En una inmunda taberna, en un barrio latino y enclavado en una vieja ciudad de Europa, dos hombres, incuestionablemente hermanos, discuten sobre el futuro de la herencia familiar. Ya son más de las once de la noche; el cielo está cubierto de obscenas nubes de tormenta y, en la esquina norte de la taberna, un vagabundo, que hace recordar al Cínico de Marcel Schwob, intenta recaudar unos pocos centavos para justificar la noche. La lluvia lentamente comienza a hacerse notar, fría y antigua; mientras los hermanos discuten, la ciudad se va durmiendo en silencio.
desde siempre, el hombre ha demostrado un brutal interés por el oprobio y la decadencia. El hombre ha sido, desde tiempos inmemorables, artífice de su propia infelicidad. ¡No duden de esto!
Estas palabras, de origen paterno, resonaron en la mente de los hermanos desde los días previos a la muerte del viejo. El padre fue un comerciante de ascendencia gitana, ventajero y de palabras confusas, enviudó cuando todavía no había nacido el menor de los hermanos. Fue un extraño personaje que dedicó su vida al trabajo y a su propia existencia. Murió una tarde primaveral, luego de transitar una extensa e infrecuente enfermedad en la sangre. Sus hijos, al día siguiente, y alejados del dolor, decidieron iniciar los trámites de sucesión de los bienes. Esto duró varios meses y durante ese tiempo, por un acuerdo tácito, no se dirigieron la palabra.
De pronto, un joven mozo de la cantina, de aspecto extranjero, se acerca y les dice en un acento turbio, que están por cerrar, que ya no queda ningún cliente además de ellos y que deben pagar lo consumido. Les deja la cuenta y espera, estoico y gallardo, parado junto a la mesa mirando hacia la vidriera empañada. Afuera quiere llover fuerte mientras que el viento hace volar, en espirales interminables, las hojas otoñales caídas sobre la acera; el mendigo, que hace recordar al Cínico del escritor francés, ya se ha retirado a su escondrijo mal oliente y seguramente, colmado de pulgas, humedad y desgracia. Es casi la medianoche. Es otoño y es tristeza.
En ese preciso momento, el mayor de los hermanos, de unos cincuenta años de edad, escritor de un periódico de segunda línea y vendedor de artículos de informática y hombre de pocos escrúpulos, se incorpora de un salto arrojando bruscamente la silla hacia el suelo. Toma un cuchillo de la mesa plagada de botellas de cerveza y cáscara de maní y lo hunde en el abdomen del joven y bizarro mozo de la taberna; éste lo mira vacío de esperanzas, como podría mirar un hijo al padre en su funeral. Se sujeta la herida con ambas manos mientras la sangre va derramando entre sus largos dedos, un caudaloso torrente de pena y desdicha y cae al suelo, donde en pocos segundos, perderá la vida sin saber siquiera por qué.
En ese mismo instante, el homicida, inmerso en una absoluta demencia, saca del bolsillo del abrigo un frío y oscuro revolver, se lo coloca en la sien, y dispara, dejando caer el fin de su ignominioso ser junto a la desventurada realidad del mozo.
El menor de los hermanos, mira fijo la escena, otra vez como podría mirar un hijo al padre en su funeral. Llora, casi en silencio y al cabo de un instante, toma asiento, y se recuesta sobre sus brazos cruzados en la mesa ahora salpicada de sangre. Sólo llora y en su mente, más palabras alguna vez escuchadas.
. y si el silencio se convierte en una fría daga, de seguro, la muerte anda cerca. Tampoco duden de esto. |