SIN RETORNO
(2005)
Ese día Horacio no escuchó la novena de Betoven ni nada más de lo que siguió parloteando Daniel, durante todo el camino de regreso a sus casas.
Su mente se encontraba muy distante de la realidad de ese momento, mientras sus emociones se debatían en medio del conflicto entre la estupidez y la genialidad.
Habían asistido juntos a un concierto en la biblioteca de la universidad en medio de una agria discusión que mantuvieron desde antes de que se escuchara el primer acorde, cuando los recibió a la llegada a su barrio, el alboroto de la sirena de una ambulancia que se alejaba y la conmoción por la noticia de que la tarde del día anterior Roberto, el joven profesor de física, se había tomado mezclados en una bebida gaseosa, tres sobres de veneno para ratones y que lo habían encontrado hacía un par de horas muerto sobre su cama, enroscado como una lombriz, ahogado en su propio vómito.
Daniel no pudo evitar decirle a Horacio mientras veían el drama y escuchaban los gritos de sus consternados familiares: «No he podido entender por qué razón nunca nos preparamos para el único evento inexorable de la vida.»
Continuó diciendo que la gente vivía la vida tratando de evitar la muerte o por lo menos de postergarla lo más posible, visitaba continuamente al médico y tenía farmacias llenas de productos para ayudarla a conseguir su propósito pero de todas formas no lo conseguía. Y agregó: «Tratándose del único evento que sabemos con absoluta certeza que no podemos eludir, por qué no tratamos de desprendernos del egoísmo por no poder volver a ver más a alguien y tratamos de convertirlo en algo natural de la vida, para aceptarlo sin trauma?».
Mientras hablaba no podía dejar de pensar en la inesperada visita que Roberto le había hecho unas semanas atrás y del carácter premonitorio que tuvo la conversación que mantuvieron ese día y sintió remordimiento por no haber hecho nada que hubiera ayudado al amigo para que no tomara esa decisión al tiempo que se justificaba creyendo que haber evitado que lo hiciera solo le habría prolongado una existencia infeliz, mientras que Horacio se llenaba de todo el sarcasmo que podía para contestarle: «Yo quisiera verte desprendido de todo el egoísmo y sin mostrar ninguna manifestación de dolor, el día en que muera tu mamá».
Eran cerca de las tres de la tarde y Daniel se encontraba en su dormitorio leyendo, cuando sonó repetidas veces un leve golpe en la puerta de la calle y al darse cuenta que debía estar solo en la casa porque nadie atendía al llamado, dejó a un lado el libro y terminó por abrirla.
No pudo disimular su sorpresa al hacerlo y ver a Roberto, su antiguo profesor de física del colegio, parado enfrente de la puerta con las manos en los bolsillos del pantalón, vistiendo un viejo suéter y con barba de varios días.
Le causó sorpresa porque era la primera vez que Roberto venía a su casa, si bien vivían a un par de cuadras el uno del otro, no eran amigos que se frecuentaran a pesar de que la diferencia de edades no era muy grande, pero sobre todo se impresionó por su apariencia, pues en la época del colegio, siempre vestía impecablemente, de corbata aun en los días en que no había clases, bien rasurado y fragante.
Sin disimular su torpeza por causa de la sorpresa, le pidió que entrara. Se sentaron y Roberto comenzó a conversar sin aclarar la razón de la visita, preguntándole a Daniel cómo le iba en la universidad y por un buen rato mantuvieron una conversación cotidiana, en la que intentaron actualizase por el largo tiempo que hacía que no se veían y recordando algunas anécdotas de la época del colegio.
La conversación dio un giro cuando Daniel hizo alguna mención del suicidio y con despreocupación Roberto aseveró que creía que tarde o temprano todas las personas en algún momento de sus vidas, con mayor o menor convicción, atrapadas por la depresión derivada de cualquier problema o aún sin existir ninguno y sintiéndose con la espalda contra la pared y creyendo no tener ninguna otra opción, consideraban como última alternativa el suicidio.
Daniel lo escuchó con atención para replicar que no todas las personas podían pensar igual, que el suicidio lejos de ser una solución, era la agudización máxima de los problemas.
Preguntó, sin dejar opción para obtener respuesta, que qué se podía resolver quitándose la vida. Si ese hecho por si mismo, podría contribuir en alguna medida a modificar el problema causa de la depresión.
