MAL PRESENTIMIENTO
No sé porqué, pero esa noche tenía un mal presentimiento; sentía que algo iba a salir mal en el trabajito que habíamos planeado y que íbamos a llevar a cabo esa noche. Lo presentía. Y fue por eso y no por otra cosa, por cobardía, por ejemplo, como se dijo después, que de entrada no más le hice saber al Bachicha que yo no formaba parte del paquete esa noche, y ante las preguntas y las puteadas de arriba del Gordo, puse como excusa que tenía que encontrarme con una mina, justo esa noche. Claro que el Bachicha no me creyó, pues, nunca antes me había visto salir con una mina, y por eso tuve que jurarle mil veces que esa vez era cierto, que me tenía que encontrar con una mina, Gordo,…¿Y cómo se llama? Lola…una negra que conocí en Exclusivo el otro día… ¿Y dónde tenés que encontrarte con ella, culiao?...En el parque, cerca de la rotonda… ¿Y qué vasé con ella? ¿A dónde la va llevá?...No sé, vamos a dar unas vueltas por ahí, a comer algo, y si se dan las cosas me la llevo al mueble. “¡Qué grande, Jetón!”, se tragó el verso Bachicha, pensé. “Pero ya sabés, la próxima no te hagás el boludo.” “Está bien”, le contesté, y me fui a casa.
Al rato me encontré con el Rengo Beto, que, efectivamente, era rengo de una pierna. Había quedado así luego de un choque que tuvo con su moto. El Rengo era una especie de lugarteniente del Bachicha, y nos habíamos criado en el mismo barrio, en Floresta, pero amigos, lo que se dice amigos, no éramos. De todos modos, yo le tenía más confianza al gordo Bachicha que al Rengo.
El Rengo me decía que habían quedado en encontrarse esa misma noche, a las diez, en la plaza Yrigoyen. “Recién vengo de verlo al Bachicha”, me dijo el Beto. “Si, yo también hace un rato estuve con él”. Sobrándome con la mirada, me dijo: “Me contó que vos te borrás para esta noche… ¿es cierto?” “Y…si…lo que pasa es que tengo que salir con una mina, justo esta noche. Si me hubieran dicho antes, yo podía…” “…Dejáte de joder, Jetón, a mí no me tomés por pelotudo. ¿Qué te pasa? A mí no me mientás”, me dijo el Rengo, convencido que me conocía de pies a cabeza.
Con el Rengo Beto habíamos hecho hasta ese entonces varios trabajos juntos, chicos, que no alcanzaban para nada, desde robar paquetes de cigarrillos en los kioscos hasta hacernos cagar a piñas con otras barras del barrio; y si bien, como dije, no éramos muy amigos, el Beto creía que me conocía hasta mis pensamientos; él pensaba que sabía cuando yo le mentía o cuando le cantaba la justa. Así que ese día, en que él me reprochaba el hecho de que yo no formaría parte de la jugada de esa noche, y mientras me puteaba y me trataba de cagón, me miraba con cara de canchero, como el tipo que se las sabe todas y que nada del mundo, de nuestro mundo, se le pasaba por alto. Pero insistió tanto en esa pose que tuve que decirle la verdad: “Tengo un mal presentimiento”, le dije. “¿Qué?”, el Rengo sonreía. “Creo que hoy nos cagan, digo, los cagan, porque yo no voy. Ojalá me equivoque y no pase nada”. “No seás lechuza, hijo de puta”, atinó a decir el Beto, pegándome un chirlo en el marote, un chirlo paternalista, de onda.
Pero al final me entendió, creo. “Ta bien, Jetón, andá no más y quedáte tranquilo que no va a pasar nada, pero ya sabés, la próxima no te hagás el boludo…y buscáte una mina en serio, culiao”.
