Nadie tenía que ser veloz para llegar al Banco Municipal de Zapaleba. Pues no eran muchas las personas las que podían acceder a un estado financiero relacionado con esa institución. La mayoría de los habitantes de ese pueblo, luego de terminar la escuela secundaria se dedicaban a beber cerveza en alguna de las varias tiendas del poblado. Algunos pocos conseguían trabajo, precisamente atendiendo en una tienda, o en la única gasolinera del pueblo; entre otras pocas labores que se podían ejercer allí. Los que atendían en el Banco, ni siquiera eran nativos del sitio; los políticos, que tampoco pertenecían al lugar, les daban trabajo a sus amigos en la institución financiera, dejando a un lado a los originarios del pueblo que querían trabajar allí.
Zapaleba es un sínsoras con respecto a la capital del país. Y para los que nacen allí, el hado ya les ha determinado un sinfín de limitaciones que jamás podrán superar. En Zapaleba no es posible conseguir un trabajo decente en el que uno pueda manifestar su queja contra de la vida, por eso no hay ningún artista allí; los que quieran expresarse artísticamente tienen que irse a otra región para poder intentar manifestarse por medio del arte y recibir una remuneración. Para muchos de los que viven en esa zona, ilegal es no poder entrar a la educación superior porque no hay plata o porque otro azarosamente tuvo un mejor método de estudio, además de motivación y otros aspectos.
Unos pocos nativos cansados de la dictadura de la vida, decidieron atracar a sus compatriotas, los que habían conseguido con astucia vincularse formalmente a la economía del pueblo. No se sabe si esos personajes padecen de una neuropatía, y eso es algo secundario; lo que realmente importa es que ninguna ciencia pudo impedir su actividad. Era la primera vez que iban a jabear de una manera tan grande, eran cuatro hombres que se habían unido por el desempleo. Ya habían hurtado celulares en las noches allí mismo, no obstante, nunca habían hecho algo de tanta magnitud. Un día lunes sin lluvia, como casi todos los del año en esa región, fue el que escogieron los criminales, con nesciencia para la mayoría, para cometer su fechoría. Nadie sabe si este tipo de crímenes se inventaron o se descubrieron, el hecho es que existen.
A las ocho de la mañana, abrieron el banco, por la parte de atrás llegaron los dos jóvenes que atendían y la subgerente. Tres personas estaban esperando para realizar una transacción. Una mujer treintañera budista, un hombre cuarentón musulmán y una joven que acababa de cumplir los diez y ocho años unos días atrás, atea. En Zapaleba hay mucha libertad religiosa y existen todo tipo de doctrinas. Los dos pares de atracadores llegaron en dos motos al lugar; sabían muy bien que acababan de abrir y estaban listos para cualquier cosa. Los cuatro estaban vestidos totalmente de negro. Su estrapalucio no le iba a quitar el optimismo a los que no serían victimas de ellos. Las tres personas que iban a ser atendidas ya habían entrado y la primera ya estaba siendo atendida. El otro empleado estaba en su puesto de trabajo pero no iba a atender a nadie. Los mangantes se bajaron de sus vehículos, y sacaron, cada uno, una metralleta que habían encajado en la parte trasera del torso, donde empieza.
Habían estudiado que ese lunes era el día en el que almacenaban todo el dinero recogido en los últimos dos meses. Dos se quedaron afuera, a cada lado de la entrada, y los otros entraron a robar los billetes, uno le apuntó a la joven que estaba atendiendo y le exigió que lo condujera a la caja fuerte, ella le dijo que se calmara, y lo llevó hasta allá. Mientras tanto el otro asaltante se quedó vigilando que los demás no hicieran nada. Luego de unos pocos minutos, el hombre que había ido a obtener el dinero de la caja fuerte regresó con una bolsa llena de billetes de diferentes denominaciones.
La seguridad de ese banco no fue suficiente para impedir que estos atracadores cumplieran su propósito. Ya se iban a ir, cuando el hombre que vigilaba a los tres asistentes, el cajero y la subgerente, decidió, por simple adrenalina, que quería dispararles. Lo hizo adrede y alcanzó a impactar a los asistentes, al cajero no, porque se agachó y fue cubierto por la estructura donde atendía. La subgerente que estaba en una esquina tampoco alcanzó a ser impactada, pues estaba en una esquina, en diagonal derecha al asesino, y tuvo tiempo de agacharse como su subordinado. El budista recibió un balazo en el ojo izquierdo y cayó casi inmediatamente al suelo, pensando que no le había servido para nada su estado de iluminación. El musulmán fue baleado en la nuez de Adán. Y la atea recibió un disparo en el corazón, que le hizo sentir un dolor tan grande como si se le hubiera puesto encima un rascacielos en la zona del pecho. Los tres murieron antes de que se pudiera llamar a una ambulancia.
Posteriormente los atracadores huyeron en sus motos. El más contento fue el que había matado, pues en su escala egocéntrica de delito, era más satisfactorio matar que robar.
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