Presta oído y avizora con tus ojos de lince Tu ¡oh muchacho travieso! Que lees estas líneas escritas para tu distracción; y tu muchacho adulto que finges experiencia precoz en las encrucijadas de esta vida nunca vivida lo bastante; y tú también viejo niño senil de enturbiada mirada henchida de tristeza y que anhelas vivir más todavía; oh infantiles muchachos, adultos infantiles e infantiles ancianos, porque les voy a narrar la historia fiera de unos aventureros temerarios, que ambicionaron el oro y las riquezas, la fama y sus ventajas, el poder y sus goces, en una edad remota, sanguinaria y sombría, miserable y heroica, villana y gentil, generosa y mezquina, diabólica y cristiana, gigantesca, suprema, soberana, impetuosa y arrolladora.
Que su lectura les aproveche muchachos de todas las edades, y que espero saquen sabedoras recetas que les ahorren sinsabores y enseñen la ciencia de poner en un brete las pasiones quemantes y encaminen la ambición, sin dejar por nada ambición y pasión al rehogar vuestra existencia en sus propios peroles.
Ellos vivieron sendas vidas violentas, excitantes, gestoras, destrozando sus vidas en la empresa, vosotros muchachos aprendan del choque feroz que de sus pasiones se desprenden.
EN TRUJILLO EXTREMADURA CIERTA VEZ
Despidiendo a la noche arranco del corral rasgando el negro manto apolillado de luceros, la firme y sostenida clarinada del gallo cual saeta sonora.
Gimió el silencio roto
Centellaron los astros
La noche recogió sus estrellas que tenían el brillo tembloroso de una triste mirada con lentitud calmosa, y la aurora sonrió, musical y celeste.
Los gallos del contorno, centinelas alertas entrecruzaron sus avisos garridos de que la aurora llegaba, en lejanía cada vez más cercanas las clarinadas de otros gallos, sonaron alertas, agresivas y fueron perdiéndose en dirección al sol, camino de la luz.
La corona celestial de la aurora se hizo oro matinal
Los puercos moviendo los rabillos ridículos, chapoteaban en el lodo del chiquero, fétido y negro, con reflejos de acero, derribando torpemente el agua sucia que bebían de una botija.
A la vera del camino real se encontraba este chiquero o porqueriza, su dueño un hijodalgo, hombre de guerra, coronel de los tercios del monarca que lustro sus blasones y relleno sus arcas al servicio del Rey, junto al gran capitán don Gonzalo de Córdova, su tocayo y amigo él se nombraba como don Gonzalo Pizarro.
El camino real serpenteaba como insinuando un garabato ante el corral de don Gonzalo Pizarro, lindando con el camino por muros de piedra, acá y allá se ven otros corrales, un caserón destartalado y una mansión deshabitada, un mesón u hospedería, ya matorrales, ya un erial, ya tierras secas.
Pasaban por allí desde temprano gentes a pie, jinetes a horcadas en corceles briosos, labriegos sentados con sus mujeres, mercaderes con breves carromatos ligeros.
Chapoteaban los cerdos en su triste y monótono movimiento de aguas terrosas en la acequia, cantora y pertinaz como llenas de nostalgia, de anhelos fugitivos, de ambición vagabunda, al cruzar la acequia vemos la cara seria del mozuelo Francisco, el que cuidaba el corral de los cerdos.
Tú recoge la pierna dormilón que pario la chancha y no lo barruntas, gritaba desde temprano día a día un enjuto vejete detrás de la tranquera y tirando terrones al cuartucho que guarecía a Francisco, que al poco tiempo asomaba pie descalzo, e invariable el vejete decía:
No medraras si lo presiente su merced don Gonzalo, además te romperá la tiesta.
Luego traía el resto del guisado habido en el mesón la noche anterior, sobrantes de vituallas todo metido en una cuba, vaciaba el vejestorio sus menjurjes y palmeándole en el hombro le decía:
Francisco eres poltrón y muy flojo así no conseguirás nada.
