La decisión del escritor. -Final 1-.
Como si de una vívida pesadilla se tratase, el puntero del ordenador parpadeaba incesante sobre el documento de texto vacío. El temor de cualquier escritor: la hoja en blanco. El problema es que no se podía permitir más retrasos. Su editor ya le había ampliado los plazos de entrega por dos veces en este trabajo. “Necesitamos abarcar un público mayor, Fernando”, le había dicho. “Tus novelas de misterios deben ser más cercanas, y no sólo sobre alienígenas y conspiraciones del gobierno, está muy trillado”.
Al principio no le pareció demasiado complicado; hasta que se dio cuenta de que ya no era suficiente con describir los marcianos que su mente creaba profusamente, sino que debía tener bases reales, crear un tipo de suspense que el lector sintiera atractivo y posible, y no la ciencia ficción que sólo consumían un puñado de fanáticos del género. Se sintió frustrado cuando presentó su primer borrador. “¿Un crimen pasional? ¿Es una broma?”, rugió el editor, rechazando de pleno la idea. Así vio esfumarse uno, dos, tres meses, en los que empezaban a escasear los beneficios reservados por sus últimas novelas, y los gastos se acumulaban. A él no le importaba padecer ciertas penurias, pero no soportaba ver cómo su mujer y su hijo sufrían las consecuencias de su falta de creatividad. Ver amontonarse las cartas reclamando impagos, lejos de motivarle, le estresaba aún más. Debía concentrarse, así que envió a su esposa y al pequeño a pasar el fin de semana con sus cuñados. Sería bueno para todos.
Ocho días tenía para presentar el original, para cobrar por el trabajo, y las comisiones ya vendrían, poco a poco, a rescatarle. Pero el maldito documento seguía en blanco. Apenas le quedaba medio trago de whisky que llevarse a la boca. Tenía la cabeza embotada, necesitaba despejarse y encontrar inspiración, y está claro que no estaba en el escritorio de la salita Tomó su abrigo, la bufanda, los guantes, y salió a la neblina de la noche a respirar aire fresco, en busca de su musa perdida. Vagó por parques oscuros y callejuelas intransitadas hasta que se percató de lo lejos que estaba de casa. Buscó una vía principal desde la que ubicarse. Al girar la esquina, un tipo harapiento se lanzó a sus piernas implorando una limosna. Tras la impresión inicial, descubrió en los ojos del indigente su imperiosa necesidad de meterse un chute. Vaciló un instante, una idea atravesó su mente, y con la siguiente súplica del mendigo, tomo la decisión que sin duda iba a cambiarlo todo.
La vuelta a casa fue acelerada, casi frenética. Era urgente sentarse frente al ordenador y escribir lo antes posible su novela.
Atravesó la puerta del piso, y casi sin quitarse la ropa de abrigo, se puso a teclear como un poseso. La inspiración aparece donde menos la esperas, pensó, mientras continuaba escribiendo línea tras línea con desesperación, antes de que se escapasen las palabras y las ideas. Había gastado los miserables 20 euros que le quedaban para pasar el mes en un pico para el infeliz de la esquina a cambio de su conversación y de un interrogatorio antes y después de inyectarse el caballo. Pero eso no era nada si conseguía acabar la novela a tiempo, percibiría muchísimo más por su escrito. Le dijo que era escritor y que quería saber qué estaba dispuesto a hacer por el dinero que necesitaba para drogas, en qué ambiente se movía, quería meterse en su mente y entender su comportamiento errático y hasta dónde podía llegar una persona con el mono. “Estaría dispuesto a matar por volver a meterme”, le había dicho. Y, de pronto, la inspiración. Ahí estaba su historia: un asesinato cometido en plena noche por un tipo sin escrúpulos que lo único que quería era un subidón. Iba a describir el crimen perfecto, sin móvil personal ni pasional, sin relación alguna entre la víctima y el agresor más que el hecho de que un día se cruzaron sus caminos por una banalidad y terminó con unas consecuencias nefastas.
Nunca se había sentido tan productivo. Una taza de café más y un rápido repaso le separaban de concluir su obra. Se había decidido por comenzar describiendo brevemente el encuentro del protagonista con un tipo corriente que le da una limosna, sólo que no es suficiente para lo que necesita, así que aprovecha la oscuridad para seguirle, y en plena crisis, agrede al hombre que se solidarizó con él en su propio domicilio. El ataque acaba siendo mortal, y en la investigación, las sospechas recaen sobre la familia al cobrar el seguro de vida. En ningún momento relacionar al verdadero asesino con el crimen; por lo que, sintiéndose inmune, encadena una serie de asaltos violentos para financiar sus vicios y saciar sus recién descubiertas ansias de sangre.
Estaba satisfecho con su trabajo, y decidió ir a buscar a su mujer para celebrar juntos los futuros ingresos. Abrió la puerta de su piso y el tipo harapiento que conociera hace dos noches cayó pesadamente a sus pies. Se despertó bruscamente y le agarró el pantalón. “Eh, amigo”, dijo desde el suelo. El hombre le apartó de una patada, ¿qué hace este aquí?, se preguntó, asustado, mientras trataba de cerrar la puerta y volver a entrar. El mendigo no soltaba su pierna. “Venga, hombre, si me dijiste que viniera”, decía con los ojos vidriados y enrojecidos. “Llevo en tu puerta… no sé, horas, esperando a que me abras”, continuaba hablando. Fernando no entendía, no lograba centrarse, tantas horas sin dormir le estaban pasando factura. Se acordaba de haber llegado a un acuerdo con él, pero… No…
El yonqui se incorporó. “Oye, ya no me hace falta tu ayuda”, decía el novelista mientras trataba de echarle de la casa. “No, no, ¡hicimos un trato!”, se desquició el intruso, “¡me ibas a dar otros veinte pavos por ayudarte, joder!”, gritó mientras le asestaba un fatídico golpe en la cabeza.
Mientras la sangre manaba profusamente sobre la alfombra, Fernando recordó lo que le había dicho aquella noche. “La vida es injusta, tío. Tú matarías por un pico, y yo… Soy escritor, ¿sabes? Y los escritores son mejor valorados si mueren en trágicas circunstancias...”
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