EL INCRÉDULO
Nunca he creído en los poderes de brujas ni hechiceros, y puedo asegurar no sin algo de jactancia que para nada soy del tipo de hombre supersticioso. Para mí, las cosas suceden porque sí, y el destino es algo que uno construye día a día; será por eso, entonces, que siempre se ganaron de mi parte la más rotunda de las desconfianzas, los manosantas, los tarotistas, los tiradores de cartas, los adivinos, los astrólogos y los más aborrecidos de todo ese submundo de las tinieblas, los parapsicólogos. Mi consideración hacia ellos, y en especial hacia estos últimos, los cataloga como lo que realmente son, unos hábiles timadores de la buena fe popular. Ustedes los pueden ver, escuchar o leer; aparecen en los diarios, en las radios y en la televisión, puesto que no hay medio de comunicación en donde no ofrezcan sus prodigios, pero eso sí, a precios módicos y al alcance de todo bolsillo melón.
Dudosos caballeros y estrafalarias damas prometen el oro y el moro al público en general, el paraíso terrenal así sin más, sin ningún tipo de esfuerzo o sacrificio personal alguno, con la única condición, mínima, de ser puntuales a la hora de abonar los grullos. De esa manera, el amor, el trabajo, la virtud y hasta dinero fácil conseguido en la timba, son los anzuelos para pescar a desesperados e ingenuos, que rápidamente y sin tiempo para razonar, caen en la tentación de dar uso a tan confuso y prometedor camino para llegar a la felicidad eterna.
Además, mire, pienso que si estos charlatanes ofrecen tan confiadamente los logros de sus patrañas, es decir, la abundancia en todo sentido, cómo es posible que ellos mismos estén transitando los colmados senderos de la mishiadura, como se deduce por los revoloteos parlanchines que hacen en los medios ofreciendo sus servicios, con el fin de percibir unos cuántos pesos que den de comer, que de hecho, estoy segurísimo, no les alcanza para vivir sin trabajar, si trabajo se puede llamar a la ignominiosa tarea que llevan adelante con total impunidad.
En fin. Creo que en otras circunstancias más favorable a mi pasar, hubiera hecho el intento de escribir un comentario un poco, un poquito, más benévolo sobre esos granujas, sino fuera por el hecho, oprobioso por donde se lo mire, de cobrar y burlarse de la buena fe de la gente que recurre a sus servicios. Y, sin embargo, a pesar de mi ferviente militancia en contra de estos charlatanes, un día me enfrenté cara a cara con uno de ellos. Fue por la época de los grandes hornos, donde parecía que sólo a mi me perseguía aquella silenciosa pesadilla, a la par que eran tiempos de tomar rápidas decisiones y escasas las oportunidades que se presentaban para olvidarme del mal momento vivido. En definitiva, andaba mal; nada me salía bien. Fue entonces que gracias a los consejos de una amiga, y a una gran dosis de curiosidad propia, una tarde me atreví a penetrar en los oscuros territorios de la picaresca y el engaño.
El lugar era pintoresco, exótico. Ingresé con algo de miedo y cautela. Con toda la apariencia de ser un hogar de familia común y corriente, lo primero que aparecía a la vista del visitante era una salita que aparentaba ser de espera, como un consultorio médico pero sin la pulcritud de este. Lo que dominaba el ambiente, recuerdo, era una suave penumbra y un silencio total, a la vez que un penetrante aroma de sahumerio invadía por todos los rincones de la casa. En el piso, pintado con material “fierrito” de color rojo, un perro cualquiera parecía que tenía encomendada la tarea de cuidar el lugar; sin embargo, cuando uno entraba, lo primero que hacía el perro era mover la cola. Y uno concluía: “simpático el perrito”.
Había un crucifijo colgado en la pared, que se peleaba con el avance tenaz de las telarañas; hablando de las paredes, éstas estaban pintadas con colores chillones, de tonos rojo, amarillo y turquesa, y sostenían, colgadas con chinches, cartulinas celestes que rezaban algunos mensajes, tales como: “Bienaventurados los que creen sin ver”, “La consulta: $15. Trabajos garantizados o le devolvemos su dinero”. Y así…Incluso llegué a divisar la imagen de un San Cayetano, la de un San Expedito y la de otros santos que, la verdad, no conocía, pero que también adornaban las paredes de aquel local un poco extraño digamos.