El mozalbete cuidador de marranos se llamaba Francisco y se decía en el pueblo, que era hijo a hurtadillas del señor don Gonzalo Pizarro, habido con cierta moza fachendosa de la misma ciudad, la Francisca Gonzales, hija de Juan Mateos y de María Alonso, no era poco abolengo en ese entonces por aquellos lugares saberse hijo cierto de tal y de la cual, más la Pancha Gonzales ora por despecho al desdén de don Gonzalo que paso por su vida y dejo eso, o por llevar de tapado su desliz, o bien por respeto o temor a las iras justas de Juan y de María sus dignísimos padres, personas pobres pero honradas, o por no andar en lenguas que es la peor servidumbre y el más desastrado acontecimiento, o por guardar la honrilla, o por esto o por lo otro, lo cierto es que doña Francisca abandono aun recién nacido y en pañoletas a Francisco, en un paquete al borde de la acera, bajo un viejo portal de dicha ciudad que es nombrada como Trujillo de Extremadura en España.
Eso decían las malas lenguas entonces en Trujillo, por malquerencia a don Gonzalo Pizarro, persona poderosa y que traía envidiosas miradas de los bellacos, y agregaban aunque de retorno a la tierra al ver a cierto rapazuelo de patas calatas y expósito sabido, sin ver que era su hijo habido en la Francisca, y que se asemejaba mucho a él, viéndolo ya útil lo reclamo de manos de una mujer humilde que lo había criado, amamantándolo con leche de marrana y que sin hacer conocer que era su propio hijo lo puso a cuidar los cochinos y cochinas en el corral.
Se le criticaba mucho a don Gonzalo Pizarro de tamaño desapego, sin igual desamor con el vástago, pero el magnífico señor pasaba por debajo del muslo el chismorreo y las habladurías de esos lenguaraces.
Y el mundo seguía rodando y ya el sol comenzaba a ponerse.
El mozalbete Francisco arreglaba el chiquero, hacia la limpieza, cambiaba por agua menos sucia la enlodada agua vieja del recipiente en que abrevaban los marranos, les daba de comer y luego terminado el quehacer contemplaba retozar a los cerdos pequeños, sentado en una piedra grande cerca de la acequia de aguas prietas, se quedaba extasiado contemplando el camino lleno de promesas, soñaba con países remotos, aventuras infinitas, mundos de promisión y de esperanzas y en su alma dolida, triste y solo, desamado y perdido entre sus cerdos, únicos compañeros de su infancia, soltaba el corazón en ardientes ensueños migratorios, como pájaros bobos y su imaginación resuelta ingresaba en caminos encantados de dulce utopía, conquistaba países, lograba tener mucho oro, derrotaba enemigos fantásticos en terribles batallas, y soñaba y soñaba ¿y por qué no? La tarde caía y la noche llegaba tendiendo su capote apolillado de luceros parpadeantes, Francisco el porquerizo se quedaba dormido, mientras los marranos dispersos, dejados a su suerte saltaban del chiquero e iban de fechoría aprovechando el descuido.
Todas las hazañas heroicas que años después realizara el señor don Francisco Pizarro, para asombro del mundo y provecho de España, excepto el bandidaje que en ciertas circunstancias tuvo que hacer, fueron soñadas ¡si señor! Por Francisco el porquerizo en el corral Trujillano de su padre, entre sus cerdos cerca de la acequia turbia e inmunda, contemplando entristecido el camino serpenteante y tentador que se perdía en lontananza, prometiendo imposibles, ya que nada grande puede hacerse en el mundo si no se soñó antes, largamente, maravillosamente.
A veces mientras soñaba el pequeño porquerizo imposibles hazañas, los cerdos violaron la tranquera y fugaron veloces por el camino real más audaces que él, como si se propusieran exaltarlo en sus bríos de triste cuidador de cerdos que los apacentaba, entonces Francisco devuelto rudamente a la realidad desde su reino de prodigios, Asia un palo y corría por el camino exasperado , mudo de pánico, persiguiendo sus cerdos uno a uno por los atajos y recodos, muy entrada la noche hasta cogerlos y encerrarlos, rendido, anonadado, con horror en la mirada por la ira posible del hijodalgo y señor don Gonzalo, se tiraba en el jergón y dormía como duermen los mozos que se asustan cuando se asustan siendo mozos, pues hubo ocasiones en que sentado escuchando los ruidos de la noche, sintió la impresión de una mirada que se clavaba y que movía la cabeza, él se quedaba patitieso, congelado al contemplar la temible cabeza severa, de gran nariz y barba cana en puntera, bajo un birrete de terciario, apareciendo tras del vallado, mirándolo con ojos filicidas, largo rato y luego desaparecía, Francisco se quedaba sin resuello.
Don Gonzalo se iba
Francisco asustado temía su retorno.
Algunos preguntaban en el mesón del lugar mirando el abandono del muchacho.
Dicen que es de don Gonzalo, el caso es de dudar.
