Una historia es un relato que contiene una cantidad de hechos pasados. Una historia es tal cuando las palabras se transforman en personas y lugares, con sus colores y olores. En ellas los espacios son enormes, al igual que cuando recordamos la casa de nuestra niñez. Esas dimensiones son inherentes a los sucesos relatados. Asimismo, los personajes toman forma de estatuas y monumentos, y así la narración se hace magna.
Un hilo delgado entre esos hechos y el presente, resiste el temperamento propio de la historia y ésta, sobrelleva la pesada carga de la subjetividad.
Quisiera contar una breve historia personal, pero esos espacios enormes van creciendo indefinidamente conforme recuerdo los acontecimientos vividos, entonces, mi relato continúa en el tiempo, haciendo esto una difícil tarea, ya que no sé como ubicar cada segundo y minuto de la narración en un espacio del presente (para situarme como el escritor) que está atado al pasado con ese hilo delgado.
Las letras nos regalan la maravillosa posibilidad de combinarlas formando así las palabras. Éstas, a su vez, se combinan formando oraciones. Las oraciones, cuando se encuentran, pueden contar la historia.
Una historia es un relato que contiene una cantidad de sentidos al servicio del futuro. Una historia es tal cuando el presente se torna pasado en el transcurso de tiempo que dura un día.
Cierro un ojo, el que está al lado del otro, y veo hacia delante y noto que pierdo la profundidad de campo. Pruebo con el ojo contrario. Lo mismo.
Una historia que carece de subjetividad pierde la profundidad de campo, ya que uno mismo, al pensarla, reinventa y desdibuja lo sucedido a cada segundo y así se extiende en el tiempo llegando al momento de contarla. Como dije antes, el presente se vuelve pasado en un día.
Tal vez relatar una historia no sea muy complejo, pero poder hacer que esta historia sea un universo de sentidos, es tarea excelsa y no precisamente mi caso.
Un chico de unos diez años de edad está mirando el río, en la orilla, junto a su padre. Esto es una historia.
Porque uno puede llegar a imaginar todo lo sucedido entre el momento en que cada uno dejó la noche atrás hasta el mismo instante en que decidieron sentarse juntos, a la vera del río, donde el reflejo del sol atardecido, genera millares de pequeñas bombillas de luz, las que el niño retendrá en su memoria seguramente por toda su vida. El padre también. Esto siempre es narrable.
Una historia es un relato que contiene una cantidad de hechos particulares, personales o no, pero que en definitiva, definen un momento único del pasado.
Ando las palabras queriendo contar una historia. No lo logro aún. Encontrar la primera frase, esa que te dispone a enlazar los hechos, es como bucear en busca de la experiencia oceánica. Es levantar polvareda en una huella olvidada. La historia que uno quiere transmitir necesita de la misma paciencia del maestro japonés y su discípulo contemplando el atardecer. Se necesita del silencio y la introspección más aguda, esa que nos lleva a lo hondo de la creatividad.
Un sistema, para la lingüística, es: Conjunto estructurado de unidades relacionadas entre sí que se definen por oposición; p. ej., la lengua o los distintos componentes de la descripción lingüística. (Diccionario de la Real academia Española). Querer contar esa historia, ya nimia y difusa a esta altura, me lleva a necesitar un rumbo en el cual yo pueda resolver, con las herramientas del lenguaje y las de la mente, la trama que contiene los hechos.
Estoy complicándome.
Una historia bien contada, intuyo, necesita que las palabras generen música al conectarse entre sí. La armonía generada entre las palabras, debe contener al mismo tiempo, el silencio (la pausa) precisa. El silencio en la música es el aliento de ésta. Si escuchamos un disco de un solista, por ejemplo, de un guitarrista, en cada pausa, en cada silencio, podremos oír las respiraciones, su aliento, su intimidad. Un relato sustancial, requiere de estas respiraciones.
Estoy entendiendo, creo.
Primero caliento el agua, a ochenta y cuatro grados (claro que esto lo calculo “a ojo”). Luego vierto la yerba en el mate, tres cuartas partes solamente. Lo tapo con la palma de mi mano y lo sacudo boca abajo, para sacarle un poco de polvo. Este polvo hace más amarga la infusión.
Inclino el mate dejando la yerba como la ladera de una montaña. En la parte inferior de la pendiente, la que se acerca al valle y al fondo del recipiente, llamado también mate, mojo con un poco de agua fría y dejo que la yerba se “hinche”. Sólo unos minutos. También esto lo calculo a ojo. Paso siguiente, coloco la bombilla que usualmente es de alpaca, tapando con mi pulgar la pequeña abertura para que no entre aire. Ahora echo el agua a ochenta y cuatro grados, calculados a ojo, al lado de la bombilla, dejando medio mate con yerba seca. Así dura más; no se lavará rápidamente.
