Decidió tomar el camino que bordea los campos de cultivos de flores.
Y tal vez un desperfecto mecánico lo haya obligado a bajarse del auto, con las últimas luces de la oración, cuando atravesaba esas tierras revestidas de primavera.
Dicen que ese día fue el último que vieron al comunero.

El pueblo lindero a los sembrados estuvo de fiesta el fin de semana. La plaza, colmada de danzantes y alegres borrachos que al compás de los tambores y trompetas y papel picado, vivió por esos días una vez más una historia repleta de santos.
Los festejos culminaron el domingo por la noche, tarde. Las comparsas desfilaron y los niños rieron con la felicidad que ellos sólo pueden contagiar. Los niños felices son como golondrinas alborotadas en la arboleda de la plaza.
El lunes, las cuadrillas municipales fueron lentamente recomponiendo el paisaje habitual. Los hombres todavía risueños por el alcohol, retomaron sus trabajos; las mujeres, instalaron el mercado de frutas, flores, hortalizas, artesanías en lana y barro, yuyos medicinales, souvenirs del pueblo, comidas típicas y algún que otro lienzo sin enmarcar de artistas anónimos.

Dicen que dispuesto a reparar, o por lo menos intentar reparar el vehículo, algo extraño lo cubrió de sombrías sensaciones, como cuando la muerte anda cerca. Quizá vio algo. Dicen que retrocedió y tropezó cayendo al suelo y golpeándose la cabeza con un tronco.

La siesta del lunes, y como todas las sientas de pueblo, transcurrió en calma. La canícula, densa y pegajosa, sólo admitía el paso por las polvorientas calles a unos pocos insectos o algún que otro perdido.
La tarde de lunes es monótona como el canto de las cigarras. El verano trae en su lomo a la lluvia, que no es densa pero sí constante; los albores de calina, y la hiriente humedad que traspasa la carne como un cuchillo cuya hoja está hecha de silencio y una extraña soledad, preparan al pueblo para su cotidiano devenir de labores, poblando las anchas calles de exiguas pretensiones, con gentes de paso flemático y de rostros curtidos por la lejanía y la sencillez.

Dicen que estuvo un largo rato inconsciente en el barro arcilloso.
Dicen que un baquiano que pasaba lo cargó en su carreta. También que el hombre del carro es un huraño que vive en las afueras del pueblo, en una austera casa construida con chapas y maderas.

Los lunes de los hombres acaban con los suspiros de grapa, en las pulperías del centro del pueblo. Las mujeres, calladas y resignadas, esperan en sus casas mientras preparan la cena; los niños, asumen su infancia.
Finalmente el día termina a la hora en que los muertos recuerdan las canciones de su niñez. El resto de la semana, traerá la misma monotonía inherente al pueblo. Quizá otro fin de semana se vuelva fiesta de santo y las trompetas vuelvan a sonar y la gente salga a la plaza, vestidas con sus mejores ropas y se llene de vendedoras de pasteles de membrillo. Otra vez los niños volarán como golondrinas y al fin del día, tarde, la calma traerá el silencio desde el cementerio. El lunes amanecerá húmedo y el tiempo, inexorable, no se detendrá.

Dicen que a veces se lo ve al hosco ermitaño andar el camino de los sembrados y que recoge yuyos silvestres, algunas flores, y hortalizas que roba en las huertas que se encuentran delante de las escasas y viejas casas del camino. Otras veces, se lo ve parado de noche en medio de la plaza, mirando al cielo, con los brazos extendidos hacia los costados, durante varias horas. Luego, se retira intrigante y desaparece por la calle que desemboca en el camino de los sembrados.
Dicen que de vez en cuando se escuchan gritos cerca de la precaria casa de chapa y maderas.
En este pueblo, y si es lunes, se dicen cosas.Dicen que andar el camino de los sembrados de flores, es lo último por hacer.