Agregó que a su modo de ver, solo era un acto de profunda cobardía, por parte de quien no tenía la entereza de enfrentar un problema determinado. Que por regla general la depresión hacía ver los problemas más grandes de lo que en realidad eran, pero que una vez que se superaban, el sujeto era conciente de que los había sobredimensionado y que nunca habría situación, por terrible que fuera, que no estuviera expuesta al riesgo de empeorar.
Roberto se frotó la barba con la mano, al tiempo de refutar el que le parecía débil argumento de Daniel. «Eso es fácil decirlo, cuando uno no se encuentra en los zapatos de una persona deprimida».
Aseguró que solo quien ha estado en esa situación, puede afirmar con alguna cercanía de lo que debe sentir o dejar de sentir en esos momentos un deprimido.
Recalcó que cualquier aseveración sin experiencia vivida en ese sentido, no dejaba de ser más que un ejercicio teórico de algo de lo que no se conocía.
Daniel trató de argumentar diciendo que no todas las personas sufrían los mismos niveles de depresión y que posiblemente para quien no sea depresivo, nunca consideraría esa opción.
Roberto lo refutó diciendo que la vida era muy larga y remató con una frase muy trillada pero que consideró oportuna, que como decía una antigua propaganda: «Tarde o temprano su radio será un Phillips», tratando de hacer una analogía, de que tarde o temprano todas las personas, al menos una vez en su vida pensaban en esa opción, aunque nunca llegaran a reconocerlo frente a otra persona y en muchos casos ni siquiera frente a ellos mismos.
Y volvió a preguntar: «Qué sentirá la persona que está a punto de tomar esa decisión», a lo cual respondió Daniel: «Yo creo que un profundo miedo» pero desestimando la respuesta Roberto continuó: «Yo pienso que un profundo valor» y agregó que a su modo de ver, el suicida trataba de castigarse a sí mismo, con el castigo máximo, por no tener la capacidad de enfrentar su depresión y considerar que ya no le quedaban otros recursos válidos para enfrentar la vida.
Daniel agregó que a él en cambio le parecía que el suicida, con una muy baja autoestima, trataba de castigar a los demás, dejándoles el remordimiento de que por no haber sido más comprensivos o tolerantes, eran los responsables indirectos de su decisión.
Roberto no pudo dejar de mencionar la terrible posición en que quedaban las personas diagnosticadas con enfermedades incurables que se enfrentaban a largas y en ocasiones dolorosas agonías, convirtiéndose en una carga para sus familias, no solo por el trabajo físico que implicaba su atención, sino moral por la imagen que brindaban, además de las que por diversos accidentes quedaban mutiladas impidiéndoles desarrollar una vida plena, para las que la opción de la eutanasia estaba vedada y que no merecían vivir en condiciones tan deplorables, en cuyo caso a su modo de ver estaba plenamente justificado tomar la decisión de acortarse la agonía.
Roberto había adquirido tanta vehemencia en su discurso, que Daniel terminó por claudicar en su posición frente a la fuerza con que este había defendido su tesis, pero en realidad lo que le había disminuido la fuerza, fue el abandonar el argumento central, atraído por la mórbida idea de que tanta vehemencia solamente podía ser sustentada por alguien que en algún momento de su vida, había creído que en realidad el suicidio era la única opción decente que le quedaba y le exacerbaba más aún el morbo el estar discutiendo precisamente ese tema con un auténtico potencial suicida, no obstante que Roberto en ningún momento dejó entrever que ese fuera su propio caso aunque por su parte no pudo comprender de donde le surgió tanta elocuencia para tratar un tema que en realidad no le apasionaba y sin acabar de entender con claridad qué lo había motivado a hacer esa inesperada visita.
Cuando hizo conciencia de ello, dando por terminada la conversación, se levantó y le extendió la mano a Daniel para despedirse, como si ya estuviera cumplido el propósito de la visita, aunque nunca se supo con certeza cual había sido, dejando a su interlocutor con la palabra en la boca.
En ese momento Daniel no podía imaginar, que el último día de su propia vida, muchos años después, mientras conducía su auto por una peligrosa carretera en medio de una pertinaz lluvia, al tratar de salir de una curva cerrada y perder el control del vehículo, patinaría y se dirigiría directamente hacia un gran peñasco, mientras se veía a si mismo como si hubiera salido de su cuerpo y al darse cuenta de que en el espacio que le quedaba antes de chocar con la gran roca era imposible alcanzar a detener el auto y que era muy probable que de ese impacto no saliera con vida, tuvo tiempo suficiente para sentirse quizás por primera vez, auténtico, invencible, dueño del mundo y tomar la decisión mas sublime a la vez que efímera de toda su existencia. Pisar el pedal del acelerador a fondo.