Rodaban los dados del corneo cubilete sobre el basto tablero, manchado con vino fuerte y tinto, lleno del sol de Andalucía.
Sonaban las carcajadas.
Pero una vez Francisco soñó más de la cuenta, los cerdos se fugaron, haciendo su garrote los busco como siempre, pero esta vez no los hallo, desesperado, anhelante, compungido y lloroso se alejó del corral, desalentado se sentó a meditar en su desventura; se decidió a escapar para librarse del castigo, ¿pero dónde ir? ¿Qué sendero tomar? ¿Cómo vivir?
Pero acertaron a pasar por allí donde el mozuelo se encontraba, unos mercaderes ambulantes que iban de pueblo en pueblo, trocando sus productos, se acercó a ellos que lo acogieron bien, decían que marchaban a Sevilla y el marcho para allá, feliz y alegre libre de su marranos y la severidad de su amo, don Gonzalo Pizarro, coronel de los tercios de Italia con el gran capitán.
Los mercaderes han sido casi desde siempre, sujetos de medianos escrúpulos y no averiguaron la procedencia de Francisco y cargaron con él, para servirse del mozuelo que era vivo y diligente y les gano la voluntad, así marcho de pueblo en pueblo y aprendió en tan aguda compañía finísimos recursos, y adquirió la ciencia y el arte que permite meter gato por liebre a las gentes poblanas, era muy hábil el mozo para tal menester, pero Francisco tenía el alma ardiente y era robusto y tenía gran empuje, comprendió que no era eso lo que quería el de desmenuzar la existencia en tales enredillos, abandono a los mercaderes y rodo por el mundo, anduvo con los faranduleros en las ferias, vagabundeo a su arbitrio en excelentes o pésimas compañías, merodeo en los puertos, la justicia tuvo que ver con él y alguaciles temibles y de aliento avinagrado lo persiguieron más de una vez, muchos trataron de envolverlo en papeleos pero su buena estrella y la malicia natural lo sacaron con bien de los aprietos.
Diestro era ahora Francisco Pizarro en el manejo de la espada, pero era corto y tímido por lo mucho sufrido en su niñez, su mezquino saber y ninguna letras, fue el subalterno en aquellas andanzas y correrías, pero aprendía pronto y adquiría sapiencia de la vida, esa que no se encuentra entre cartapacios y libros, leía ligero la maldad en la trapacería de los ojos, era obediente a las órdenes y capaz de hacer pronto y firme cualquier encargo, o comisión de bajo vuelo y por eso se le apreciaba y se le requería; pero Francisco Pizarro soñaba con la guerra, con los tercios de Flandes y de Italia, se extasiaba con el mar infinito y proceloso abierto por Cristóbal Colon a la audacia sin límites de las velas latinas.
¡Ah! La riqueza presentida de aquellos territorios emergidos del mar, a la aventura y temeridad sin importar un ardid en cualquier lance por el honor y los maravedíes.
Qué edad tienes Francisco, lo interrogo cierta vez el capitán de la partida.
Averígüelo, responde Francisco.
Doy por averiguado que vienes de los setenta tantos, tienes mayoría de edad.
Vive dios has hablado como los hombres y eso vasta.
Bebamos capitán, salud,
Salud y bienandanza, suerte y maravedíes, apunto el capitán golpeando con el pomo la tizona sobre la mesa rustica de la taberna en la que estaban, escancio el capataz en los vasos de estaño el vino de un garrafón, bebieron haciendo sonar los gargueros y chasqueando la lengua, pues no eran gentes finas y acabaron el vino.
Grato este vino, no es cierto mi capitán.
Si muy trepador y alegrón.
Grato alegre y barato.
Carcajeo la tropa.
Nos da lo peor este bellaco de cantinero.
El mozo se acerca y dice, es cosa fina de lo bueno lo mejor, defendiendo su cabeza de los golpes de espada que le dan los aventureros, venga más vino que mal rayo te parta.
Grande algazara hay en la taberna, juramentos y rizas, choques de vasos y estallar de garrafas contra el piso, ruido de dados y todo impregnado de un fiero olor a cueva.
Levantando la voz el capataz con la mano en bocina, grita hay mucho enganche para las indias de occidente.
Pronto saldrán 3 navíos y doce carabelas, enrumban prestos.
Ya engancho muchos hombres, va de sobrado ya.