Indignados, vacilantes, corrían los minutos del reloj sin que nadie viniese a detenerlos. Y uno parado ahí, solo y fumando, esperando que algo extraño suceda…pero no pasaba nada, todo era quietud y silencio, arrullado por el aroma relajante que provenía del incienso. Y cuando por fin me decidía a golpear las manos para ser atendido, justo en ese instante antes de que choquen las palmas y el primer clap, por atrás, imperceptible, con paso endemoniado, apareció el misterio en persona, el que supuestamente poseía poderes sobrenaturales que habrían de beneficiarme, y era por eso y nada más, se lo juro, que uno lo saludaba con algo de reverencia y respeto. Imaginaba que estaba tendiéndole la mano al diablo mismo, y que pronto, en cuestión de minutos, engatusado por sus palabras y pases mágicos, me convencería de firmarle un contrato de venta de mi alma resignada.
Un sujeto que podríamos calificar de vistoso, me preguntaba sobre mis creencias religiosas. Una sonrisa disfrazada de amabilidad de su parte, me permitió mentirle que yo era un católico practicante, de misas todos los domingos y fiestas guardar. Y en verdad soy católico, pero no practicante, y concurro a la iglesia cada muerte de obispo, pero me vi obligado a mentir en esa circunstancia, nueva para mí, para hacer creíble mi presencia ahí; además, tengo entendido, según la lectura de un informe, que son católicos practicantes los que más concurren a estas cuevas salamanqueras urbanas, en busca de…un sinfín de cosas.
El hermoso, pesado y frío crucifijo tallado en plata que asentó en mis manos parecía que me llamaba en auxilio de semejante bárbaro, pero luego de unos forzados Padrenuestros y Aves Marías, creí ver un guiño en los ojos del Cristo que colgaba resignado en la pared, como queriéndome decir que Él no tenía nada que ver con la elaboración de los falsos testimonios que el hereje descubría en las sudadas líneas de la palma de mi mano, la derecha, que, como lo aseguraba el rufián, es la mano predilecta de Dios.
En esas líneas se encontraba todo. Mi vida y el resto, que no era mucho a decir verdad. Amoríos, frustraciones, duelos, deseos, toda una bien conjugada mentira para darle una suprema condición a mi existencia predestinada, según lo afirmado por el nigromante, que hablaba y hablaba sin parar, y que de paso, para protegerme de las malas ondas y la energía perjudicial que acechaban el ambiente, por supuesto desprendidas de mi afectado humor, comenzó a rociarme con un líquido rosado contenido en un bote en forma de aerosol, que yo imaginé sería el perfume calcado del infierno.
Al rato vino y tenía que venir, lo que yo esperaba. Me dijo: como estos diablillos portadores de las referidas malas ondas estaban insoportablemente inquietos ese día y molestaban por donde se les antoje, el clarividente juzgó acertado ofrecerme gentilmente una protección insuperable contra estos indeseables e invisibles granujas, mediante una seguidilla de interminables rezos realizados conjuntamente con los ya fallecidos abuelos míos. El pillo, según parecía, conocía los métodos para comunicarse con ellos.
Pero existía un obstáculo. Como estos duendecillos atorrantes no se conformaban solamente con unas cuantas oraciones dichas para la ocasión, se hacía necesario también recurrir al muy terrenal método del soborno, por lo cual el cercano a las tinieblas pretendía el sonante pago de cincuenta pesos para lograr corromper a aquellas siniestras voluntades.
Luego llego el momento de los augurios; y es llegado a este punto donde el titulo de Parapsicólogo profesional, otorgado vaya uno a saber por qué institución o academia del curro, y que colgaba orgulloso de la pared, a la par de un santo, parece que se agrandaba y se atiborraba de autoridad competente en la materia. Según el idóneo me esperaba un porvenir colmado de éxitos de toda índole en este mundo, y de gloria eterna al momento de mi partida, sentado a la diestra de nuestro Señor, junto a la compañía apacible de mis seres queridos; en vida se avecinaba una turba de ciclos interminables de preocupaciones frívolas y ociosas, dado que el dinero iba a rebasar mis bolsillos y mis cuentas. La mujer, que por esos momentos constituía la causa de mis desvelos, vendría a arrodillarse ante mi figura suplicando mi amor, pero yo, cegado por la soberbia de tenerlo todo, se lo negaría, y solo la utilizaría para satisfacer mis más bajos deseos momentáneos. En fin; me esperaba una existencia ayuna de tristezas y con nulos sinsabores.
