Sonaba en lontananza un ruido como a zambombas. Más tarde supe que se trataba de música house. Pero, para nosotros, para entendernos, se trataba de una zambomba. Uno durante su vida- pensaba Hurtado- había asistido a muchos revaival como para pensar que había nada nuevo bajo el cielo. Que ya lo decía Nietzsche con lo del eterno retorno. Volvían las ideas como si se tratara de golondrinas a los mismos lugares a anidar. Y por más que se quisiera decir, lo sustancial formaba una rueda pesada gruñendo en los goznes que discurría sobre parecidas trías de los caminos. Pero tampoco había que caer en la contemplación- creía Jacinto- por ser el camino más rápido hacia la esclerotización y su compañera fiel: la muerte. Unas civilizaciones sucedían a otras igual que los abuelos a los nietos, pero no por ello había que pensar que uno lo sabía todo, ni decir categóricamente que aquello que sonaba era una zambomba. Es decir, que la prueba de la cordura estaba en el cóctel que formaba lo que uno decía y lo que callaba. Alguien que se empeñara en afirmaciones categóricas demostraba poca razón. Quizá por ello, Jacinto Hurtado, sólo abría la boca para comer y para afirmar algo de lo que estuviera completamente seguro.
Dadas las circunstancias, cuando Jacinto Hurtado dijo ser Dios en aquella reunión familiar era sencilla y llanamente porque estaba completamente seguro.
Jacinto Hurtado era ufano poseedor de una gorra que tenía la virtualidad de trasladarlo a paraísos soñados. Era calársela y ahorrarse un montón de dinero en viajes y hoteles. Como tal prodigio temía que por usarla a menudo fuera a perder los efectos, por lo que la tenía a buen recaudo lejos de las miradas indiscretas y usándola exclusivamente cuando era total y absolutamente necesario. Esto es: cuando necesitaba unas vacaciones.
Aquella gorra de veranear se la había regalado un amigo suyo hacía muchos años por lo que estaba gastada por el uso. La primera vez que reparara en aquellos efectos fue poco tiempo también después del regalo. A veces pensaba que aquella maravilla se debía exclusivamente al uso espaciado que hacía de ella más que a cualquier tipo de virtualidad intrínseca por lo que cuando necesitaba cubrirse la cabeza lo hacía con otra u otras de una manera indistinta que tenía en uso o bien para protegerse del frío o de los inclementes rayos de sol que es para lo que se quiere normalmente una gorra.
La gorra de asueto desplegaba todos sus efectos bajo ciertas condiciones, como fueran la de preferir el exterior a los espacios cerrados, el día a la noche y, en general, los meses cálidos a los del frío invierno. Con ello había logrado acceder a playas caribeñas de aguas cristalinas y había deambulado por montes vírgenes e inexploradas estepas con una sensación de realidad tal que se le erizaba el vello en algunas ocasiones. Desconocía los mecanismos por los que operaba aquel efecto pues no había oído ni leído nunca nada parecido. Aleatoriamente aquel utensilio mágico te situaba de pleno en cualquier apartado lugar paradisíaco sin que fuera tampoco posible, desgraciadamente, ninguna programación previa. Desconocía también Hurtado si sus efectos se circunscribían a su persona o eran extrapolables, pues la quería para él solo no habiendo hecho partícipe siquiera a alguien. No obstante le comía la duda y la había probado sobre un gato que tenía por ver si a través de alguna reacción que tuviera el animal pudiera reflejar aquel efecto, pues había llegado a pensar que todo era producto de su soledad y que aquellas experiencias no hacían sino la prueba de tener algún pie fuera de la cordura.