Le desee suerte, de corazón, pero sabiendo que algo les iba a pasar. Ustedes dirán y si lo sabía, si sentía esa convicción tan enorme de que algo malo les iba a pasar por qué no los detuve de cualquier manera…y bueno, qué se yo, no soy muy bueno hablando y menos intentando convencer a alguien, y menos que menos a estos muchachos, que se la juegan siempre, sin importarles nada. Hay que tener las palabras justas, oportunas, y yo no las tenía. Y listo. Los muchachos, después de todo, se saben cuidar solos y bien. Nacieron para eso, creo, para correr siempre, con la vida por detrás mordiéndoles el culo, para correr y correr siempre detrás de algo que les dé sentido a sus vidas, a nuestras vidas, correr perseguidos por la cana y por otro cualquier hijo de puta parecido, como los periodistas.
Hablo en primera persona porque me siento parte de este merengue. Nací y me crié en ese ambiente de miseria, angustia y resentimiento, al igual que el resto de los muchachos. A todos nos hubiera gustado triunfar en la vida, como jugadores de fútbol, por ejemplo, y ganar así mucha guita, jugar primero en San Martín, de San Martín pasar a algún equipo grande de Buenos Aires, romperla ahí y que te vendan a Europa…aaah, qué vida sería esa. Y que las minas se te regalen, que se hagan mierda entre ellas por tocarte, por tener un recuerdo tuyo. Eso nos hubiera gustado. Y que a nuestras familias, a nuestros hermanos y hermanas, a nuestros hijos, nunca les falte nada. Pero aquí estamos, en este templo de esquina, haciendo lo de siempre, lo que aprendimos desde chiquitos mirando y admirando a nuestros mayores, picoteando de las sobras de un plato y de ese plato pasar a otro tan miserable como el anterior. Porque nunca es mucho lo que se saca, no vale tanto como para salir de pobre. Y así a veces son diez, veinte, cien y hasta quinientos mangos lo que hay que repartir. Es para los puchos y la cerveza en la esquina y para algo que se deja en casa para la olla. Y en esa esquina se planea, se recuerda, y se vive algo de afecto.
Mire, para dar un ejemplo de lo que digo, que yo recuerde, lo máximo que conseguimos hasta el día de hoy son unas setecientas lucas que le sacamos a un viejo puto, y que nos tuvimos que repartir entre cuatro. Esa vez fuimos, me acuerdo, a un boliche de trolos, de trolos gordos y veteranos con algo de guita en sus bolsillos dispuestos a bancar a un pendejo a cambio de sexo.
Esa noche el Seco, un flaco flaquísimo de Villa Piolín, se hizo levantar por un pelado que andaba a gamba y que vivía cerca del boliche, a unas pocas cuadras; por detrás de ellos íbamos nosotros tres, el Bachicha, el Rengo y yo, siguiéndolos, como lo habíamos planeado. La cosa era así. Como el Seco era el más pintón de todos, él era el que se encargaba de levantar o de hacerse levantar por algún trolo; tenía que buscarse uno que tuviera departamento o casa y que viviera solo, y, una vez ya logrado ese comedido, es decir, ya dentro de la casa, él, me refiero al Seco, tenía que insistir en que el puto dejase la puerta abierta, sin llave, como condición ineludible para cogérselo, aparte de algo de guita de tarifa, como para que no sospechara el maricón que el Seco lo hacía por deporte. Mientras tanto, nosotros debíamos esperar unos quince o veinte minutos afuera, cosa de dar tiempo al Seco y al puto de que estén en bolas y en plena acción. Y luego sí, entrábamos nosotros, amparados en la oscuridad y el silencio de la noche.
Era una casa vieja, con el revoque de las paredes que ya se caía solo, y con pocas habitaciones; y como quedamos, la puerta estaba sin llave. No diré la calle donde quedaba la casa para mantener algo de discreción, pero era en el centro, barrio sur para dar más datos. A mí se me hacía que el puto tenía la costumbre de utilizar esa casa como bulín, por los pocos muebles que tenía. La cuestión es que cuando entramos en la pieza el Seco estaba encima del trolo, que estaba desnudo y boca abajo, posición que no le permitía ningún tipo de reacción. ¡Qué cago de risa fue verlo al Seco agarrándolo fuerte por la nuca al trolo y con la pija afuera!