Pero, para que todo este nunca acabar de felicidad se cumpliese a rajatabla, yo debía esperar a que la voluntad del pícaro se dispusiera a atormentar, mediante trucos y engaños, a unos espíritus malignos que ponían palos en la rueda del desarrollo de mi vida, enemigos míos que yo desconocía, invisibles hasta ese momento, y que se empeñaban en hacérmela pasar mal. Ahora bien, estaba en mis manos el resolver el tema, o en mis bolsillos, mejor dicho. Si yo quería, el en ese mismo instante, era capaz de mostrarme los rostros humanos en los cuales estos espíritus se habían hecho carne, y que no me favorecían. Pero, alegaba este falso samaritano, y para desdicha mía, su voluntad andaba por esos momentos un poco alicaída y ocupada en resolver otros entuertos que eran de una urgencia mayor que la mía, y que por lo tanto yo debía esperar un momento más propicio. Agregó este fanático, que el exceso de trabajo que él tenía por esos días era el fruto de los malos tiempos que nos tocaba vivir, en donde la tremenda competencia económica y la búsqueda del éxito permanente y rápido por parte de las personas que a sus servicios recurría, ya no respetaba ni siquiera a los buenos espíritus. “Están hasta aquí de trabajo”, me decía señalando con un dedo su frente. ¿Frente a esto, que hacer? Los caminos que hacían posible el encuentro con aquellos espíritus sólo él los conocía, y hasta era capaz de transmitirles las súplicas del infortunado cara a cara, sin la intervención de nadie más que él y su voluntad bienhechora, porque lo que este granuja estaba haciendo, lo decía él, era un bien que no tenia precio, un favor que solo se hace a la gente que uno quiere o que le cae simpática…pero como las personas no viven del aire, y menos que menos él…¿Por qué sabés lo que pasa?, me decía, aunque vos no lo creas, siempre existen contratiempos que sortear en ese camino, obstáculos que son puestos, aseguraba el brujo, por unos obedientes diablitos que son representantes en el cielo, o en el más allá, en ese lugar que los mortales comunes no ven, de las personas que te desean el mal en la tierra. Ahhh, pero para todo hay solución, no hay que preocuparse tanto. Y esa solución, eficaz y sonora, sólo el damnificado la podía aportar.
Adivinando las reales intenciones de aquel ladino, y ya un poco harto de las mentiras del más allá y del más acá, de las vueltas que daba este tipo para ir directamente al grano, opté por seguirle la corriente, demostrándole un real interés en lo que afirmaba y negaba, y otro poco burlándome de él. Le pregunté, con un tono de voz que sonaba lo más convincente posible, serio, si qué había de cierto en aquello de poder realizar un contrato de venta del alma con el diablo. Si eran ciertos o falsos los rumores sobre su existencia. Con cara de yo no sé, haciéndose la humilde uncaca, confesó que él no tenía muchos conocimientos sobre el tema, y lo poco que sabía provenía de algunos vagos comentarios que otros farsantes iguales o peores que él le habían hecho alguna vez. Decía que esta práctica, la de venderle el alma al diablo, había quedado un poco en desuso, que era un método de ayuda muy gastado por la falsa publicidad que se le había otorgado durante años y por la misma indiscreción de los contratantes mortales; sin embargo, y a “título personal”, él creía que ese contrato tan mentado no ofrecía suficientes beneficios al usuario; veamos el caso, me decía: con ese artilugio solo se podía disfrutar de alguna buena vida tirado a lo bacán unos diez años a lo máximo, y nada más, y encima bajo la mirada vigilante y arbitraria de los lugartenientes del demonio, instalados estratégicamente en la tierra para cuidar de la parte del contrato que le corresponde en buena ley al maligno.
