El día que Jacinto Hurtado se fue a sacar el carnet se sintió por primera vez otro en su vida. Desde entonces cada paso que daba era una pequeña alienación de su persona. Tanto es así que Jacinto Hurtado ha acabado cebón en una boda de un familiar hasta que ha pedido intervenir golpeando una cucharilla de café contra una copa y a renglón seguido se ha proclamado Dios.
Hay quien dice que todo deriva del momento en que el documento empezó a proclamar una identidad que probablemente no era la suya. Que de no haberse sacado el carnet no hubiera llegado tan lejos su osadía. En cualquier caso, todo el mundo ha entrado por su cuello de botella menos él.
Después ha tomado asiento. Sin embargo, con todo, hay quien lo ha observado detenidamente, se ha levantado discretamente de su asiento y ha salido del salón de ceremonias con la convicción profunda de haber escuchado a Dios. El resto ha seguido comiendo con un regusto que no tenía hasta el momento de la intervención.
El dueño del local ha agradecido íntimamente que al menos la cucharilla no rompiera la copa, pues está puesto en antecedentes y sabe que hay algo de verdad en la intervención de Hurtado, lo que lo hubiera deslucido totalmente, el cristal hecho añicos contra el mantel de la mesa. El dueño del local por ello ha resuelto ponerse de la parte del interviniente. Con ello hay tres personas en el mundo de todos los conocidos de Hurtado e incluyéndole que están a favor de este Dios autoproclamado.
El cristal de la ventana de Jacinto Hurtado ha sonado solo por no se sabe qué extraño fenómeno de la física, pero Jacinto ha pensado que mientras no se rompa no piensa salir a la calle a hacer averiguaciones. Aquel viernes previo a la celebración del banquete de la proclamación, fue tan corriente como cualquier viernes del resto de su vida- si hacemos excepción del de su nacimiento. En realidad Hurtado no tenía superstición alguna y para él el día de la semana en que se encontrara le era indiferente. Tampoco el hombre leía el horóscopo, ni pensaba que por nacer bajo el influjo de no se sabe qué planeta tenía que abrigarse determinado día por correr riesgo para su salud. La única manía que podíamos referirle era- si se puede considerar así- la de guiarse por un extraño instinto a la hora de relacionarse socialmente, que le podía granjear cierta fama de huraño, y que él hubiera podido denominar selectivo. Veía que en el entramado social había contradicciones que él pretendía no verse en la red de las mismas por falta de preocupación. Por ello no se aventuraba demasiado en una sociabilidad desbordada y se guiaba por principio tan simple de repartir sus simpatías entre sus simpatizantes. Por lo demás se abrigaba si llovía o veía por la mañana que hacía frío.
Lo primero que escribió Hurtado sobre aquel papel, a modo de entitulación, fue: peleas de gatos. Había oído decir que podían ser de tal ferocidad que llevaban al gaticidio. Pensaba que entre personas se trataba de un final indigno pero no ponía reparos al hecho de que el natural desenvolvimiento felino llegara a consecuencias tales. Creía que lo sustancial de la evolución humana era el evitar espirales de violencia o la previsión sobre la misma por la propia naturaleza gregaria, aunque no se le escapaba el hecho de que el natural desenvolvimiento felino llegara a consecuencias tales. Creía que lo sustancial de la evolución humana era el evitar espirales de violencia o la previsión sobre la misma por la propia naturaleza gregaria, aunque no se le escapaba el hecho- que tampoco se daba en gatunos- de la instigación. Con lo que, en consecuencia, extraía Hurtado que por vía de frenos o de aceleradores, retrocesos y acelerones nos encontrábamos en el mismo nivel del gato. Pensó entonces que la entitulación era doblemente expresiva con la que la adoptó. Pero no se le ocurría nada más que la vida era una pelea de gatos. También anotó: quien perdona unas hostias, al final a él le llueven. Se asomó por la ventana y comprobó que llovía pero no eran ranas. Había oído decir que los batracios eran llovibles, pensando que puestos a admitir hechos insólitos todo era posible, llover botas, cartapacios, azafatas o incluso cajas de enterrar muertos. Pero, por de pronto, observó que lo de las azafatas no era tan insólito por vía de algún accidente aéreo. Había sin embargo quien juraba que podía llover barro e incluso pequeños batracios sobre la base de subir en suspensión las huevas con la calina.
Pensó entonces Hurtado que con la misma base se había sostenido ver burros volando pues podrían agitar aquellos ingentes pabellones auditivos; que todo era cuestión de buscar un testigo. Aunque también sostenía que pocas cosas se podían incluir ya en el capítulo de hechos nuevos, que sólo faltaba un sesudo documental televisivo para romper sus escasas resistencias para admitir la precipitación de ranas. Pero ahí lo dejaba.
