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La primavera había adornado el prado de la montaña con flores, recordándome el mantel en la mesa de los domingos en mi casa materna. Abajo, en el valle, los sauces ya no lloraban, ahora se reían del viento y del torrente del arroyo.
Muy temprano, los pájaros invadían el silencio como un flautista que practica a medianoche. El pueblo comenzaba a levantarse en esperanzas y misericordias.
En la ladera sur del cerro se hallaba el rancho hecho de adobe y paja. Allí vivía Hilario, un viejo pastor con pisada de cabra y manos de tierra. Un hombre de discusiones con el viento, de mirada profunda y de altura. Su andar, siempre tardío como la época de lluvias.
Su vida se mantuvo entre sus chivos, los cultivos y el vino del descanso. Arribeño, callado y serio igual a una noche cerrada, sólo bajaba al pueblo los sábados a la mañana en busca de ciertas provisiones y, rara vez, con motivo de alguna fiesta popular, ya que no habituaba trajinar en multitudes.
Llegué a su rancho una tarde a principios de octubre. Me sentía agotado por la ruda cuesta, o tan sólo, porque soy hombre urbano; caminar en la montaña no me es tarea fácil, falta el oxígeno y no es hábito.
Primero divisé un grupo de animales pastando en plano inclinado, cerca de unos cardones y, a un costado, el corral circular de piedras; más allá de éste pude ver la casa derruida e invadida de viento. Hilario se encontraba debajo de la galería, severo como su soledad y fumando, sentado en una silla roja pero palidecida por los años. No me demostró ni sorpresa ni vehemencia. Tampoco fue hostil, como si supiese que yo, luego de tantos años, llegaría esa tarde.

Estar en la quebrada, ese sitio bajo un cielo de cristal azul y cercado por cerros de civilizaciones eternas, es estar en el tiempo sin medida y límite. La tierra para el habitante original equivale lo que Heracles a la mitología Griega. Las piedras, si estamos atentos, nos hablan en el lenguaje del cosmos. El aire es distinto, la mirada se torna admiración en estado primitivo. Es consuetudinario el culto a la tradición y es menester venerar a la pachamama.

Hilario era hombre viejo, y por viejo no menos inexorable su naturaleza. Pareciera que los cardones reverenciaran su cercanía y que sus animales estuviesen atentos de su andar riguroso. Austero su rancho como sus acotadas palabras. Su ambiente, rayano con el firmamento. El infinito de su mirada lo hacía profundo y fascinante; una respuesta del viejo, era interminable como un túnel en una mina de carbón.
El amor no es una mentira, me decía en la primera mañana juntos mientras cuidaba el rebaño de chivos. El amor, continuó, es un hechizo peligroso. Un hombre que se deja embelesar por la magia amorosa, corre el peligro de volverse arcilla. Si te volvés arcilla, te manipulan y te cocinan lento.
Me hablaba del amor y yo no podía dejar de pensar en quien había sido la hechicera. Esa mujer que de niño me parecía la justicia hecha carne, de pronto se había convertido en memoria impía. Intenté no demostrar mi asombro y mi malogrado entendimiento. Habían pasado muchos años desde la última vez que estuve en este rancho, con mi padre. Quién sabe.
Conversaba lento, mientras sus ojos vigilaban a los chivos y parecía que el mundo circundante se congelaba en cada frase y recobraba vida en las largas pausas de sus diatribas. Me decía de su esposa y de su vida en la montaña. Su historia había sido no muy distinta del resto de los de arriba. El aislamiento en la montaña se hace presente en cada partícula del aire que se respira. Los animales son los confesores y la noche, el resguardo del alma.

Hilario fue gran amigo de mi padre; se conocieron abajo, casi por casualidad. Los unió, hasta la muerte de mi tata, la misma historia. Fueron cómplices en el sufrimiento. Compañeros del desamparo. Ambos perdieron a sus esposas una semana antes de un nueve de octubre. Ambas esposas viajaban en un carro viejo, por el camino del Río Grande; iban a trabajar a los sembrados. El caballo se acercó demasiado al barranco y patinó. El carro cayó al río como haciendo vueltas carnero, enredándose entre los cuerpos de las mujeres, el caballo y el peón que conducía el carromato. Todos murieron casi al instante, incluyendo al caballo. Hilario y mi padre enterraron, una semana antes de un nueve de octubre, a sus mujeres en el mismo cementerio.

La última pausa en su charla fue indestructible y endosa; sólo suspiró. Su hálito olía a huerta y corral. Nos miramos callados y cómplices, como dos hermanos traviesos.
Decidió entonces dejar pastar en soledad a sus criaturas y me pidió de ir al rancho, a fumar y estar en silencio. Respeté su voluntad.
La tarde fue momento de sentir el aislamiento en la montaña. Hilario había ido a un rancho vecino y por vecino, se entiende una distancia de unos cuantos kilómetros. Regresó como a las cinco. Su rostro era incapaz de perturbarse; el mío, como el de un adolescente en su primera cita. Se me acercó y me comentó sobre las virtudes de su vecino. Lo escuché compasivo.

