El tiempo conforme va pasando, construye una cantidad incalculable de hechos. Algunos insignificantes, esos que en pocos minutos ya son parte del anecdotario de la persona. Hay otros que van dejando marcas. Y otros que estrictamente suceden.
Sus ojos repletos de lágrimas demostraron el orgullo. Su hijo, ya adulto y reflexivo, lo acompañó el resto de los días. Y con el hijo, el nieto.
Él estaba convencido que su descendencia había logrado darle la satisfacción que produce un sueño cumplido.
Augusto murió cuando lo decidió el encargo de la vejez. Pero para un niño un abuelo perdura infinitamente como el primer beso de amor.
Sus manos suaves tocaron, por última vez, el rostro de Felipe una tarde en que un cielo furioso desafiaba con estruendos y refucilos. Felipe llorando lo abrazó. Augusto cerró los ojos. Tristeza y paz conviven en la muerte de un abuelo.
Los difuntos vuelven a la casa. No en fantasmas ni en apariciones como cuentan los filmes y los libros. Sino como fotos, olores, comidas, ropa, libros, violines y guitarras, cartas, silencios, llantos, risas y vinos. Recuerdos. Ellos también recuerdan. Y lo manifiestan en todas esas cosas, y en muchas otras.
Augusto volvió a la casa tres meses luego de su muerte. Apareció una mañana soleada y pudo ver el principio del siglo y su juventud. Luego a sus padres y su primer amor. Días más tardes conmemoró el nacimiento de su hijo hasta la llegada de Felipe. De muerto recordaba la vida. Su tiempo, ahora, era para trabajar en la clasificación de los hechos sucedidos. Sus memorias se acercaron a las de su hijo y su nieto. Fue amaneciendo como inerte cada día en cosas vivas.
Recordó el vino junto a un libro; la gota que manchó la página treinta y dos y la sucesión de pensamientos a partir de que la lágrima de Baco acentuó la última palabra del párrafo: permanencia. No dudó en recordar el final del libro. Vio partir a sus amigos y también eso fue una reminiscencia.
Felipe, mientras tanto, recordaba a su abuelo en cuclillas, acariciándole la cabeza mientras él jugaba con sus bloques de madera.
Y el abuelo recordó los bloques.
El tiempo es un sistema simple pero es el verdugo del hombre. Corre. No duda en avanzar y con él, nuestro breve viaje. Es el motor del universo y sus cosas. Es la entropía y el andar constante. Y en ese andar estamos nosotros hasta que cambiamos de dimensión y pasamos a ser parte de lo perdurable. Ya muertos, nos acercamos a las cosas que dejamos, nos acordamos de ellas y las vamos a ver, e imperceptibles, las acariciamos. Nos acordamos de los nuestros y acordamos con el tiempo y los esperamos. No es religioso. Es la energía que queda. Somos la imagen en la memoria de Felipe. Somos el aire de la casa y la calma del sueño en cada noche.
Los muertos quedan intactos. Los recuerdos son como ellos, infinitos. Los recuerdos se expanden en el hálito anterior a la muerte. Felipe lo acompañó en su último suspiro. Las memorias, presentes.
Los difuntos vuelven a la casa a construir la historia. |