Después de Salir de la casa de Daniel, Roberto caminó hasta la suya pensando en todo lo que había discutido con su ex discípulo, respecto al suicidio y en ese momento comprendió que algo superior a él mismo lo había inducido primero a visitarlo y luego a haber mantenido esa absurda conversación con él.
Como que esa visita había sido la ficha del rompecabezas que había caído en el lugar que le correspondía, dándole sentido al enigma en que se había trasformado su vida.
Sin causa aparente desde varios días antes había dejado de ir a trabajar y aunque en su casa, su familia y amigos lo consideraban una persona exitosa, con una carrera brillante y el porvenir asegurado, solo creyeron que había pedido una licencia en el trabajo para hacer los preparativos del matrimonio con su novia con quien mantenía una relación por más de cuatro años, pero nadie se preocupó por conocer los detalles, pues ya lo conocían como una persona tímida e introvertida.
En efecto el primer día que dejo de asistir al trabajo, temprano en la noche se presentó impecable en la casa de su novia para lo que parecía una visita convencional, pero no fue así.
Entró con ella hasta la sala y sin tomar asiento y sin darle ninguna explicación de sus motivos, terminó de una manera formal la relación que hasta ese día habían mantenido y acto seguido abandonó la casa para no regresar jamás.
Ese fue el último día que se le vio de corbata y rasurado. Desde entonces pasaba la mayor parte del tiempo en su cuarto escuchando música clásica, meditando y solo salía ocasionalmente a comprar cigarrillos. Hacía mucho tiempo que se sentía solo, aunque estuviera rodeado de multitudes y su autoestima gradualmente había ido disminuyendo hasta encontrarse por el suelo.
Ninguno de los logros que hasta entonces había alcanzado, como graduarse con honores de físico o la beca que le había otorgado un organismo internacional con la que hizo un post grado en el exterior o el excelente trabajo de investigación que realizaba en la compañía para la que trabajaba le habían proporcionado satisfacción personal alguna a lo largo de su vida.
Sentía que todo lo que hacía era hueco y carente de sentido y nunca pudo entender el por qué de los continuos elogios que permanentemente recibía.
Pensaba que había confundido su vocación al elegir la profesión que estudió y que la mayor parte de las cosas que hacía, no las hacía por convicción sino siempre para agradar a alguien y cuando tuvo la entereza de asumirse a sí mismo tal como era, ver el desolador espectáculo que brindaba, lo condujo a una profunda depresión de la que nunca logró recuperarse.
Intelectualmente sabía que el estado en el que se encontraba era en extremo peligroso, pero emocionalmente no le importaba porque sentía que al caminar al filo de la navaja por primera vez actuaba con autenticidad y eso explicaba la impresionante pendulación que había sufrido su vida en unos pocos días.
Tenía perfecta conciencia de a dónde lo llevaría esa depresión como también que si buscaba ayuda profesional, con facilidad podría salir de ella, pero en realidad no le interesaba hacerlo.
Conscientemente y casi con premeditación emprendió un camino sin retorno en el que al fin logró sentir la satisfacción de hacer algo en su vida que le proporcionara algún grado de auténtica realización.
Una tarde en que salió a la calle a comprar cigarrillos, decidió no hacerlo en la tienda habitual sino que caminó por espacio de media hora y entró a un lugar en el que no lo conocían y pidió un paquete de cigarrillos y tres sobres de Racumín.
Regresó a su casa y guardó los sobres en su armario entre la ropa limpia y empezó a madurar la idea de cuándo y cómo se los tomaría. Los mantuvo guardados por algunos días y de cuando en cuando los sacaba y los observaba, para luego volverlos a guardar, como si se hubieran convertido en una tura para él.
Durante esos días ni por un instante sintió miedo, ni vaciló de la decisión que había tomado, pero en el momento en que reflexionó en las cosas que debía dejar en orden, pensó en sus padres y hermanos y en el dolor que ellos tendrían cuando todo hubiera concluido y sintió un poco de nostalgia, no por alejarse de su familia o por temor a perder la vida, sino por la falta de comprensión por parte de ellos y en un gesto de profundo egoísmo, algo por completo inusual en él, no quiso preocuparse por nadie de los que lo sobrevivirían y desistió de escribir cualquier clase de nota de despedida.
Pensó en doña Pepita, su mamá, una mujer abnegada que siempre se sacrificó a sí misma para que sus hijos se superaran y fueran personas de bien.