Francisco Pizarro pasa hambrunas y cuitas, espadachín de oficio se alquila, pone su brazo y su agudeza, habilidad y destreza a quien lo paga, en ocasiones lleva repleta la bolsa y paga el vino en las tabernas con fuertes sumas, en otras marcha desmantelado, de trapío, sin embozo ni capa, pero Francisco no desespera, tiene paciencia y serenidad, guarda confianza en sí, en su brazo potente y en su espada certera, en su ojo avizor y su olfato de lince, espera y cuando a su costado acierta a pasar la ocasión, Francisco estira el brazo y empuña bien presto, más cuando ella se tarda y no se asoma, Francisco va en su busca y la suele encontrar; pero la época es mala, decae, menguan las ocasiones, disminuye las áureas ganancias, hay ocasiones en que anda sin tizona, con el zapato desgastado y sin jubón, con la capa prestada.
En otra parte arden las guerras en Navarra, don Gonzalo Pizarro se encuentra por esos lares, guerreando y mandando al lado de su hijo reconocido Hernando; Francisco decide ir y marcha allá, se engancha y guerrea, hiere y lo hieren, mas no lo matan aunque si lo intentan, gana fama su brazo y ya es un soldado hecho y derecho, lo aprecian porque es fuerte, valiente y audaz, maneja la espada lindamente, tiene ingenio y es altivo, es enviado a servir en el tercio que capitanea don Gonzalo Pizarro, pero don Gonzalo lo ignora vive Dios hay tantos soldados en cada tercio, pero Francisco se destaca, a menudo ve a su padre pasar en su corcel de guerra, firmemente sentado en el apero, centellante la espada toledana, pero Francisco aun le teme, más que a los mosquetes, trabucos y tizonas, teme la mirada endemoniada de su padre y señor y la ira tremenda por la pérdida de los marranos del corral Trujillano, Francisco es un buen combatiente y don Gonzalo se entera y Hernando su hermano lo propala, entonces el capitán Gonzalo Pizarro lo llama a su servicio y lo coloca entre los que se lanzan al combate rodeando su persona.
¿Cómo, cuándo, porque, con qué motivo, el capitán don Gonzalo Pizarro reconoce a su hijo? Nadie lo sabe.
Lo cierto es que Francisco en las guerras de Navarra y en Italia, sigue al lado de don Gonzalo que ya es coronel, guerrea al lado de su padre y de su hermano y se hace nombrar con permiso de don Gonzalo como Francisco Pizarro.
Con la aparición de don Alonso Quijano, el famoso don Quijote de la Mancha, es cuando España comienza a expandirse, siente dentro de sí la urgencia de aventuras estrepitosas, que la lleven fuera de su recinto a representar las peripecias de sus potencias imaginativas en brote fantástico, el caballero de la mancha hace su primera salida contagiando a señores y vasallos su morbo mental, Isabel la Católica escribe sin aun saberlo, el prólogo de la novela que vivirá su raza en el continente americano, fomentando las locuras del trashumante peregrino de la Rábida; cuando España se quijotiza hasta sus analfabetos se transforman en personajes, la América india se levanta en el fondo de la bruma como un castillo encantado, fantaseado por el misterio de su lejanía y apetecida, tienta y como el quijote a procreado hijos imprudentes, se lanzan impelidos por los resortes de la sangre a la aventura, frente a esta tentación los puertos se colman de aventureros, las carabelas rocinantes trajinan las aguas.
Hay un ir y venir inusitado en el extenso puerto y las olas humedecen suavemente la orilla, en la roqueda los copos tornasoles de espuma burbujean.
El mar se abre, infinito y azul hacia la inmensidad.
Cimbra su arco extendido el horizonte arrebolado, uniendo el mar al firmamento, cielo azul, mar azul, gaviotas en bandadas que felices se pierden, olor a yodo y salitre, olor a algas.
Se mecen las carabelas en el puerto, alzan su proa de tres palos los navíos, se hincha el velamen, crujen los palos, se tiemplan los cordajes sonoros, silva el viento en las jarcias y los foques oblicuos y angulosos, van soslayando el ventarrón en tanto la cangreja golpea, apuntan los baupreses, van y vienen las gentes en el puerto.
Ya se hacen a la mar las grandes naves y las someras carabelas van repletas de gente aventurera, tipos hambrientos de oro y de buena fortuna, muchachada que anhela la gloria y la riqueza, hombres de oscuras mientes y de espíritus torvos, malvados e ignorantes, letrados y bandidos, frailes y matarifes, hay de todo en esta vasta expedición, gentes de valía y temible detritus.
