La peluda esfera amarilla pesaba como plomo sobre la palma de la mano luego de casi cuatro horas de lucha. La otra mano balanceaba una raqueta que prácticamente se movía por inercia, indiferente a los gritos de los miles de aficionados que repletaban el coliseo olímpico, y a los millones de compatriotas que tras el televisor, hipnotizados, a miles de kilómetros de distancia, con el corazón en la boca, paralizaron la ciudad para apreciar la gesta heroica, inconmensurable, imperecedera del esmirriado gladiador que cual David intentaba sobreponerse a sus limitaciones físicas para cubrirse de gloria eterna.

Miró nuevamente la pelota y la hizo botar con suavidad en la carpeta de cemento. En el estadio las voces se habían acallado y el silencio era solemne. Alzó la pelota al cielo y con un violento raquetazo ejecutó un servicio perfecto al cuadrilátero del rival quien respondió forzado enviando la bola ancha. La catarsis que se produjo a continuación es difícil de decribir sin sentir que la piel se eriza y los ojos se humedecen. Nicolás Massú había alcanzado la gloria olímpica para él y todos los chilenos, para todos aquellos nacidos en una franja angosta y larga de tierra empujada por el mar hacia la imponente cordillera. Para todos ellos, hambrientos de triunfos y reconocimientos, ignorados por el mundo, aislados y sufridos. Para un país no acostumbrado a los triunfos mundiales. Para todos ellos y sus posteriores generaciones por los siglos de los siglos venideros quedará brillando el oro olímpico conseguido a la manera de los grandes, sobreponiéndose al cansancio, al dolor, a la derrota inminente junto a Fernando, su partner de toda la vida.

Gracias Nicolás, gracias Fernando por esta alegría majestuosa que nos viste a todos con este ropaje de gloria, que nos permite a todos sentirnos orgullosos de haber sido partícipes de esta epopeya que se contará por siempre como el hito deportivo más significativo de nuestra historia.