Gracias a ella nunca se fue a estudiar o a trabajar con el estómago vacío en las mañanas, o a la cama en las noches, aún en las madrugadas de intenso estudio.
Siempre le tenía su ropa perfectamente arreglada y su cuarto en orden. En apariencia había sido una madre ejemplar, que siempre estuvo orgullosa de su brillante hijo, pero en lo más íntimo de su corazón Roberto sabía que ella toda la vida había preferido a Romel, su hermano mayor. Era una discriminación muy sutil que solo él pudo percibir pero que lo había marcado desde muy niño.
También pensó en su padre, un hombre recto, militar de carrera, que siempre estuvo preocupado porque a Roberto nunca le faltara nada tanto en lo personal como en lo académico y que todo el tiempo lo estaba motivando para que fuera el mejor en cualquier cosa que emprendiera y que nunca se cansó de repetirle y de decirle a los demás que su hijo era un genio, cosa que por siempre creyó y por algún tiempo logró hacérselo creer al propio Roberto, pero que en lugar de ser algo positivo para él, por el contrario le causó una gran decepción al descubrir que no era cierto.
Su hermano mayor, otro profesional brillante, a quien Roberto veía como un triunfador auténtico, extrovertido y felizmente casado que siempre lo vio como al hermanito menor y que nunca pudo ocultar la subestimación que de él hizo, aunque jamás le dio un maltrato ni se le escuchó un comentario negativo de su hermano.
Recordó a Gloria, su hermana menor y sus juegos infantiles, quien siempre fue su cómplice incondicional y con la que mantuvo la relación más estrecha en toda la familia, pero que desafortunadamente por no haber tenido desde niña una buena relación con su madre, de forma prematura abandonó el hogar, casándose con un hombre mayor al que no quería y con quien se fue a vivir a otro país y de la que no se volvió a saber nunca más.
Pensó en su novia y en sus cuatro años de noviazgo, con quien se conoció un poco antes de viajar a la Patricio Lumumba para hacer su post grado y quien pacientemente lo esperó hasta que lo terminó y regresó al país y en quien él buscó un refugio a su soledad, mientras ella lo tomó como un buen partido para asegurarse el porvenir.
Pensó en sus compañeros de trabajo, en unos pocos que lo apreciaban y en la mayoría que le tenían envidia y no perdían oportunidad de tratar de desprestigiarlo frente a sus superiores mientras con hipocresía trataban de aparentar ser sus amigos.
Parecería que la vida había sido generosa con Roberto y que lo que de ella había recibido no apuntaba para hacer de él un candidato de suicida.
Sin embargo pese a no haber sido nunca violentado, ni haber sufrido privaciones ni venir de un hogar conflictivo, se sintió como un fraude desde que descubrió que no era ningún genio y siempre como un segundón al lado de Romel y eso fue suficiente para que se incubaran esos sentimientos de inseguridad y mediocridad que lo llevaron a tomar esa decisión.
A las tres y cincuenta minutos de la tarde de ese lunes, cuando no había ninguna otra persona en su casa, salió de su dormitorio, bajó hasta la cocina, sacó una gaseosa de la nevera, la vertió en un vaso grande y regresó a su cuarto, colocó seguro en la puerta y con toda tranquilidad puso uno tras otro los tres sobres de veneno en la bebida, los disolvió bien con el dedo índice de la mano derecha y levantó el vaso en un gesto simbólico de brindis y con una dosis de ironía dijo en voz baja: «salud» y lo bebió pausadamente pero sin respirar hasta el final, para no saborear el amargo del veneno.
Durante el tiempo que trascurrió desde el día en que compró los sobres hasta el momento en que entró a su habitación y los puso en el vaso de gaseosa, estuvo conciente de que la determinación que había tomado podía ser revertida, aunque estaba convencido de que no cambiaría de opinión.
Después del primer trago, entendió que había iniciado un viaje sin retorno. El miedo a vivir estaba superado ya que la muerte fue la única alternativa decente que le quedó y sintió la dicha de por primera vez en su vida hacer algo que no era para satisfacer a otros y con una leve sonrisa en el rostro, recordó las ultimas palabras que había pronunciado antes de morir el general Hermógenes Maza.
A continuación colocó a un volumen moderado el disco de la overtura del Barbero de Sevilla en versión de la orquesta Filarmónica de Londres y con una sonrisa de satisfacción se recostó por última vez sobre su cama, donde se quedó suavemente dormido arrullado por los acordes musicales, hasta que lo retorció el primer estertor cuando el bebedizo comenzó a hacerle efecto.
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