Una historia requiere personas, ambientes y lugares (a veces indefinidos), un tiempo elástico, olores, sonidos, sensaciones y acciones concretas. Uno o varios motivos. Un final.
Los finales habitualmente son la negociación entre lo que fue y lo que viene. El relato se acerca de este modo a un estado de descubrimiento permanente, haciendo que el escritor deje de ser el narrador y se vuelva materia transparente. Las últimas palabras escritas dan paso a que el cuento o la historia ya no tengan propietario. Las palabras una vez más deciden su independencia y con ellas a la cabeza, las oraciones son encargos de esperanza.
Se enfrió el mate y he acabado casi toda el agua. La yerba ya lavada, me regala el aroma de la soledad. En el campo, de noche, la soledad es como un cuchillo frío que se hunde en el hombro. En mi estudio, es un disco que no suena más.
Sigo pensando entonces en la historia. La conjugación verbal está perezosa. La trama se está volviendo trauma. Pero los hechos que quiero relatar siguen iluminados en mi mente, tanto como la ciudad en una mañana clara de otoño. El mate, en desuso.
Tardíamente, recuerdo las historias que me contaba mi abuela, mientras tomaba su cotidiano tazón de leche caliente. Sabía bien de su pasado y más, contarlo. Yo sentía que con esas historias viajaba en el tiempo a la infancia más temprana de mi padre, en la que tuvo que fingir que entendía el olvido de su tata. Un día partió.
Mi abuela solía llevarme con sus palabras a un tiempo en que mi barrio fue color sepia, o de un mueble antiguo. Probablemente las plazas hayan sido distintas, interminables como la tragedia humana.
Ella generaba espacios de recuerdos bien protegidos. ¡Ni el tiempo había logrado derruirlos! Un tiempo extenso entre la infancia de mi padre y mi cosecha primera. La abuela de las leyendas. La nata de la nostalgia.
Contar una historia y cautivar la atención de un niño, requiere un tazón con leche, mejor caliente, una tarde con tiempo sin límites, una abuela y al menos, ese niño.
Cuando hay que renovar el mate, lo recomendable es volver a repetir los pasos anteriores.
Creyendo que voy mejor, que el relato está asomándose sobre la medianera que divide dos momentos personales, releo y confirmo una sospecha molesta: una historia que se jacte de interesante, no puede atascarse en la psicología del narrador.
Intentaré corregir esto.
Ya era muy tarde cuando llegué. Ella estaba dormida seguramente hacía cuatro horas, conociendo su habitualidad. Un gato conoce sus hábitos como la luz al día. El gato lame su cuerpo antes de dormir. Ella seguramente dispuesta ya en la noche cerrada, habrá pensado en esto, lamiendo su sueño, se lavó atenta los dientes y mirando su libro, abrió la cama, como quien abre la fantasía y se acostó sabiendo que yo llegaría más tarde que el momento de cerrar sus ojos.
En el camino me topé con un accidente automovilístico. Un hombre no muy mayor, no muy alejado a mi edad, yacía en el pavimento, con la cara dolorida no de los golpes sino de las muecas. Las muecas del accidente son la máscara del destiempo. Tuve que aminorar la marcha y mis ojos, con esa costumbre popular de querer mirar lo inapropiado, lograron conexión directa con los ojos del señor accidentado. La sensación, seguramente de ambos, fue la que deja la compasión. Mi cara reprodujo las muecas de la desgracia no tan ajena, al unísono perfecto con el protagonista de la escena.
Un policía me hizo señas para que continuara andando y le hice caso. Esas muecas me acompañaron todo el trayecto restante.
Las personas creen que al manejar su coche, los dioses se apiadan y crean una barrera entre el segundo de lujuria y la muerte. La muerte es un sistema de salida. También es una consecuencia.
El señor seguramente había muerto a juzgar por la magnitud del accidente. Esas muecas me resultaron como una suerte de despedida, siendo yo el receptor desinteresado de su último pensamiento. El hombre me miró diciéndome que estaba muriendo.
Un relato que trasciende a las personas, es aquel que no le escapa a lo disoluble del tiempo. La percepción del tiempo del narrador, se comporta como un espejo sin fondo. Las palabras se hunden en la profundidad de la historia llegando al momento en que ésta sólo formaba parte de lo lúdico.
Pasan las horas y los momentos. El espacio interior del relato se queda en equilibrio con el exterior. El verbo primario revela el misterio de la historia.
Escribir un relato es historiar una cantidad precisa de sucesos pasados. Historiar mis pensamientos es llegar a entender la necesidad primitiva de querer salirse de uno.
Una historia requiere personas, ambientes y lugares (a veces indefinidos), un tiempo elástico, olores, sonidos, sensaciones y acciones concretas. Uno o varios motivos. Un final. |