El año 1970 fue testigo del amor que nació en mi corazón. Ella no lo supo, yo no la pude olvidar. Nos encontramos, la primera vez, en el salón de clase, ella concentrada en sus tareas, yo mirándola hecho un bobo primero, y enamorado después. Sucedió un agosto o septiembre, no lo recuerdo con exactitud; cursábamos el quinto de educación primaria. El Gobierno había ordenado que los colegios y las escuelas fueran mixtos, y una mañana llegaron cual golondrinas en verano. Entre ellas estaba Domitila, de angelical rostro que sonreía bajo su crespa y negra cabellera cuya cola descansaba sobre su espalda en forma de trenzas.
La seguí con discreción, en todos los recreos, durante el año. Gustaba, como el resto de niñas, de jugar vóley. Vestía un conjunto o enterizo de terciopelo guinda con bordes de color blanco.
Mi amigo Wilder me salvó de la "garrotera" en que había caído: al verme parado e inmóvil, observándola, me empujó, y salí corriendo del aula sin volver la vista atrás. Le conté lo que sentía. Es buena hembra, me dijo. Reímos. Desde esa fecha su presencia invadió mis noches y mis sueños.
La continué mirando de lejos en el primer año de secundaria; pero la tuve más cerca en el segundo, como compañera de aula. Mis largas y platónicas miradas hicieron efecto: un día en que falté al colegio, repartieron "libretas de notas" del año anterior, ella recibió la mía y me la entregó luego de arrancar la foto.
Las miradas se hicieron más intensas y lo mejor de todo, ¡eran correspondidas!
Después del paseo que la sección tuvo al lugar denominado Balsas, donde nuestros ojos se buscaron más que nunca, un domingo por la tarde, aguardé para verla, en la esquina, a cincuenta metros de su casa. Apareció por la puerta grande. La llamé. Con una seña me dijo espera. Al poco rato salió apurando el paso. ¿Adónde vas?, le pregunté. Voy a pedirle un plato y una cuchara a Susana, me respondió. La acompañé sin decir una palabra. susana, compañera nuestra, vivía a una cuadra cuesta abajo. Al llegar, la conversación que tuvo con ella fue rápida. La esperé a dos metros, con el corazón en suspenso. De regreso, antes que doble la esquina para dirigirse a su casa, la tomé de la mano y, casi temblando, le dije:
—Domitila, te quiero decir una cosa.
—¿Qué? —me preguntó, mientras acercaba mi cuerpo al de ella.
—Quiero estar contigo —le dije.
Domitila exhaló un hondo suspiro y abatió la cabeza sobre mi hombro. Turbado, cerrando los ojos, la besé. Reinaba el silencio; lejos, por el campo, se oía un rítmico golpeteo parecido al de un hacha.
Al abrir los ojos la sorprendí mirándome y le pregunté:
—¿Aceptas estar conmigo?
—Eres un tonto —me dijo y se fue sonriendo. No llevaba plato ni cuchara, sólo un beso. |