Para Fernando
-¿Tú conociste al abuelo Juan?, -No, ¿verdad?
-Yo creo que nunca lo viste, pues tendrías uno ó dos años de edad cuando él dejó de existir en este mundo y partió para el arcano.
-No, tampoco yo lo pude ver en los últimos días de su vida por este mundo, pues había comenzado ya mi vida de vagabundo, y al momento de su partida me encontraba mucho muy lejos del pueblo que te vio nacer. Sí, bien recuerdo que por aquellas fechas vagaba en el “Viejo Continente”. No obstante, tengo muy presente la casa depauperada que habitaba, y que dos años antes estuve platicando con él, en aquel humilde y sencillo lugar donde pasó sus últimos días entre los habitantes y familiares de este lugar que lo vio nacer.
Precisamente, de las cosas curiosas narradas en esas ocasiones que lo acompañé por tardes enteras, son muchas que te refiero. Las pláticas del abuelo eran siempre largas, pero amenas; escuchando al abuelo el reloj detenía el tiempo en la conciencia y se iban las horas sin sentir. Y, justamente sobre ello es lo que hoy te escribo y quiero compartir en estas interesantes noticias, las cuales tal vez no sepas y ahora revivo porque son fascinantes, ya que tratan sobre el pueblo donde vives.
Pero antes de ir más adelante, quiero decirte que los recuerdos del abuelo eran firmes, sin sombra de dudas en todo aquello que tejía el animado estilo propio con que sabía contar los sucedidos. Su chispa y agudeza sobre las cosas admirables y sorprendentes que revelaba y como las decía cuando hablaba, eran para apuntarlas y seguirlas meditando.
-¿Que si el abuelo era un profesionista de carrera y muy estudioso?
-No, él no sabía leer ni escribir, por eso no pudo nunca hacer ningún libro; tenía como profesión aquella honrosa de la vida de los campesinos; sí, toda la vida del abuelo fue un himno celosamente interpretado y convenientemente entonado al trabajo, al sudor y las labores del campo.
Sin embargo, el esfuerzo rudo de las faenas agrícolas, en las cuales empleó la mayor parte de su existencia, no habían hecho áspero ni amargado su espíritu. Su memoria, aunque ya rebasaba los 90 años de edad, era como un espejo que refractaba los hechos, conocimientos y experiencias llenos de frescura, de luz y de vida. Al narrar sus recuerdos, los fijaba vivamente, solazándose como el más refinado y culto de los hombres; con desenvoltura y fuego, con gusto y complacencia, que dejaban ver en él a un hombre satisfecho, lleno, realizado y contento de haber vivido un trozo de existencia en la experiencia de ser de los hombres en el tiempo.
Pero, también el abuelo amaba mucho a su pueblo y alrededores; sabía y conservaba muchas cosas en su memoria respecto de aquella población que lo vio nacer, de la que se ufanaba nunca haber salido en toda su vida. El abuelo estaba orgulloso y satisfecho de su tierra, y por eso la amaba más. Sí, esta región, decía repetidamente el abuelo, que estaba llena de grandiosos acontecimientos en la historia; y era muy grande por recuerdos, efemérides, leyendas y demás cosas encantadoras de cuanto se había allí vivido a través del tiempo.
-¿Que por qué decía el abuelo que es grande Silao?
-Bueno, para hablar de ello, primero es necesario señalar la importancia que tiene para cada uno el pueblo que lo vio nacer. La grandeza sólo está en el sentido más profundo que esconden los orígenes primeros; y, esto se vive y se revive cada vez que evocamos la propia tierra.
Cuando uno habla del sitio donde nació y el lugar donde vivió sus primeros años o toda su vida -como el caso del abuelo-, lo considera no sólo el más importante, el más bello y agraciado, sino el más grande que existe sobre la tierra. -¿Sabes por qué?
Para cada uno, el terruño y la casa paterna representa y hace vivo un símbolo precioso y muy valioso que existe en la tierra. Esto que es algo original, lo conservamos dentro del corazón, sin que llegue jamás a extinguirse. Es tan grande, profundo y misterioso su secreto, capaz de compararse con un sacramento que nos recuerda y hace presente la vida en su primera manifestación; o sea, el don maravilloso de la existencia, el más grande que hemos recibido. Sí, esta es la base del valor que tiene la propia tierra.