Jacinto Hurtado temía avanzar demasiado por si acaso se perdía. Ni siquiera literariamente se aventuraba en terrenos desconocidos. Viajaba con la gorra pero algo le decía que no debía abandonar la playa de la isla en la que la gorra lo había depositado. Deseaba hacer un recorrido y adentrarse en la lujuriante vegetación, comprobar por sí mismo si la isla estaba habitada, y sin embargo de la playa no pasaba haciéndose enteramente visible hasta que se descubría. Pensaba que sólo así podía garantizar su supervivencia, pues J. H. se aferraba a la vida sin ningún tipo de desprendimiento, como temiendo de alguna manera que lo quisieran echar. Extraía el hombre tal consecuencia de ciertos signos externos que pugnaban contra su tranquilidad y sosiego y que más bien podían interpretarse como vestigios evidentes de falta de educación y nada más. La existencia de Hurtado no había sido placentera. Sin haber vivido situaciones extremas derivaba tal conclusión más bien por las carencias que por otra cosa. No había tenido demasiada oportunidad de traspasar aquel erial de playa a que le conducía la gorra.
Aquel hombre estaba harto de hacer solitarios pero, por otra parte, podría encontrarse peor. Se planteaba en esos momentos que lo importante no era lo que hacía sino lo que podía hacer. Pensaba que igual que estaba con el ordenador una y otra vez intentando la cuadratura del círculo, igual podía hacer o dejar de hacer cualquier otra cosa en cualquier otro radio de acción. En realidad la única limitación importante con que contaba era la monetaria. También le preocupaba que la vida pudiera degradarse sin su atenta y vigilante presencia. Sostenía igualmente que cualquier género de exceso era inevitablemente tarde o temprano desembolsado. Por lo que seguía con el juego del solitario que lo sustraía de sus problemas y ayudaba a ordenar sus pensamientos sin plantearse las mieles o placeres en que podían o no estar enfrascados los demás. A veces- pensaba- era bueno no tener excesiva imaginación.
El origen de los males de este mundo, creía a pies juntillas, estaba en las papilas gustativas y la afición por lo dulce que creaba una ilusión en el cerebro que era menester confirmar. Y lo avisaban los problemas dentarios de una manera que no podía ser más clara: las caries consecuentes a tal afición. Por lo que no podía ser bueno entregarse a tales mieles, ni inmiscuirse en asuntos a los que no hubiera sido convocado. Parece que la sabiduría popular tendía a hacer una identificación entre ambas circunstancias utilizándose el sustantivo “chusma” de manera indistinta para hacer referencia tanto a personas glosas como para mentar a la gente con afición a la asistencia a decapitaciones y cosas por el estilo. El hombre circunscribía ambos elementos al mismo hecho y situaba su origen en las papilas gustativas. Jacinto Hurtado había renunciado ya en su madurez a todo dulce pues estaba convencido de que existía tal vinculación. Que se empezaba por unas natillas y se acababa pidiendo la cabeza de algún luchador por la libertad mayormente y gente inocente en general. Era una de esas cosas que se van sedimentando con los años y que empiezan a tomar valor de autoridad a fuerza de ir abriéndose hueco en el acervo colectivo. También estaba convencido de que acababan en el cadalso espíritus exquisitos que no habían querido contemporizar con el poder antes que individuos de cualquier otro género. Que no existía mayor síntoma de egregitud que el haber acabado de tal guisa los días. Lo que no quería decir que estuviera dispuesto a utilizar cualquier medio para salvar el pellejo.
Por ejemplo no estaba dispuesto a la delación ni a nada que lo degradara o atentara contra su dignidad y la de los otros pues estaba convencido de que lo importante era guardar las formas. Que guardando las formas estaba salvada la convivencia por lo que había que tener mucho cuidado con las papilas gustativas y las aficiones a escuchar detrás de las puertas.
Jacinto Hurtado tenía una escala de valores y unos gustos y preferencias y aunque no era delicado para el comer tampoco le iba un trágala constante aunque era enemigo de la violencia. Hurtado gustaba que la atención se cifrara en los otros que le permitiera llevar una vida discreta soportando la menor presión posible.