Mi visita al cerro se debió a que en esos días me hallaba recordando mucho a mi padre. Numerosas veces, un recuerdo es fuego en el estómago. Y quizá pensé que Hilario podría llevarme, aunque más no sea por un instante, al pasado y a mi padre, como lo hace un abuelo con su nieto antes de la muerte. El viejo pastor representaba en mi historia un segmento ineludible. Pero esa tarde, mientras me encontraba solo en su mundo tan alejado de lo trivial, un universo evidentemente ajeno a mi presente, donde el tiempo se funde con la soledad altanera y la vida se disipa en cada soplo que baja de la cima de la montaña, pude comprender que el cariño en Hilario se había convertido en un silencio arcaico y necesario.

Cenamos temprano, como es la costumbre en la montaña, a las siete de la tarde. Hilario preparó una sopa con las verduras de su pequeño huerto y comimos mote. Me dijo que era de la noche anterior. Yo me quedé callado. Luego, me convidó con un vino dulce y salimos a fumar. La noche metida en si misma y las estrellas besándonos la frente, hizo que el pastor continuase la pausa ya infinita. Sólo mirábamos las estrellas y le regalábamos al universo nuestras figuras de humo. Más tarde, antes de acostarnos, me contó que en la madrugada del segundo día luego del aniversario de la muerte de su esposa, iba a hacer una ceremonia de ofrenda; eso sería en dos días. Sólo eso, luego, nos fuimos a dormir.

Eran las cinco de la mañana y el prado estaba húmedo. Caminar al alba, en el cerro, me recordó una sonrisa cercana. La tranquilidad me absorbía a cada segundo y me dejaba una sensación de inmortalidad.
Hilario, al verme, hizo un gesto con su brazo derecho como echando una cabra hacia atrás. Me acerqué y nos dijimos buen día.
Fumaba desde temprano, y el humo a contraluz en el primer albor, era la representación de sus propios fantasmas. Apoyó su mano en mi hombro izquierdo y me miró, inflexible pero amistoso. Al cabo de unos segundos, me pidió que me vaya esa misma tarde, ya que no podía estar, al otro día, en el momento que iba a ofrendar a los dioses y a la pachamama.
Se presentó inmutable la tarde, y decidí emprender la bajada por el camino de las mulas y las llamas. No quise indagar en su necesidad de que no esté presente en la ceremonia. Sus palabras siempre fueron rectas y juiciosas.
Mientras bajaba, miré sobre mis hombros y confirmé que el viejo huraño no es amigo de las despedidas. Bajé el cerro con la confianza de dejarse caer en los brazos de un amigo y con la felicidad de haber encontrado al cumpa de mi padre, aquel que de niño, me enseñó sobre la vida en altura.

Me desperté antes del amanecer. El pueblo olía a leña quemada y a rocío. El austero desayuno del hotel donde me alojaba, me regaló la posibilidad de preparar un mate.
Salí a la calle y caminé hacia el río. Crucé el precario y antiguo puente colgante, angosto como la vida de pueblo, y trepé el pequeño cerro que oficia de mirador. Enfrente, el cerro donde se hallaba Hilario.
Me senté en el suelo a tomar el mate. Mis ojos no podían desviarse del cerro del pastor. Un humo con forma de toda una vida subía hacia el vacío desde la ladera sur del cerro. Solo miraba y pensaba. Pasé allí varias horas. Pasé el día con una sensación ajena en mi cuerpo y mente.
Esa noche me acosté temprano y sin cenar.

Las primeras horas del día me invitaron a volver a la ciudad. La sensación extraña se había hecho sudor. No entendía lo que me sucedía. Mis ojos vertían tristeza y mi aliento olía a hiel.
Como queriendo distraerme, fui al comedor del hotel y pedí el desayuno. No pude probar bocado.
En ese momento, entró un señor que me recordó a Hilario en su fiera mirada. Unas pocas palabras y se marchó.
La distancia entre mi comprensión y el cerro se había hecho infinita; en ella, los ojos y las palabras del viejo pastor de incontables anhelos y desventuras. La imagen del humo subiendo era la fotografía de sus voluntades y esperanzas, y yo, no pude más que contemplarla desde mi propia ignorancia y lejanía.
Esa mañana, recibí la noticia que se había incendiado el rancho del pastor Hilario, en la ladera sur del Cerro Soledad.

Texto agregado el 11-02-2014, y leído por 102 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
11-02-2014 Extraño ritual final, imagino que definitivo. Muy buenas las descripciones, extrañas pero atrayentes. Por ejemplo: Allí vivía Hilario, un viejo pastor con pisada de cabra y manos de tierra. walas
 
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