Buenas tardes, espero que este pequeño cuento sea de su agrado. Nota: La frase citada en el cuento es de Rodolfo Usigli, dramaturgo mexicano. Se encuentra en su novela "Ensayo de un crimen". Posiblemente les sea familiar el título de la novela y es que el gran Luis Buñuel realizó una adaptación de la novela de Usigli al cine, que a Usigli no le agradó mucho que digamos jeje. Ambos, tanto la película como la novela son muy recomendables.
“Derramar sangre”
El hombre que caminaba inquieto de un lado al otro del pequeño cuarto oscuro, fue frenado por una fuerza misteriosa, misma que le hizo elevar sus manos hasta la cabeza. Dejó de moverse. De entre las sombras se podía apreciar su silueta. Todo fue silencio y sombras.
El hombre se encontraba en un estado de concentración elevado, reflexionando la razón de su encierro. Con tanto silencio, lograba escuchar perfectamente sus pensamientos, pero la sensación de encierro le desesperaba y dentro de sí gritaba: “¿!Por qué!?” Se tranquilizó por un momento, pasó su mano por la cara sin rostro y recordó aquella frase que venía a la situación en que se encontraba; “Todos los hombres cometen crímenes, deformando naturalezas humanas, destruyendo moralmente a una esposa, a un subalterno, a un rival -Pero no todos se atreven a hacerlo derramando sangre-” El hombre no se esforzó en recordar dónde había leído tal cosa, pero se reconfortó al recordarla y creyó comprender el porqué de su encierro.
Su momento de lucidez se extendió. En aquella oscuridad y silencio, el hombre vio proyectadas sus reflexiones, como si se tratara de una sala de cine. Intentó recordar su primer crimen. De pronto vio la imagen de un niño pequeño corriendo en un parque inundado de hierbas. El niño saltaba curiosamente, imitaba el saltar de los saltamontes, intentando alcanzarlos y tomar uno para deshebrar el secreto de sus saltos. El niño logró alcanzar uno de los saltamontes, uno bastante grande. El insecto intentaba escapar, cuando el niño dio cuenta de sus patas diseñadas para dar grandes saltos. Desprendió una de las patas. Observó que aún se movía y le pareció magnífico. Procedió a desprender las demás patas con gran exactitud y curiosidad. Una vez completada la operación el niño tiró al saltamontes mutilado y observó cómo las hormigas lo transportaban a su hormiguero. De pronto con inocencia juguetona, el niño comenzó a aplastar con el dedo índice a las hormigas, una a una. Aquello le pareció muy divertido.
El hombre interrumpió su reflexión. Estaba convencido de que aquella acción no representaba un crimen, o al menos no estaba considerado un crimen por la sociedad. Sin estar satisfecho por su reflexión sobre su primer crimen, el hombre comenzó a desesperar, sentía que el cuarto empequeñecía, haciendo más trabajosa la acción de respirar. Irritado, y en un estado de exaltación, el hombre comenzó a patear las sombras. El silenció se tornó en un crepitar de furia, tronidos de rayos invisibles se escuchaban en la oscuridad. La habitación se hacía cada vez más pequeña. El hombre sintió tal presión que recordó la manera en que aplastaba a las hormigas. Un grito de desesperación salió de su pequeño cuarto, mientras tres hombres corpulentos, según la complexión de sus sombras, entraban en el pequeño cuarto oscuro. Eran los guardias de la prisión, quienes a su manera, una muy brusca y violenta, lograron calmar al hombre.
Todos esos golpes y sacudidas fueron como una bocanada de aire para el hombre, quien recobró la calma. Mal herido, con una sensación de hinchazón en el cuerpo, se dispuso a continuar con sus reflexiones. Miles de imágenes se le presentaron como un torbellino, las veía por todos lados. Recordó al perro que lanzó a un río, al niño que le robaba el dinero, la señora que suplicaba piedad ante el despojo de su dinero, su esposa violada, los ojos fijos, casi sin vida de sus hijos, una pierna cercenada, cabello y sangre en sus manos, sangre y más sangre y al final, la cabeza sin cuerpo de su esposa. Lo recordaba todo. Aquel bombardeo de recuerdos lo hizo sentir pesado, afiebrado, pero ahora todo estaba claro.
Sentado a la orilla de lo que parecía una cama, el hombre, en su pequeño y oscuro cuarto, recordó que aquel era el día previo a su ejecución. Todo le parecía injusto. Para él todos eran culpables, todos eran criminales, todos debían ser ejecutados, todos merecían castigo. El no tenía dinero, como otros, para comprar su libertad, era un injusticia. A fin de cuentas, lo único que había hecho y la razón de su castigo, era el atrevimiento de derramar sangre. La sombra del hombre permaneció inerte, hasta que se fundió con la oscuridad de su cuarto. |