El dique
Cuántas veces caminamos los dos por este dique, jugando, riendo, musitando bellas frases, olvidándonos de todo lo que acaecía en nuestro contorno. Unas veces vislumbrábamos los veleros que se perdían y otros que surgían del horizonte como máculas obscuras; otras veces, apoyados en el balaustre, contemplábamos a las gaviotas que jugaban en el azul terciopelo del lago. Acariciándome mis cabellos sueltos con tu mano sutil, mirándome a los ojos tú, y ambos disfrutando de la brisa que abanicaba nuestras mejillas, en fin, vivíamos de lo mejor, como ninguna otra pareja.
Ahí, a mi diestra, está el banco donde solíamos sentarnos para mirar la corriente del lago. Me acerco, trato de sentarme pero no consigo, pues me causa más nostalgia. Estas baldosas policromos que semejan piedras calizas de gran fulgor, aún parecen mostrar tus huellas y las mías… Sigo recorriendo con pasos pausados por este dique, testigo de nuestro gran amor. Y tú estas conmigo, sosegado, testificando mis pasos. Yo te miro, te hablo, pero tú no me dices nada… ¿Ves ese balconcillo? ¡Cuántas veces nos amamos ahí!, y ahora parece extrañar nuestros alientos… ¡Ay!, cómo todo ha de acabarse para formar un ramillete de recuerdos que ahora laceran mi alma.
«He nacido para cultivar la literatura», solías decir; en efecto, tenías razón, pues, cuando publicaste tu primer libro de cuentos –dedicado a mí– fue todo un éxito: Has recibido condecoraciones, has sido invitado para congresos literarios; aunque, en esta ciudad, fuiste un poco ignorado, quizá por la envidia, no lo sé. Tal vez se pueda justificar indicando que uno, en su propia tierra, no es tomado en cuenta, sólo afuera es valorado. No obstante, a mí me encantaban tus creaciones, y siempre fui la primera en leerlas. Pero tú cómo disfrutabas de la literatura. La mayor parte de tu tiempo pasabas leyendo y escribiendo. «No hay nada más que la literatura; la literatura es mi mundo, es mi vida, es mi patria…», me decías. Yo, también, terminé amando a la literatura, pues leía tus libros y, luego, comentábamos los dos. Algunas veces te veía ensimismado, callado, como quien planea fugar del presidio; yo te preguntaba el motivo de tu actitud. «Es que estoy fabulando, o estoy buscando una historia para escribir, o estoy hablando con los personajes de mi cuento…», me contestabas. Pero ¿quién como tú, querido Mario? Eras un ejemplo por imitar: Mientras unos iban a beber tú preferías ir a leer; invertías tu dinero en libros lo que otros en bebidas baratas; tus virtudes hablaban por ti, no hay duda de ello. ¡Ay!, cómo te quiero más, mucho más cuando mi mente evoca tus buenas acciones… Siempre has querido ser el mejor y lo conseguías, claro, cómo puedo negarlo… Pero háblame, por qué te callas; mira que hemos caminado todo el dique: Partimos del enfrente de la Universidad y llegamos al puerto lacustre, como lo hicimos la primera vez, pasados tres días de la inauguración de este dique… «Conque el “Malecón de la bahía de los Incas”; eso suena genial, debo escribir algo sobre esto», dijiste aquella ocasión… Eras risueño y simpático, y hablar contigo era delicioso, pues condimentabas tus conversaciones con un humor grácil. ¿Me estás escuchando? No me digas que estás buscando un tema para tu relato…Bueno… Ya llegamos al muelle. ¿Ves? Varios extranjeros están saliendo para Uros… Y ahora a dónde vamos, te preguntarás. Ya sé: Vamos a las cabinas virtuales; quiero revisar mi e-mail: quizá hay alguna novedad… ¿Recuerdas cómo llegamos a Trujillo para el III Encuentro de Escritores Peruanos? Claro que lo recuerdas. Fue la primera vez que viajé por aire. Me sentí nerviosa, naturalmente, pero fue genial. ¡Dónde no hemos viajado juntos! Fuimos inseparables como uña y carne. Enhorabuena te he conocido. ¿Cuántas me envidiarán?, pero que se pudran con su envidia. Así quiso el destino, y tú naciste para la literatura, no hay nada que hacer. En aquel Encuentro de Escritores Peruanos fuiste elogiado por tu magno talento, y eras el escritor más joven de cuantos han asistido. Todos has coincidido que en el Perú había nacido un genio de la literatura, y se referían a ti. Terminado el Encuentro, prometiste llevarme por todos los rincones del mundo, ¿recuerdas?... Ya llegamos al centro de la ciudad. Vamos más rápido a aquellas cabinas. Ahora, alquilaremos una máquina. ¿Te has cansado? No me hagas reír. Yo soy la que se ha cansado… Ojos y pestañas; qué hay acá: Un mensaje nuevo. Gracias a Dios, es de Mario. ¿Qué me habrá escrito? Veamos:
«Querida Rosa Luz, estoy feliz pero muy feliz como nunca había estado. Te preguntarás por qué. Es que acabo de recibir el Premio Planeta. Me han concedido por mi novela “En las riberas del Titicaca”. Lo que me ocurrió primero fue escribirte para que compartamos esta dicha, esta alegría, este gran paso en mi carrera literaria, en fin, todo lo que un escritor joven pueda soñar; a propósito, siempre sueño contigo; por ejemplo, anoche soñé que habíamos ido a Uros; lo curioso era que habíamos llegado a la isla en una lancha de remos… Te amo un montón. Cuídate, Rosa Luz».
¡Ay!, Mario, Mario de mi vida, déjame que te conteste:
«Saludos… No te imaginas que yo…» ¿Dónde están las teclas?, que se me escapan; estoy nerviosa… «…te extraño mucho, mucho. Es bien difícil vivir sin ti, pero me reanimo pensando que vas a volver. ¿Sabes?, estoy orgullosa de ti, por tus méritos, por tu trabajo… Desde luego, mis felicitaciones. Bueno, no te digo más. Sigue adelante en tus estudios en esa gran universidad. Oye, envíame tus foto por el internet; por cierto, la tengo bien guardada la que me regalaste, y siempre me consuela; la llevo adonde voy; hace rato, por ejemplo, me ha acompañado en mis caminatas solitarias por el dique y venimos acá, a las cabinas, sólo que no me decía nada. Un besote desde aquí distante. Hasta pronto».
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