Jacinto Hurtado quería que para los otros su vida consistiera en un capítulo en blanco y ser dueño absoluto de una rica experiencia intra muros. A tal efecto su auténtica expansión era consigo mismo con un fondo de música celestial. Deseaba llegar a un éxtasis que lo catapultara a las más altas cimas de la egregitud, lo que en algunos sectores le había granjeado fama de egoísta abonado a las doctrinas del solipsismo. Jacinto Hurtado estaba a punto de decir, después de afirmar que era Dios, que sólo él, su pensamiento y su figura eran la verdad, pero un hecho aparentemente insignificante lo contuvo. Desde la posición que ocupaba en el banquete y a través de una puerta semiabierta vio las largas piernas de la camarera en toda su extensión que se había agachado a coger algo del suelo. Sólo por eso, aquel discurso fue tomado como una chifla de Hurtado en lugar del producto de un loco que hubiera derivado de la exposición de la segunda parte. Los ojos- ávidos de realidad- se ve se habían visto colmados con aquella visión instantánea habiéndole evitado probablemente un disgusto. Comprendió Hurtado entonces por qué cordura y discreción no eran términos antitéticos. Una persona discreta sin aspavientos era fácil que lograra instantáneas como la de la recepción antes que otra que fuera anunciando sus pasos a bombo y platillo. Lo que a la postre revertía en andar colmando de curiosidad y evitar las mentiras que inevitablemente van conexas con la pregunta. Cuando Jacinto Hurtado pronunció Dios, se contuvo de lo restante, pues aquellas largas piernas pulsaron un interruptor en su cerebro.
Momento memorable en la historia de Jacinto fue cuando su padre le dio un par de besos a lo Judas. Por tal arte de birli- birloque y en función de tal representación tenía todo el camino allanado para subir igual que el nazareno a los cielos. Hay quien se empeña en la deriva de tales acontecimientos como si se tratara del sino y el dogma inexcusable por el que todo bicho viviente haya de pasar. Hurtado creía que quienes se aferran a la doctrina es porque se la quieren apropiar para que no funcione en sus cabezas, por lo que no dio ninguna relevancia a aquel gesto paterno que casi tomó a chufla. Estaba convencido de que la historia avanza y no se repite en círculos concéntricos y que si existe algo de lo último no se debe al funcionamiento único e inexcusable arquetípico sino a la falta en general de imaginación. Le resultó curioso que su padre le besara la mejilla y en algún rincón de su cerebro se metió el gesto de Judas de que tan prolijamente se nos hablara en la infancia. Que parece que en la historia no hubiera pasado otra cosa que Iscariote repartiera ósculos. Luego se dice que se suicidó. Por lo que de alguna manera Jacinto se veía protegido contra tales denuedos pues el beso no lo había propinado él. Lo suyo en función del esquema era el escarnio público, pero una y otra vez fallaban los planes y la villa no se convertía ni lo más remotamente en un trasunto de Jerusalén.
La pasión y muerte de Cristo como el origen de la ópera.
Jacinto Hurtado estaba convencido de que el Nazareno terminó como lo hizo por querer saltarse el mito griego de Edipo y para nada quería competir con los afanes y denuedos de la hembra. Desde que se había desarrollado la mano prensil no era menester más que un poco de fricción e imaginación evocativa para salir del paso. Lo demás- pensaba Hurtado- es literatura. Sin embargo- creía también Jacinto- no era bueno hacer demasiado acopio de trucos y otras sustituciones que también podían dar al traste con la aventura de la supervivencia. Era casi mejor convertirse en un auténtico crápula que en un falso virtuoso. Por eso evitaba llevar una vida en exceso societaria, por no entrar en la falsa virtud pues no tenía mimbres de crápula. Estaba convencido de que la estulticia era el mejor pasaporte para ganarse el cielo y no quería hacerse pronto inquilino de tal morada. También admitía la mala suerte. Para nada era determinista y pensar que era obra de Dios impepinable cualquier desgracia le daba de lado y menos sacar conclusiones sobre castigos divinos consecuentes a la inobservancia de los mandatos. Por lo que en resumidas cuentas su filosofía se cifraba en la inteligencia y la mala suerte. En general la mala suerte era que no lo quisieran y buena lo contrario en lo que no introducía para nada cualidades morales algunas sino más bien monetarias. Tampoco pensaba que el capital fuera sinónimo de virtud ni de todo lo contrario. Para él era una afición como otras muchas tratar de hacer acopio de estampillados del Rey o lo que fuera. Una afición que reportaba, al menos aparencialmente compañía y calor humano. Es decir los enemigos acérrimos de la literatura. A quién importaba la literatura. Pero, por otro lado, pensaba que qué era la literatura. A quién importaba la literatura. Por lo que en conclusión la vida era básicamente ignorar la literatura, que era precisamente lo que a él lo sustraía de la sociedad con lo que evitaba ser un falso virtuoso y pasar a engrosar directamente el capítulo de odios de quienes le rodeaban. Pensaba que siendo pobre no había más remedio que ser un astuto para no ser demasiado odiado que era también otro pasaporte importante para coger el camino de Tumbaville. Pero que tampoco se tenía que notar la trampa. Por tanto se veía una excepción en un mundo gobernado por la apariencia y pensaba que lo único que necesitaba para ser feliz era en el fondo lo que él no quería publicitar que no era otra cosa que lo viniese a recoger una chica en coche a su casa.