Los marineros se aprestan a la maniobras, mientras los civiles acodados a la borda se asoman en racimos, por las escotillas y claraboyas, cantan alegres y felices y dicen adiós al gentío de la playa, el viento es favorable, la briza de rato en rato trae trozos de las canciones preñadas de esperanza.
Porque nací gitanillo
y no me gusta el trabajo
y lere, lerele , lerele.
Ya se pierden allá, las líneas elegantes del velamen latino, dibujando zigzag en el cielo las aves marineras, y el sol se hunde a lo lejos, incendiario, tras el tenso horizonte y zambulle su bola ensangrentada en el mar azul, el crepúsculo pasa sobre el puerto, como aleta fugaz y la noche desciende, brillan en lo alto los luceros, la luna llena obesa va plateando como una estela el camino de las indias.
En el puente Cristóbal Colon vigila, es el último viaje del gran almirante, ya había sido enviado a España encadenado por el canalla Bobadilla, una leve tristeza ensombrecía por momentos la cristalina transparencia de sus ojos azules, llenos de fuerza y de dulzura.
Cantaban los soldados hacinados en las bodegas y pañoles.
Argentaba la luna, hacia frio.
Soldados, marineros, aventureros, trajinantes de todos los caminos de la tierra, picaros redomados, hampones de baja estofa y pésima ralea, tirados en cubierta o amontonados en el fondo, sobre jergones o las lonas del velamen, codo con codo, dormían sobre el suelo la mayoría de ellos, ateridos en las noches friolentas, tratando de abrigarse unos a otros apretándose, jadeantes, sudorosos, casi asfixiados cuando el sol resplandece en las tardes ardientes, alegres y esperanzados en las horas de calma y de barlovento, navegando con viento en popa, otras veces desalentados cuando el mar se hinchaba y el cielo se encapotaba anunciando tormenta, cuando era contraria la ventisca.
Lentas, pesadas, largas, inacabables parecían las horas para la tropa, salvo las guardias que hacían los soldados y los servicios de la marinería, la tropa no tenía nada que hacer y las horas consagradas al sueño eran desapacibles, los momentos de comer era cada vez menos grato, la tropa se iba hartando de la navegación y se desesperaba por pisar tierra firme, pero el suelo era lejano aun.
Tras la nave capitana iban las otras, a veces cuando la calma chicha se hacía en torno de ellas, pesaba como el plomo el aire inmóvil, se aflojaban las jarcias y las velas chorreaban desinfladas como odres vacíos, en el océano infinito no se formaba ni una arruga, el cielo terso mantenía serenas y ceñidas a su azul a las nubecillas albicantes.
Silencio y soledad, entonces las naves de dos a dos, soltaban calabrotes y se atrincaban en calmo barloar, el pasaje cantaba y cada cual entonaba una canción de su terruño, evocativa del remoto lugar familiar y soltaba la mente hacia el paisaje de la infancia.
Otros jugaban, cubileteando su fortuna futura al rodar de los dados de madera.
Tornaba a soplar la racha favorable y las jarcias crujían, las velas se inflamaban, soltadas las barloas, desceñidos, viento en popa avanzaban, codiciosos los barcos señalando el bauprés a la esperanza.
El océano arrugaba el entrecejo, trajinaban las nubes en la cúpula honda azul dorada, señalando la ruta, el clarín de la briza daba su son triunfal.
Marineros y soldados, redomados bellacos, picaros de mala ley, frailes, hampones y señores, hijosdalgo pobres pero ambiciosos, hombres de aquella edad aventurera, almas recias, nervios de hierro castellano que empujan bajeles a países de ensueño y territorios imposibles, valerosos señores que se jugaban la vida al cubilete, que perdían o ganaban en jugadas desalmadas por cuestiones de monto o baladíes, caballeros violentos de esa edad acabada, que rayaron los mares con caminos de espuma, inventando el mundo y ganando países amasados con sangre, audacia, robos, dolores y penurias a golpes de arcabuz o de garrotes, que sea liviana la tierra de la fosa que los cubre y que Dios en los cielos los aguante, por Belcebú.
Es de noche y la luna platea e ilumina el derrote, pestañean los luceros, en la postrera carabela y cerca de la rueda del timón, que mantiene con mano firme el segundo piloto, mozalbete italiano hecho a la travesía del océano muchas veces hendido por el gran almirante, quien surge con su alta silueta corpulenta y clava los ojos en la noche con dirección a las indias, la capa batida por el viento a sotavento le azota los flancos, el permanece inmóvil largo rato y parece querer perforar las sombras.
