Cuando compramos la casa, la juventud brillaba y la vida parecía interminable, la mirada era extensa, hacia delante. Las palabras construían un devenir de futuros recuerdos. El recuerdo luego se transformó en una rigurosa letanía que no lastima pero enmudece. Ya han pasado cuatro años de su partida y la soledad fue tornándose un hábito. La mañana me recuerda su cara, la tarde sus manos y la noche su respiración en este silencio inevitable y desvelado. Nos amamos intensamente y la casa fue el bastión de la felicidad. Un día se fue, apresurada, sin decir una palabra, como inaugurando la afonía continua del hogar.
Se había hecho muy tarde, afuera la noche estaba fría y despejada. No había luna, y los árboles sin hojas, suavemente se movían como respetando al viento que soplaba sin apuros. El barrio en esa tranquila noche de otoño parecía una postal de algún lugar lejano. Intenté varias veces dormir sin pensar en ella. La casa a oscuras y el suave ruido de los álamos me fueron adormeciendo tranquilo e indiferente.
“El camino era sinuoso y había que andar con cuidado ya que la montaña mostraba precipicios profundos. Conducía feliz, el atardecer cálido me recordaba los abrazos de mi madre en mi niñez. Ella, junto a mí; me hablaba de esas montañas, me decía los nombres de cada cerro y de los arroyos que bajaban soberanos y sin pausa para unirse en el valle con el río grande. La calma de la montaña, el aire y el cielo limpio, hacían del viaje la vida misma. El camino llegó a su punto máximo de altura, desde allí se podía ver todo el valle, de sur a norte; lejos, bien abajo, los caseríos dispersos en la quebrada y más cerca, el cosmos que empezaba a hacerse notar como en el cuadro de Van Gogh. Las estrellas eran los ojos del tiempo; más allá en la profundidad del cosmos, hundidos en el vacío, el inicio de todo se hacía visible para nuestros ojos. La carretera comenzó a descender hacia el valle oriental y el paisaje cambió de una amenazante aridez a un bosque de altura con una profusa variedad de árboles y flores de montaña. La noche como una manta de esperanzas nos cubría dándonos la confianza para seguir. El caminó sinuoso culminó en un poblado, muy pequeño, de casas de adobe, piedra y madera de la zona. La plaza central repleta de árboles añosos, de troncos rugosos y curtidos, un mástil en el centro y en él una bandera desteñida pero orgullosa. Los faroles de las calles iluminaban temerosos las fachadas de los almacenes de ramos generales. Cosa curiosa, fue ver tantos almacenes. Detuve el coche en la única estación de servicio del caserío. Llené el tanque de nafta y decidimos, luego de refrescarnos, seguir viaje, faltaba poco para llegar a destino y la feliz ansiedad por reencontrarnos con el origen de la felicidad nos dominaba esa noche. Retomamos el viaje por la ruta que va hacia el límite este de la provincia; unos kilómetros antes de éste, se encuentra, enclavado en las sierras que anteceden la cordillera, ese pueblo tan querido y añorado. Antes de cruzar el último puente de la zona bañados, la ruta dobla hacia la derecha en una curva pronunciada. Luego, el arco de la entrada. Habíamos llegado”
Al despertarme, noté que el sol se enredaba entre las ramas desnudas de los álamos. Había dormido toda la noche sin sobre saltos. La mañana fresca me llenó de convicciones y rápidamente retomé el trabajo del día anterior. Los árboles son los testigos de un silencio atávico que habita en mi mente y en la casa. Ella es siempre igual, no importa si soñada o recordada o vivida. Ella es como el tiempo. Yo soy quien sigue esperando y escribiendo hasta que la noche vuelva a abrazarme. Se bajó del auto y me quedé mirándola. No dudó. Sin llorar esperé varias horas en la entrada del pueblo, quizá por si volvía o tal vez queriendo hundirme en la oscuridad de la noche. Ella es como el universo. Inexorable es mi vacío. Yo soy como el silencio. Soy el silencio. |