Hurtado había llegado a la conclusión de que escribía para enmascararse a sí mismo sus pensamientos. De tal manera que alguien que leyera sus escritos se llevaría el positivo de su realidad a través de unas páginas que en principio habían sido trazadas para todo lo contrario, para ocultar. Si en realidad hubiera querido escribir lo que realmente pasaba por su cabeza y por su vida debía de haber tenido una caja fuerte para garantizar que aquel contenido no cayera en manos indiscretas. En el fondo Hurtado era un completo desconocido para sí mismo. Quizá de haber contado con una caja fuerte podría haber tomado algo de conciencia de sí. Por lo que la esencia de Jacinto consistía o podíamos decir en resumen que era la de un hombre con una carencia: una caja fuerte, que le permitiera narrarse a sí mismo con discreción absoluta. Como tampoco podía pagarse un analista la única alternativa que tenía así, a primera vista, era la de repostar pacientemente en alguna barra de bar. Tampoco le seducía. Había resuelto llevar una vida alejada lo más posible de la vicariedad. Con representación particular per se, con independencia de moldes establecidos y al margen de opiniones suscitadas. Y todo, pensaba a veces, por no disponer de una maldita caja fuerte, tenía que ir por ahí dando tumbos con la única compañía de moscas y de mosquitos. Si algún día tenía descendencia la primera enseñanza sería aquella: hay que disponer de caja fuerte. El primer sustantivo que aprenderían sus hijos sería el de caja y el primer adjetivo, fuerte, pues entendía que no era fácil tener su aplomo para mantenerse al margen de aquellos refugios de soledad- y alcohol- que era un bar.
Con tanto polvo del camino, las figuras humanas se desfiguraban hasta el punto de hacerse irreconocibles a un par de metros de distancia.
Aquella romería estaba llena de gente y sol. Se salía al camino como desperezándose abandonado la osera tras la larga hibernación. Jacinto Hurtado no profesaba religión alguna como no fuera la del estudio y la reflexión, el sacrificio en el ara de la ciencia y sobre todo le parecía totalmente estúpido adorar a algo o alguien medio persona medio instancia superior. Habría preferido más bien el dios del viento o el de la tormenta. A Hurtado le gustaba particularmente el ambiente después de una tormenta de verano. En medio de aquella polvareda del camino avanzaban los romeros sin que fuera fácilmente distinguirse como a los más enmascarados colaboracionistas. Eran gente llana con ganas de darse un paseo y gritar vítores apretando un poco la bota. Daba igual como se llamase la virgen y lo milagrera que fuera. De no haber consistido la romería en una masa más o menos organizada hubiera sido tenido por loco quien se hubiera mostrado de tal guisa por el campo. No obstante arropados dentro del conciliábulo en un anonimato al que contribuía el polvo que levantaran, daba igual lo que gritaran. En realidad era probablemente una experiencia límite y fuera de los niños, que vivían aquello como una costumbre sin más, era un acto de coquetería con la locura en el mejor de los casos, un ejercicio de engaño en otros, otro de amor en algunos y un experimento sociológico para Hurtado. Los que más gritaban probablemente fueran- pensaba Jacinto desde el sillón de su casa- los que más tenían que ocultar.