- ¡¡¡No me peguen, no me peguen!!!-, chillaba el puto, que no era de mucha guita como parecía. Revolvimos la casa entera, que como mencioné no era muy grande. Del bolsillo del pantalón que estaba usando le sacamos cerca de cien pesos y monedas, y de un cajón del ropero, dentro de una bolsita verde, como las de coca, bien enguilladitos, encontramos unos seiscientos mangos.
El Bachicha se llevó también algunas camisas; las puso dentro de una bolsa plástica, como las del súper; el Rengo, por su lado, se adueñó de un par de vaqueros, a uno lo sacó del lavarropas; y tuve que frenar al Seco, puteadas mediante, para que dejase donde estaba un televisor, pues, le explicaba, era fácil de adivinar de dónde provenía el artefacto si algún comedido de la cana, que nunca falta, lo viese cargándolo por la calle a las tres de la mañana…era de boludo el Seco. Mientras esto pasaba, el puto estaba tendido en la cama boca abajo, desmayado, o por lo menos eso creíamos en ese momento. La verdad, no sé qué habrá sido de él.
Yo por mi parte, además de la guita que me correspondía, logré sacar unos libros que el trolo tenía bien acomodaditos arriba del respaldar de su cama en unos estantes de madera. Los puse en una mochila. Me llevé como ocho libros; ahí estaban Borges, Cortázar y otros autores consagrados, que fueron a parar, algunos luego de haber sido leídos, a Los Primos, en donde yo tenía la costumbre de vender libros y revistas.
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“Cayó la banda del gordo Bachicha”, apareció publicado unos días más tarde en La Gaceta, en un informe que no era muy extenso ni muy exacto. El periodista hablaba de un duro enfrentamiento ocurrido entre la policía y una banda de delincuentes, que se produjo cerca del local bailable Metrópolis. La balacera, “impresionante”, como remarcaba el artículo, produjo, y ojo con esto, graves heridas en dos de los cuatro malvivientes y heridas leves en un efectivo de la policía…y yo no estaba ahí, y tampoco estaba con una mina, como le dije al Bachicha.
Eso yo lo leí cerca del mediodía, dos días después de haber ocurrido el hecho; pero en el barrio la noticia ya se comentaba antes, y como casi siempre sucede, la realidad era bastante diferente a la que contaba el diario. Pero esa ya es otra historia. Lo cierto era que para los comentarios de la gente decente de la población, los muchachos eran unos demonios, unos desperdicios sociales, lacras, ratas, inmundicias…el Gordo, el Beto, el Seco y el Pecoso. El Pecoso fue quien me había suplantado aquella noche. No lo conocía bien, sólo lo había visto un par de veces en el pool del Bueno, que quedaba a la vuelta de mi casa y era en donde se juntaba lo más selecto del barrio.
Si, el diario los mostraba como unos verdaderos ejemplos de nada, de vida joven desperdiciada y tirada por el inodoro; pobres diablos que no les gustaba el trabajo, vagos y mal entretenidos, cuatro sinvergüenzas que deshonraban a nuestra sociedad, cuatro hijos de puta más que estaban en cana, matenlós, “haganlón” mierda, exigía una señora gorda por la tele, que también pedía que ya era hora de que vuelvan los militares.
El Bachicha y el Pecoso estaban detenidos en el hospital; el Rengo y el Seco en la comisaría octava, encerrados en un calabozo cuyas comodidades y confort todos, o por lo menos gran parte de los changos del barrio, conocíamos a la perfección. Dicen que el Rengo llegó a intimar con un travesti en su estada, pero esa es ya otra película.
Ninguno de los cuatro mencionó mi nombre ni mi apodo, a pesar de los golpes recibidos durante los interrogatorios. Eran ellos y solo ellos. Menos mal; no me gusta la cana y menos su casa. Al gordo Bachicha tampoco, al Seco menos, pero al Rengo…él alardéa con cada caída; utiliza cada metida en cana como una medalla más que le otorgan por ser cada día más hijo de puta, y eso a la pendejada y a las minitas de la villa les gusta. El Rengo es un ídolo con cartel.
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