La vida es el primer regalo que sabemos tener y disfrutar, y es toda nuestra. La vida viene de la vida y, nosotros somos desde que comenzamos a ser. De ahí que, donde comenzamos a existir, donde nos hallamos y descubrimos como seres vivos, desde allí arranca el disfrute y la alegría, y junto con ello el misterio del grandioso regalo que nos hace únicos y distintos de los demás.
La experiencia de vivir, gozar y ser felices, como aspiración a algo más, también comenzó al nacer y correr en el despliegue y complejidad de la propia existencia; por eso, cada vez que recordamos nuestros orígenes, significa tener una vivencia actual, viva y presente de lo que somos y estamos llamados a ser.
Esta es la razón que hace recordar y evocar con cariño, con respeto y con amor el propio terruño; y el pueblo donde vimos la luz primera, ella tiene esa gran consideración personal, una carga afectiva de agradecimiento y de llamado, lo cual es de por sí totalizante. Por tanto, no sólo es algo sentimental, sino esencial.
Para cada una de las personas es única la tierra natal: porque ahí nacimos a la luz, a la conciencia de ser, existir y crecer; también de ser tenidos en cuenta por los demás. Porque en un punto del tiempo nacimos y estábamos plantados allí, como convocados a la vida, diciendo ¡Presente!, ¡Ya estoy aquí!.
Además, la propia tierra es también el universo de la infancia, de la confianza total en el padre y la madre; es la vida de relación sincera y franca con los hermanos, los amigos y conocidos; es el punto donde no existía el tiempo, o este se llamaba: juego, risa, paz, felicidad, confianza, amor, alegría, libertad...
Así, nuestro lugar de origen es motivo para evocar, llamar y vivir infinitos y gratos recuerdos; su nombre es ocasión de exaltación y orgullo, creyéndolo siempre y entre todos el "mejor" de los lugares de la tierra. Pero a veces, es también una "provocación", una invitación a reflexionar sobre algo que llevamos dentro y no nos atrevemos a confesar: ¡ojalá todo volviera a ser como cuando éramos niños!: inocencia, sencillez, confianza, ilusiones, impulso y anhelos; como un sueño y un cielo. Lugar de paz, protección y amor puro y gratuito.
Es por eso también el terruño querido, como un símbolo de la patria celestial: aquella tierra prometida, donde entraremos a la luz, Dios nos llamará por nuestro nombre, conviviremos con infinitos hermanos y hermanas, amigos y conocidos y, sobre todo, viviremos confiados en sus brazos paternales, porque llegados al país de la vida, la fe y la esperanza habrán terminado, sólo se vivirá la realidad de Dios en el amor y del amor total entre todos los seres queridos.
Bien, ahora que ya sabes por qué es importante el propio pueblo, continúo diciendo que la última vez que estuve platicando con el abuelo, en primer lugar me refirió algunos detalles y noticias sobre los orígenes de sus antepasados. De estas cosas sabía mucho, por haberlo oído contar al bisabuelo. Los antepasados del abuelo, por cierto, habían venido sufriendo a raudales, porque siempre fueron pobres. Dijo que en lo más remoto de su andar por el tiempo, su parentela habían sido víctimas, primero de los superintendentes de los príncipes Tarascos, ante quienes se sometieron por vivir en zonas fronterizas a su imperio.
Sí, porque los antepasados del abuelo no llevaban sangre azul en sus venas, tampoco pertenecía a la nobleza o linajes antiguos de abolengo; aunque el abuelo era también distinto de los demás: más bien alto, de piel bronceada por el sol, menos que oscura, de rasgos bien definidos, espaldas anchas de trabajador, manos gruesas y encallecidas por el trabajo; tenía un mentón amplio y frente despejada, pero a veces se le veía un tanto aguda por las arrugas que enlazaban el arco de sus cejas. Los surcos de su frente ondeaban como mar de olas parejas, pero tenía algunas más profundas. Había pensado mucho y no se había detenido sólo a pensar si pensaba. Era rudo, pero no duro, tampoco áspero ni grosero, era muy respetuoso con todos.
El abuelo aunque era de carácter firme, hablaba solamente lo indispensable, siempre controlado y con prudente equilibrio. Sabía siempre a dónde iba. Su colmado vigor denotaba un rebosamiento de vida siempre en ebullición; se observaba que estaba bien dotado de una penetrante inteligencia práctica, que enseñaba y ponía a rendir. Él decía que con la mezcla de razas que hubo, sólo sabía que era descendiente de los grupos de indios nómadas llamados chichimecas, y que sus antepasados se habían desposado con unos familiares de aquella parcialidad que llamaban "Guachichiles", que merodeaban los feraces llanos de Silao.