Si admitía ser testigo de una ferocísima pelea de gatos corroborando la opinión del facultativo veterinario. Aquella lucha era sin cuartel, hasta el punto de poder hacer la comparación con algo extremo mediante la expresión: pelea de gatos.
Aquella posición no era la adecuada para la literatura y Hurtado lo sabía. El hombre sabía que para una persona locuaz no había otro camino que el de que lo motejaran de charlatán o bien probar en la narrativa. Al principio hizo el hombre sus pinitos en el campo de la lírica. Pero como quiera que empezaran a descojonarse sus amigos cuando lo contara decidió hacerse más prosaico para estar a la altura.
De momento Hurtado estaba en los prolegómenos de una novela que pasaba y principiaba por localizar el ordenador dentro de la habitación, por un extraño pálpito por el que pensaba que el contenido literario era antes que nada una cuestión geográfica. Una cuestión de la patafísica.
Cada vez que el hombre andaba con la pantalla para arriba y para abajo ya se sabía: había obra. Por eso aquel sábado en el banquete se proclamó Dios, que era una manera un tanto grandilocuente de decir que había obra; que había empezado los acarreos geodésico- literarios. Que habían arribado las musas al puerto de la imaginación de Hurtado.
Desde que murió Sagasta y a Cánovas lo mataron está la España sin rumbo. Desde que Jacinto Hurtado recordara, la España iba prácticamente sola. Si alguien trataba de descollar se le cortaban las alas y en paz. Era muy difícil el desclasamiento hacia arriba, que hacia abajo cada cual era cada cual. El tan castizo arte del braguetazo conocía también múltiples respuestas. Que los tiempos iban cambiando y por cada ley nueva venía la reacción o réplica pues el caso era no dejar más posibilidad que darse de cabezazos contra el techo social. En tiempos habían proliferado los cenobios para chicas cada vez que en las familias bien surgía alguna librepensadora, pero en general había avenencia y no se producían desestratificaciones, algo lamentable que podía sacudir el seno de una familia como un hachazo letal, tan doloroso como darse uno cuenta tarde de las propias limitaciones. Jacinto Hurtado hubiera querido progresar socialmente y lo había intentado por el camino de la cultura pues a su juicio las aspiraciones legítimas pasaban por la formación. No se quejaba del lugar donde se encontraba. Daba por buenos los resultados obtenidos a cambio de todo aquel denuedo formativo y educacional. Gracias a ello emprendía sin ruborizarse demasiado el camino hacia su incursión en la narrativa, de la que sólo tenía el título: peleas de gatos.
Jacinto Hurtado esperaba como el maná poder escribir algo que contentara a todo el mundo. Ergo, desechaba argumentos de homosexualidad, que podía herir susceptibilidades; pero fuera de eso: qué quedaba, se preguntaba. Imaginaba un hombre que salía de su casa a estirar las piernas y se adentraba en la ciudad pues vivía en las afueras y se enfrentaba al monumental problema de tener un lugar a donde ir que lo sustrajera un momento de sus pesadillas cotidianas, y no lo hallaba, por lo que el único camino era la vuelta a casa. Sin embargo, con todo, ese hombre no sabía que se encontraba en lo mejor de su vida. Que tenía una vida, pues se ocupaba en algo, tenía relaciones y que pagar el alquiler y sobre todo contaba con capital para hacerlo. Era imaginable- todo en esta vida lo es- que en algún momento no tuviera con qué hacerlo, perdiera las relaciones y sin embargo, al dejar la casa aquella tarde, no pensaba en qué hacer para conservar su estadio, sino, todo lo contrario, en qué hacer o cómo hacer para mejorarlo. De haber pensado en mantener el nivel era posible que aquellos instantes no hubieran llevado el triste título de ser los mejores con aquel nivel tan raso y ralo.
Control de esfínteres, relajación, quién sabe qué tipo de cualidad hay que tener para vivir el momento de tal manera que no se desperdicien energías que han de ser muy necesarias para preservar la vida.
Imaginaba en el ocaso alguien con quien recapitular y poner algo de orden en una existencia más bien caótica o al menos si no venía la compañía haber, al menos, asistido al gran escalfido. Para Hurtado, antes que nada, la vida era una sucesión tras otra de alborgás de este tipo, tontos en apuros que no venían más que a alimentar las ganas insaciables del despiporre.
