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Madre: La semana pasada llegó una carta de mi hermano, Hernán, tu hijo, fechada en Argentina, donde se encuentra viviendo desde el año 2006, luego de que, como sabes, realizara sus estudios de neurología, ingeniería genética y biotecnología aquí, en Italia. Aunque me pidió, bajo una especie de pacto fraternal, que mantuviera la más alta discreción para que esa información permanezca dentro de la máxima exclusividad, no pude evitar –por torpeza mía- que Ana la leyera al llegar a casa, ya que tiene esa incisiva costumbre de creer que ambos somos una misma persona, como tampoco puedo evitar, por lo extraordinario de los hechos, transcribir esa carta en esa otra carta, dirigida a ti, con el fin de que juzgues los hechos con la inteligencia que, desde joven, te caracteriza.
Por lo pronto no tengo más que agregar, mi deseo es que ninguna preámbulo mío altere lo que, bajo esta línea, leerás. He aquí:

Hermano, espero que esta carta te llegue junto con los vinos mendocinos –es una hermosa provincia
Argentina- que te envié. Tal vez peco de un nacionalismo recientemente adoptado pero, por lo que creo, son de igual nivel que los de nuestra vieja patria mediterránea. De todas maneras, esta carta que escribo es diferente: no leerás en ella el aburrido itinerario de mis días al que te tengo malamente acostumbrado, sino que te contaré la historia de mi descubrimiento más reciente y, ciertamente, más maravilloso. Espero que alguna ingenuidad escondida desde la infancia, o alguna inteligencia desarrollada de la adultez, te ayude a creerme.
Sabes que, desde chicos, siempre nos contábamos nuestros sueños. Y pasábamos las tardes de lluvias, cuando no podíamos ir a jugar al fútbol afuera, intentando recordar los extraños planetas que explorábamos durante la noche silenciosa de nuestra pequeña casa. Espero que no hayas olvidado esos recuerdos o que los recuerdes juzgándolos insignificantes porque la verdad es que yo jamás lo he olvidado.
Mientras estaba en la facultad, leyendo “La interpretación de los sueños” de Freud, entendí que era imposible interpretar un sueño desde este lado, desde la vigilia. Los signos, los símbolos, las representaciones no tienen la misma significación desde un umbral que desde el otro. Esta crítica al trabajo de Freud me valió el retraso de dos años en mi carrera, lo que creí excesivo, pero ahora entiendo que yo estaba en lo correcto. La cuestión es que, desde hace poco más de cinco años, trabajé en lo que llamé una “máquina de sueños”. Construirla fue difícil pero espero que, gracias a mi vocación docente, explicarlo no lo sea: la maquina posee un gran casco en el que uno, cuando decide irse a dormir, coloca la cabeza. Durante el sueño, un líquido es inyectado en el cerebro –duele un poco, la verdad- estimulándolo, e induciendo a la consciencia a un estado de pura reflexividad mientras uno duerme, en el que, por supuesto, la memoria también es activada. Para hacerlo más claro, uno podría estar dentro de su sueño como en estado de vigilia, reflexionando todo lo que ocurre alrededor (de todas maneras, el espacio, lo mismo que el tiempo, es diferente en ambos mundos).
Cómo no tuve ningún voluntario, tuve que probar la máquina yo mismo. Así me induje en un sueño del que recuerdo todo, con absoluta claridad. Es difícil retratar la experiencia, pero lo que me parece más importante aclarar es que, como te dije anteriormente, el espacio y el tiempo en el mundo onírico totalmente diferentes; me atrevería a decir inexistentes. En el momento en que me dormí aparecieron formas que variaban su longitud, su densidad, sus colores; sentí que estaba, no en un solo lugar físico, sino en muchos al mismo tiempo. Como si dejaran de existir las imposibilidades humanas de la unilateralidad. Como si fuera omnipresente, como si fuera, en definitiva, Dios.