Pregunta el segundo de abordo ¿demorara este tiempo nuestra travesía?
Si el viento empuja como ahora toda la noche en cuatro lunas llegaremos, más si se torna mal el tiempo, pasaremos por la Dios es cristo respondió el gran almirante y siguió mirando el mar embozado en su capa.
Avanzaba la nave velozmente con tremendo balance, el monótono golpear de los maderos, el silbido del viento siempre igual y el vibrar de las cuerdas adormecían al piloto asido a su rodela, soledad, cerco negro de la noche anchurosa, clarines de los vientos, guiños de las estrellas, la luna hecha de harina redonda se pulveriza sobre el mar, trozos de canciones perdidas, lugareñas, tristes y melancólicas, que angustian el alma con su apretón nostálgico.
Soledad, soledad oscuros horizontes sin fin.
Avanzan los bajeles viento en popa y el piloto dice, capitán Inglaterra clava los ojos en este piélago, corsarios Ingleses trajinan hacia allende. Rayos y truenos, dejaran sus huesos si osan pisar estas tierras que son dominios de Castilla.
Dicen capitán que hay un navío de tres puentes trajinando estos mares, luego parece que se pierde y se hunde en el mar, luego torna a salir a todo velamen.
No hables de esa manera que pareces no ser un piloto de este océano.
Frisaría los treinta años de edad don Francisco Pizarro, cuando escuchara lo dicho por el piloto Italiano, cerca de timón de proa en la carabela del almirante Cristóbal Colon, en su último viaje a tierra firme; reía don Francisco Pizarro de las supersticiones del piloto, pero como la travesía se alargaba y disminuían las vituallas y se racionase, los vientos se tornaron contrarios y el mar se encrespara y estallaran las jarcias, el velamen se rasgase y algunas vergas locas barrieran la cubierta, rompiendo la tiesta a más de uno, luego como varios murieran y la peste arrasara se arrojaban a diario cadáveres al océano, entonces las supersticiones del piloto tomaron cuerpo entre la gente, hiriendo con colores sombríos las imaginaciones, el navío fantasma de tres puentes que surcaba los mares viento en popa contra todos los vientos, que se hundía en las aguas para luego ascender y seguir viento en popa, señoreando el océano y sembrando el terror, fue por casi todos creído, visto, escuchado y palpado, versiones espantables corrían sobre el buque fantasma de navío en navío.
Rio de muy buena gana el gran almirante con las ocurrencias de su piloto, como buen Genovés y viejo lobo, don Cristóbal Colon era supersticioso y creía en fantasmas y en barcos sumergidos, en sirenas doradas de cabelleras verde Nilo que encantaban a marinos precipitándolos al fondo del tragaldabas mar cantor, creyó de cabo a rabo las patrañas de su piloto, pero nadie le disputaría el océano, ni Inglaterra ni el demonio, aunque todos los pueblos arribistas de esta bola terrosa tenían puesto los ojos en las indias.
¡Oh! Dios de dioses aquella noche oscura y tormentosa, llena de sombras espantables y ruidos tremebundos, chaparrones desmedidos, truenos y relámpagos, rayos y maldiciones, en que las olas cual montañas barrían la cubierta desmantelando los bajeles.
Esta noche espantable, por todos los Dioses del olimpo, gente desalmada forjadas en todas las maldades, todas las durezas y todos los dolores, gentes endemoniadas que dieron su alma al diablo y jugaron sus vidas en mil ocasiones, gemían despavoridos en los pañoles y bodegas, desesperados de morir esa noche tremenda tragados por el mar.
Amarrado al trinquete muy cerca del piloto que Asia su timón, don Francisco Pizarro tiritando, morado, hecho un pingajo y chorreando por todas las chorreras agua de lluvia, famélico, afiebrado, con los ojos salidos como cocos de las orbitas, Dios de los dioses, vio bien claro por el relámpago, venir la feroz carabela, catapultarse, poderoso e inmenso al navío pesado de tres puentes, velamen al viento que se acercaba.
Erizados los pelos el piloto vio venir la muerte, y creyó ver en la alta proa del navío fantasma de tres palos en claras letras su nombre grabado “la pureza” frente a Jamaica naufragaba la escuadra, desnudos, tiritando entre los pocos escapados a la hambruna del mar se encontraba Francisco Pizarro..
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