Ser, transcurrir la vida en eternas pinceladas, distraer las voces de conciencia, evitar el desamor tangente a los sentidos, para desembocar debajo de las lágrimas...
Su figura asumía los designios de un lamento rutinario, endilgando lo oscuro de su sino, acobardado e ilusorio, tras las miradas de los otros. Latiendo como una masa informe, los días se sucedían itinerantes bajo una oficina añeja y deplorable circunscripta al fracaso. Detrás, su vida se estancaba en esos peldaños solitarios, recorriendo como un zombi los pasillos de la hipocresía. Y su alma se entregaba a las cenizas de una ciudad furiosa que no daba tregua, bajo una huella anónima atrapada entre los hilos de las calles, absurda, denigrante. Mientras, su piel caía en un desencanto de pupilas declinando entre sus rasgos, como una jauría de risas que rozaba las fronteras de su oscuridad. Y las reglas se inmortalizaban como un espejo de infinitas puntas que lo sumían en el refugio de papeles, en ese lento padecer silencioso de paredes desprovistas de milagros, ante infinitos ojos expectantes. Con la tarde, su cuerpo resignado trascendía lo escabroso de las puertas, para reanudar el cíclico lamento matutino, olvidado en el fluir de oscuros baldosones.
Ana Cecilia.
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