El invierno a través de la enorme ventana del departamento- 40 pisos arriba-se veía diferente que estando abajo. No lo podía explicar bien porque, tal vez porque ver caer la lluvia a contraluz del horizonte de aquella vieja ciudad industrial lo hacía especial. Ovillada en el sofá, sorbiendo una taza de café, en el piso las cuartillas del borrador de una novela que nunca avanzaba más allá del primer capítulo. Sesenta años a cuestas pesan- se dijo así misma- Completamente sola y ensimismada, sola la distraía el vuelo de algún ave solitaria que cruzaba el cielo o los relámpagos que a veces iluminaban el horizonte. Le parecía que había vivido esto antes. Esta soledad, este vacío, esa sensación de hastío le parecía tan familiar. Se acercó al gran ventanal, abrió una de las hojas y un aire vivificantemente frio le llego al rostro. La lluvia poco a poco le humedeció el rostro. Miro hacia abajo y pensó que tal vez se necesitaba un poco de valor y todo quedaría atrás. Por un instante pensó hacerlo. Pero al final cerro la ventana y se volvió a arrellanar en el sofá y empezó a escribir por enésima vez el inicio del segundo capítulo de su novela.