Entonces, afirmaba el adivino, esa vida era el paraíso pero manejado por el mismo Satanás, lo cual no vale la pena. Belcebú, en su eterna lucha contra las fuerzas del Bien, precisa de constantes refuerzos humanos para poder rellenar sus alicaídas huestes malignas, y entonces ahí estaba ese maldito contrato como medio eficacísimo para atraer incautos. De todos modos, el mayor descrédito del contrato con el diablo radicaba en la sorpresa y en la frustración que causaban en la persona que le había vendido su alma. Ejemplificaba esto diciendo que podía suceder que en lo mejor de una fiesta, en la cual uno está participando y que lo único que hace es disfrutar de las cláusulas del esotérico contrato, al diablo se le ocurre, así sin más, que ya es tiempo de intervenir y hacer cumplir su parte, y sin derecho a protestas se lo lleva a su lado. Supongamos una noche tanto tiempo esperada, con la mujer que uno más desea, en una alucinante fiesta colmada de lujuria y descontrol, y uno está ahí lo mas galán atorranteando a la diva de nuestros sueños, y de repente todo se acaba; imprevistamente el hombre queda duro, sin aliento, con los ojos desorbitados y palmado por la desgracia. Luego los asépticos informes médicos dirán que sobrevino un infarto y que el corazón del infeliz no aguantó. Pero todos sabremos que no fue así, que todo se debió a que al demonio se le antojó que ya era hora de complacer sus deseos estipulados en el contrato de entrega del alma del finado. En este caso, buen hermano, como usted verá, uno se despedía de este mundo con el único consuelo de haberlo hecho al lado de la mujer que ama.
A esta altura de la situación y a medida que transcurrían los minutos a través de la verborrágica marcha del augur, los chismes divinos, sorprendentemente, me fueron interesando cada vez más, hasta el punto que no pude contener las ganas de preguntarle al muy sinvergüenza si todos esos diablitos, duendes, angelitos que él había mencionado y que se encontraban diseminados invisiblemente por el aire, a qué otra fuerza o voluntad superior a ellos obedecían, o si, al contrario, actuaban de forma autónoma. El mal hablado respondió intentando pensamientos profundos, derivados de corrientes y posturas filosóficas antiquísimas, citando autores desconocidos para mí. Sintetizando, dijo las siguientes macanas: Dios es tal solamente en nuestro mundo tangible; es aquí, solamente en la Tierra, en donde se le puede reverenciar, hacerle ruegos, promesas y presentarle ofrendas, y todas estas acciones piadosas se la pueden hacer a través de unas cuantas imágenes que consideramos sagradas y llenas de misterio; y es aquí también, en nuestra comunidad cristiana, en donde Dios se siente realmente Dios, porque vive en paz y nadie osa cuestionar ni poner en peligro su poder inagotable. Pero allá arriba, en el mundo celeste, ese mismo Dios entabla constantes batallas contra otros dioses tan o más poderosos que Él, que a la vez se enfrentan entre ellos; es como un campeonato permanente de dioses, con ascensos y descensos, de todos contra todos. Por ejemplo, ahí lo podemos ver a Melqart, el temible dios de Tiro, enfrentando en un durísimo combate al no menos fiero señor de la Babilonia antigua Marduk; o a Rá, el divino amo egipcio, enviando enjundiosos golpes solares que vivazmente intenta esquivar Quetzalcóatl, la diosa serpiente emplumada azteca. Es decir, son dioses pertenecientes a otras culturas y a otras razas de hombres, ya sean estas muy antiguas o contemporáneas nuestras, pues los dioses, como lo recalcan algunos maestros de la Teosofía, no respetan tiempo ni espacio…por eso mismo son dioses.
Este perpetuo estado de beligerancia cuenta con la colaboración obligada de miles de ángeles, duendes, diablos menores y hasta de almas en pena, que bajo la amenaza de ser tratados como querubines felones, se enrolan decididamente en las huestes cósmicas, que pueden resultar benévolas o malignas para nuestros humanos intereses, pues ellos procederán de acuerdo a las órdenes que reciban de su dios jefe respectivo.
El último detalle de este entuerto de dioses y guerras es el que menos debe importarnos a nosotros, los clarividentes, me decía aquel vivo, pues, nuestro papel no consiste en juzgar las actitudes de tal o cual espíritu, sino la de granjearnos la simpatía y el favor de los angelitos que pelean defendiendo la causa de nuestro Dios Católico, pues es a Él a quien dirigimos nuestras oraciones y ruegos.