Jacinto Hurtado aceptó la última proposición de su corazón, cogió las llave, la billetera y se fue a dar una vuelta. En el camino se encontró a gente de la más diversa catadura. Hizo cuentas y estaba dispuesto a admitir hasta tres desaires. Con el tercero daría media vuelta y se regresaría. Pero, extrañamente, aquel día parecía un ser etéreo, casi invisible, en el que nadie reparaba.
Sostenía que la intención maliciosa no existía si no que todo eran grados de culpa por lo que no prestaba de continuo caso a las afrentas gestuales. Mantenía que el crimen era siempre la obra de alguien que había perdido la paciencia. Por tal circunstancia aquella indiferencia nueva le contrarió más que las oscilaciones que le provocaban antes de aquella invisibilidad repentina. Era la calma que precedía a la tormenta- diagnosticó en un rapto de cordura.
A diferencia de la mayoría, la excepción en Hurtado era la cordura. En general sus pensamientos estaban presididos por cierta alogia que se veía repentina y ocasionalmente interrumpida. También en la primavera le venía escozor de ojos por no se sabe qué suerte de agente vegetal, pero esto pensaba no era demasiado grave.
Después de aquel breve recorrido encontró una sensación nueva como nunca experimentara. Había desaparecido en él toda presión. Era un hombre nuevo. A través del escaparate de un bar pudo comprobar que toda aquella indiferencia no se debía a haber alcanzado algún grado de invisibilidad pues el espejo daba cabal cuenta de su corporeidad. Había pasado a dejar de ser siendo. Pensó que aquella sensación podía ser la misma que deseara para sí un muerto. Esto es, con todas las ventajas de la vida sin los inconvenientes que para los otros da siempre la existencia de uno. Jacinto Hurtado aquel mismo día había dejado de ser para la concurrencia, llegando a una conclusión igual de novedosa: contrariamente a lo que pudiera parecer era uno de los pocos que trabajaban. Hasta entonces había pensado que su vida estaba presidida por un ocio patológico a diferencia del resto de la gente que llevaba una ocupación laboriosa. Con la total indiferencia hacia su persona descubrió que en general lo que se perseguía era parecer atareados mayoritariamente y que el secreto de la existencia era no mover un dedo en expensa de que fueran los otros quienes nos lavaran la vajilla.
Si alguien tenía una ocupación que le resultara mínimamente interesante había que pugnar una y otra vez por hacérsela difícil. Jacinto Hurtado, no obstante, aguantaba, porque una vez más lograda aquella epifanía iba a sonar a cachondeo. Había llegado a la conclusión de que los problemas del mundo radicaban en el acaparamiento de la apariencia de trabajo.
Mientras se calentaba el agua de un cazo que había puesto al fuego, pensó que la vida le sonreiría esta vez.
En un edificio de aquéllos que daba la tele se estaba decidiendo su vida; a cientos de kilómetros del villorrio en que Jacinto Hurtado se encontraba, se determinaba su destino y fundamentalmente si iba a vivir o a morir y en qué tipo de circunstancias. Si iba a terminar la novela o si la historia se vería truncada en espera de mejores argumentos. Y no era que su sien iba a ser perlada por un orificio sanguinolento- que también- si no fundamentalmente si iba a encontrar un trabajo digno o si se tendría que morir de asco en algún rincón o en medio de una habitación, que para el caso es lo mismo.
Su historial estaba siendo analizado concienzudamente pero sobre todo eran las referencia personales las que interesaban a efectos de su colocación. Si se trataba de una persona recalcitrante o molesta o si reunía las condiciones de colaboración con aquel grupo.