No había que hacer el tonto por ahí fuera, que llevaba uno todas las de perder. De hecho, con todo lo que uno se creyera instalado en un momento dulce, podían estar las fuerzas de la reacción echando más madera sacrificando hasta la dignidad de un hombre en aras de la victoria final. Las cavilaciones eran claras: no había más remedio que el de ir metiendo más y más bragas en aquella caldera de ambición e intriga. Por eso no había que darse demasiado a vistas y centrarse en la obra. Imaginaba Hurtado que gran parte de la literatura estaba fundada en estrategias de este tipo. Tarde o temprano caería la cuchilla y era bastante improbable que a uno le pillara agrandando en su casa la obra. Gentes pacientes en espera metiendo una y otra vez el plumín en el tintero escribiendo cualquier cosa que les viniera en mientes hasta oír el ruido del aldabonazo, de la gran noticia. Esa era la historia secreta de la literatura, la de hacer tiempo hasta que fuera otro quien se pillara los dedos con una puerta. Evidentemente no todos los productos eran iguales, pero la esencia era la descrita, la de hacer tiempo sin consumirse y cómo mejor. Qué sentido tenía la vida sino la del descojonamiento a costa del otro. Lo del medio no era otra cosa que literatura. O lo que era lo mismo, hacer tiempo, como quedó dicho. En el ínterin se había ido configurando una realidad distinta y aparente. Pero lo importante era que sonara el hecho, que fuera de tal magnitud que llegara hasta aquel hombre apartado al que no llegaba nada más que el fruto vinoso sobre el papel de las ocupaciones para no volverse tarumba.
Lo demás eran ladridos de perros y gentes desocupadas sin más ambición que la de precipitar acontecimientos. Que en la calle y en tránsito se ve también era difícil que a uno lo prendieran. No se había dado el caso en una democracia que echaran mano a un viandante así porque sí. Para transitar alegremente por la calle, sin embargo, pensaba Hurtado, había que tener la vida hecha si no quería uno ser motejado de desocupado y ocioso. Con el sambenito vendría la soltería y con ella una soledad en la vejez aplastante.
Jacinto Hurtado aparte de agrandar su obra en espera del escalfido había también ideado una máquina de decir no. Necesitaba entre tanta espera algún tipo de dialéctica y nada mejor que un opositor por sistema que lograba precisamente con aquel utensilio que básicamente era un péndulo con una bombilla. Hurtado aspiraba a una vejez en compañía pues prácticamente se había tirado gran parte de su vida solo. No le importaba transitar en soledad la vida pero pensaba que durante la vejez era más conveniente tener mayor compañía que la máquina de decir no.
Instalado en una suerte de pesimismo rústico el hombre vagaba sin divagar no se sabe qué camino buscando. Por los mismos días de hacía una década aproximadamente el panorama había sido más alentador, qué duda había. De hecho la última década no era más que un camino descendente hacia un abismo de soledad. Hoy día venía agudizado inclusive por un viento constante que no hacía más que cargar de electricidad el ambiente. La realidad, según su lema, era un constante intento de suscitar la envidia de los demás. Si alguien se acercaba mohíno y solitario hacia algunos reunidos, la táctica no era otra que aparentar alegría al único fin de producir la envidia del solitario. Pensado de esta forma, la vida no era más que un mecanismo tendente a hacer una y otra vez víctimas propiciatorias. Hasta lo de Hitler que empezó a ser un afán por ampliar el espacio vital a costa de los otros y no de unos mismos. De vez en cuando la historia daba un Hitler. Jacinto Hurtado era el anti- Hitler; pensaba que había soluciones más simples que la de aquellas hecatombes. Creía que por el hecho simple de volver una esquina un solo hombre solitario en el mundo consciente de su entidad cambiaba el mundo. Estaba convencido de que la realidad no estaba lejos en los grandes lugares sino justamente debajo de los zapatos de cualquier persona no alienada. Creía que el mundo era de quienes querían arreglar sus propios problemas sin implicar a los demás.
Aquel día Hurtado estaba de peor humor que el anterior y achacaba el hecho a un vientecillo persistente que no hacía más que mover cosas.
Desde aquella casa desvencijada se controlaba el mundo. Se trataba de una religión de un solo creyente y con tendencias deicidas. Por lo que se trataba de una religión a punto de dejar de serlo. Muerto aquel Dios por una suerte de efecto dominó seguiría una distribución nueva de la felicidad basada en la reconstrucción y la correspondencia entre deseo y pareja. Pero Hurtado- que era el dios de aquella religión de barrio- se resistía muy firmemente a dejar de figurar en los estadillos de la Seguridad Social. Se resistía con ímpetu a dejar de girar la esquina para dejarse reconducir al otro barrio. Por ello quizá se adentraba en la otra barriada para conjurar así la referida posibilidad del abanico. Era Hurtado un Dios para cuya subsistencia paradójicamente quien debía de sucumbir era el creyente.
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