Más o menos aquellas fueron las palabras que utilizó el demente para retratarme las vicisitudes de unos iracundos dioses de los cuales yo jamás había escuchado referencia alguna, salvo el Dios Nuestro Señor Católico; algo sí pude haber visto sobre Rá, el egipcio, en los crucigramas de diarios y revistas, como me lo hizo notar un amigo. Había que ver el entusiasmo que manifestaba aquel pelele del engaño en cada palabra que utilizaba para referirse a las gestas divinas. Con exagerados y amplios movimientos de manos intentaba mostrarme el campo de batalla; con garabatos de su imaginación dibujaba sobre unas hojas de cuaderno escolar las distintas estrategias utilizadas por los dioses guerreros y con una convicción conmovedora de datos nombraba los escalafones de las almas reclutadas para aquellos singulares duelos divinos. Incluso se atrevió a dar los nombres originales de cada dios y me explicó de qué manera con el paso del tiempo, estos nombres mudaban por otros, con el propósito de confundir a sus enemigos y extasiar a desprevenidos historiadores.
De mi parte debo confesar que al principio me pareció interesante conocer estas cuestiones del más allá y sus conventilleos, pero a medida que pasaban los minutos y el panorama expuesto por el brujo ya sonaba a macaneo simple y llano, yo no veía la hora de marcharme del lugar. Comencé a buscar la forma de retirarme de aquel extraño lugar. Abiertamente fingía bostezos mientras él hablaba y hablaba; sin disimulos me fijaba la hora en el reloj; de gusto movía las piernas en señal de impaciencia. Ya no aguantaba más tiempo; realmente aquel tipo me tenía cansado.
Mientras balbuceaba no se qué porvenir venturoso, en medio de todas las diatribas que lanzaba, de súbito me paré y le tendí la mano, con la misma convicción que cuando llegué. Gracias a Dios comprendió mi hartazgo, por lo menos esa fue la impresión que tuve. Además, una persona como él, digo, que en gran parte vivía de la percepción de los gestos que hacían otras personas, sin mencionar el engaño, tendría que haberse dado cuenta de mi hastío. Sin embargo, hay cosas que jamás se olvidan. Antes de retirarme el ocioso me recordó que debía abonarle la tarifa por sus servicios prestados, tarifa que bien pronto hubo de ampliarse por los comentarios etéreos que hizo. Sin protestas, pagué y me fui.
Ya entrada la noche y con la certidumbre de haber estado prestándole tiempo y oído a un loco de remate durante casi toda la tarde, y también con la sensación amarga de haberle regalado plata a un vago contumaz, iba caminando de regreso a casa; pasé, recuerdo, por un bar al paso, en donde entré y consumí una cerveza y comí algo, un sánguche. En ese trayecto solitario de regreso, a la vuelta del bar me sorprendió un perro con sus ladridos feroces. Era negro y grandote, un perro bravo que amenazaba mi integridad física. Sentí temor, las piernas se me aflojaban y el corazón se me quería salir. Encima, se los juro, dos ojos rojos furiosos resaltaban en la cara de aquél perro endemoniado. Recé un viejo pedido que me enseñaron cuando era chico: “San Cayetano, San Cayetano, con tu cadena de hierro, ata a ese perro”. Y funcionó. Un silbido salido no sé de dónde llamó al perro y se alejó. Suspiré de alivio, seguí caminando pero esta vez más rápido, tomando conciencia que estaba pisando calles que no eran mías, quiero decir que desconocía totalmente. Estaba jugando de visitante. A las pocas cuadras, en calles desiertas, divisé de nuevo al perro negro. Estaba como a unos cincuenta metros de donde yo estaba, sostenido por una correa de cadena gruesa. Me vio y empezó a gruñir de nuevo. Sus ojos de fuego me querían comer. Sentí otra vez miedo, mucho miedo. Algo extraño venía acechando mis pasos desde que había salido de la casa donde atendía el brujo o como quieran llamarle. Una mano agarraba la cadena que sujetaba al perro, pero no se veía el cuerpo, era sólo una sombra tapada por un árbol. Ante la amenaza, salí corriendo con todo lo que pude y no me daba vuelta para nada. Sentí una carcajada diabólica a mis espaldas. Qué habrá pensado la poca gente que a esas horas andaba por las calles viéndome correr de esa manera, desaforado, como si hubiera visto al diablo.
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