Mientras, Jacinto, desconocía profundamente que su vida estaba siendo analizada con tal denuedo. Es más ni siquiera había concurrido a plaza alguna pues ya se había perdido la esperanza de llevar una vida ordenada laboralmente sujeta a horarios y encaminada a la producción de bienes y servicios. De hecho hacía más de tres años que había dejado de enviar su historial a las empresas. Sus circunstancias, se ve, no encajaban por unas razones u otras y había pasado con más pena que gloria o con absoluta falta de gloria por la vida laboral. A Jacinto Hurtado el mercado lo había situado extra muros en una posición mendicante lo que de alguna manera predicaba su excepcionalidad. El mercado era Dios y él el ángel caído que no tenía más ocupación que la de emplearse una y otra vez contra el folio en blanco de lunes a viernes y de sábados a domingos. Consciente de que allí no había sustrato estilístico ni nada para pasar a la historia de la literatura, pero con alguna esperanza minúscula de que en un futuro fuera moda aquel conjunto de aporías. Ni tenía amigos ni realizaba viajes, ni usaba drogas por lo que el material de sus escritos era una suerte de lamento prolongado una y otra vez sin final aparente que se ve tenía algún efecto balsámico. Era una literatura en suma, de morderse la cola, en la que repentinamente, de vez en cuando, surgía algún hallazgo que le alegraba el día.
Nada que ver con las ocurrencias propias del uso de psicotrópicos y en contacto con la vida de la calle y la excitación que produce siempre la compañía. En vierto modo Hurtado era el único superviviente de una casta a punto de extinguirse que pugnaba por subsistir denodadamente en medio de un mercado cuyos gustos se alejaba diametralmente de las aptitudes suyas.
Pero Jacinto no estaba dispuesto a jugarse la salud en aras de un hipotético éxito cuyo camino estaba lleno de víctimas que no había podido llegar. Era sucintamente el productor de unas historias anaalcohólicas.
El hombre era un astuto que hasta estaba mareado de serlo. Al final pensaba que los astutos eran los otros que tenían tal poder sobre su persona. Buscó sinónimos de marear y no los encontró en su diccionario mental, pero acudiendo al de papel lo vio: aturdir. Era eso; de eso se trataba. Aquel poder era de los otros y el efecto la capacidad aturdidora. Había probado de infinidad de formas. Pero de una u otra manera acababa siempre con un incipiente aunque suave dolor de cabeza que en cualquier escala médica y de acuerdo con los criterios que manejaban los médicos no habría pasado de mareo.
Miró el reló y vio la hora. Se congratuló el hombre de tener relog. Pensó que al menos en eso tenía autonomía. También se contentó de tener un techo con que guarecerse del frío y de la lluvia. También de los soles abrasivos del verano. A cambio él ofrecía su resistencia. Estaba convencido de que con aguantar entre todo aquel cruel mundo se estaba dando prueba de alguna virtud. No creía en nada ultra terreno y quizá por ello tenía la convicción de que había que resistir, que todos los inventos trascendentes no tenían otro fin que el de ir esclareciendo el ambiente. Así había menos concurrencia y la satisfacción- aunque estuviera mal decirlo- por ver desfilar inocentes al encuentro de Dios engordaba. No quería que nadie engordara a su costa y aguantaba con la fuerza de los desesperados haciendo fuerza apretando los dientes. Todo lo demás era cinismo y creía que quizá la gente como él eran los mayores creyentes.
No considerándose un ingenuo, tampoco tenía una imagen propia de excesos en materia intelectiva. Eso sí, pensaba que en cierto modo llevaba mayormente la suerte de su parte. Cómo si no se explicaba que siguiera vivo en aquel mundo tan hostil. E incluso con obra, apostillaba. Obra literaria. Había ido acumulando una serie de escritos y últimamente le era prácticamente indiferente que lo conociera el gran público. Disfrutaba sólo con el hecho de ver que cada vez hacían más bulto sus escritos en el estante. También tenía una esperanza: la de lograr que cuando él dejara de ser, alguien recogiera aquel volumen y lo leyera con un mínimo de interés. No pedía otra cosa. En realidad estaba hablando ni más ni menos con aquello, del amor, aunque sin saberlo probablemente.
Creía que todo aquel bagaje cartulario cobraría sentido después de la ida, hasta el punto de que la iteración sería incidencia y todas aquellas aporías dispersas el fruto de un hombre solo y sólo.
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