a una silla, con los párpados dolorosamente cortados, para no perderse nada. Era obvio que quería asegurarse de que leía hasta la última coma, pero, ¿para qué? ¿Qué demonios quería de él?
- A veces echo de menos escribir en papel, ¿sabes? A la antigua usanza -, dice acariciando la estilográfica que descansa al lado del cenicero -. Bueno, ¿qué te parece este nuevo comienzo?
- … Una niña contándome un cuento…
Enloqueció. Agarró la estilográfica y rasgó cada centímetro de su propia cara entre alaridos de dolor. La tinta se confundía con la sangre en cada tajo. El hombre dejó escapar un grito ahogado en horror cuando se dio la vuelta y pudo ver los destrozos en su rostro: la sonrosada boca descuartizada dejando ver las encías, un desafortunado desgarrón que alargaba la línea de su ojo hasta la sien, las graciosas coletas chorreando sangre.
- ¿Sigo pareciéndote una niñita? ¿¡¿Te lo parezco ahora?!?
No recibiría una respuesta mientras, con los ojos encharcados en lágrimas carmín, apuñalaba con saña al hombre usando el mismo instrumento que había utilizado para automutilarse. Una, dos, treinta,… Deshizo su torso con la pluma que otrora sirvió para acabar con decenas de personajes. Cuando consiguió tranquilizarse, miró el rostro sin párpados del escritor. Ahí, salpicada de sangre propia y ajena, una sonrisa de satisfacción.
- Cabronazo… -, dijo, con la boca rota, entre risas -. ¿Ves? Yo también puedo crear monstruos.
® Raquel
Dedicado a José María, un Maestro en el compliacado arte de crear monstruos.
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