Así me hubiera sentido durante toda mi primera experiencia si no hubiera visto aquel ser tan maravilloso que vi. Era una mujer, una mujer a la que yo podía perfectamente, en toda la magnificencia de su presencia. Pregunté un nombre, me contestó, con una voz dulce de niña que no se correspondía con las pequeñas arrugas de su cara, que se llama Luna. “Luna”, dijo una voz jovial, estridente, que invitaba a la conversación. Quedé en silencio. Luna se llamaba, y puedo jurar que jamás existió una relación entre nombre y persona más exacta, más justa, más certera. Pensé: “Luna/ blanca piel/ Luna/ Luna, ojos de acuarela celeste/ pecas en mejillas, dientes de gota de mar”.
Luego desperté, creo que estaba llorando.
Durante el día estuve completamente ansioso, esperando que sea la noche para volver a verla. En el trabajo no hablé con nadie, no quería contarle a nadie lo sucedido, no quería que nadie conociera a Luna más que yo.
Otra noche pasó, el procedimiento de conexión con la máquina es bastante extenso, por lo que aconsejo, cuando mi máquina salga al mercado, tener paciencia y no irse a dormir cuando uno ya esté muy cansado. Cuando terminé de conectar todo, y caí en el sueño, volví a verla. Estaba igual que el día anterior: una bufanda violeta le cubría el cuello, traía puestas unas botas negras, una jean con dos agujeros en las rodillas, y una camisa blanca desabotonada hasta el comienzo de sus pequeños pechos. Una idea me atravesó la mente: esta mujer, tan bella, tan de otro mundo, quizás existía en la vida cotidiana. Quizás estuviera a pocos metros de mi casa, de mí. Luego de esa idea surgió, inmediatamente, el deseo de ir a buscarla. Pero primero necesitaba información, por lo que me acerqué a hablar con Luna, en los bancos de una plaza que se deshacía por momentos, para transformarse en una iglesia, en un palacio municipal, en un barco.
- Hola – le dije mientras tomaba sus manos, sin rastro de vena alguna.
- Hola, Mempo – me dijo ella, sabiendo mi nombre.
- Nos conocimos anoche.
- Nos conocemos desde hace tiempo, tonto – me dijo con un tono burlón.
- Quiero saber sobre vos. Cualquier cosa, algo sobre vos.
- Me llamo Luna Golwisky. Nací en Argentina, pero mis padres son polacos. No fumo, pero siempre llevo en mi cartera un paquete de cigarrillos, dejé el hábito de tener uno en la boca pero no el vicio de llevarlos conmigo. A los cinco años aprendí a tocar el violín; curiosamente, a los siete me olvidé. Trabajo en una farmacia del centro.
- Es suficiente. Mañana en la vigila te buscaré.
- ¿Qué vigilia? ¿No es más hermoso acá? ¿Qué te hace pensar que en ese mundo seré tan especial para vos como en este?
- La belleza, Luna, no sabe de mundos. Lo bello es bello en cualquiera de los universos posibles.
- Sos tan hermoso cuando decís boludeces- me dijo ella, levantándose y yéndose.
Luego de esa conversación, me desperté. Pero no con el sentimiento de angustia que supo acompañar mi despertar la noche anterior, sino con una esperanza nueva en el corazón. Creo que hay que valorarlas, nunca sobran. Como no tenía sueño y aún era madrugada escribí unos versos:

Luna, encuéntrame
En la calle,
Sin esperar verme.
O en la copa de algún árbol,
Sobre tus manos,
Sobre tus dedos delicados,
Sobre el vientre de tu ausencia,
Sobre el sexo de tu boca,
De tu labio.
¡Encuéntrame!
Te grito, y te lo ordeno:
Sobre el beso de tus pechos
Las calles de tus piernas
La vellosidad de tu existencia.

Me pareció malo, pero no lo suficiente como para tirarlo. Que va a ser, nunca tuve la madera suficiente para ser poeta, por esa razón me convertí en un hombre de ciencia. La ciencia es la poesía mal tratada, mal ejecutada: la ciencia es la verdad vaciada de la mentira que la constituye como verdad.

Texto agregado el 19-02-2014, y leído por 166 visitantes. (0 votos)


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