Estos "Guachichiles" era un considerable grupo de indígenas, quienes no obstante su número y extensión, por su afán de guerras y rebeldía continuas en tiempos de la Colonia, desaparecieron en el tiempo; no obstante, y como siempre ocurre, de ellos se salvó un resto, los cuales abandonando la costumbre ancestral que los hacía eternos caminantes, buscadores del absoluto, pero concretizado para ellos en los alimentos que les proporcionaba la caza y los frutos silvestres, amén de su pasión por la guerra; sólo que un buen día, decidieron cambiar de manera de vivir, y se asentaron en las regiones fronterizas de las praderas de Silao, las cuales hallaron más que a propósito para subsistir.
Hasta allí llegaron también un día y se habían establecido los antepasados conquistadores españoles de los que descendía por otra rama la familia del abuelo. Y se quedaron anclados en aquella amplia y fértil tierra, que llamaban de "pan llevar", allanando con la mezcla de la sangre toda diferencia. Ahí vivieron por siglos en la tierra del hermoso valle, ajena de montes y quebradas en las que tenían antiguamente sus lares las tribus chichimecas nómadas.
Tal vez venidos a menos, o más bien, porque nunca fueron a más, por ser honestos y subsistir tranquilos de su trabajo solamente, vivieron los antepasados del abuelo como pobres trabajadores de campo. Así, todas las generaciones hasta el abuelo, el cual nunca aprendió a leer ni a escribir, como te indicaba antes; pero a pesar de este notable detalle, el abuelo sabía muchas cosas, pues bien dotado y favorecido de una memoria formidable, podía retener cuanto escuchaba. De este modo, daba razón del descubrimiento y formación del pueblo de Silao y muchos otros acontecimientos.
Contaba que cuando llegó la Conquista y, primero desde Cuitzeo salió Francisco Nuño de Guzmán, el año de 1529, solamente pasó por el pueblo que los antiguos llamaban "Tzilahua", o Silagua, "lugar de humaredas", por los vapores constantes que salían de las aguas termales que había en los alrededores; y más tarde, desde Guadalajara, Don Gonzalo de Tapia, en una exploración hecha hacia 1535, lo estableció como un poblado, siguiendo las disposiciones del rey de España, por las cuales ordenaba que se estableciesen fundaciones en los lugares más a propósito para cultivos y establecimiento de haciendas. Así vino a nacer y llamarse este lugar muy a propósito para el asentamiento de españoles y sus haciendas: "Los Llanos de Silao", porque era un magnífico vergel para toda clase de labores productivas.
Su conformación fue hecha por algunos españoles que se apoderaron de las tierras, los otomíes que venían con ellos y los Tarascos que también fueron transportados hasta el lugar y, por último, los que estaban avecindados en la zona, los verdaderos dueños ¾decía el abuelo¾; porque aquella tierra los había engendrado con su sol, minerales y la misma vida que les participaron sus ascendientes.
Transcurrieron algunos años más, para que el obispo D. Vasco de Quiroga erigiera la primera Parroquia en el pueblo de indios, y sólo hasta después 1550, con motivo de pasar por sus inmediaciones el Camino Real que llevaba a las minas de Zacatecas, tuviera más asomo y traza de pueblo.
Decía el abuelo que la Congregación de Silao fue un pueblo eminentemente tranquilo y sosegado en todo tiempo, tanto que en tiempos de la revuelta de los chichimecas, que duró de 1551 a 1595, y luego por largos años después, este sitio fue el itinerario común y más seguro que se seguía para entrar a la zona del Tunal Grande y la región de Minas de San Luis Potosí; por aquí rodeaban también quienes querían llegar al puerto del Pánuco, o Tampico, evitando las caravanas el paso, más corto, a través de la Sierra Gorda de Querétaro, por el temor de los feroces indios llamados "Jonaces".
Al suroeste del pueblo nacieron y se criaron los antepasados familiares con quienes se mezclaron los descendientes del abuelo, y se quedaron allí con su sangre mezclada de Guachichil y Tarasco, por varias centurias. En tiempos remotos, en aquel lato verdegal de las praderas silaoenses y sus alrededores había abundantes provisiones alimenticias, todos rudos, como los tunales, palmeras, magueyes, diversas raíces y sobre todo, frondosos mezquites, de los que se aprovechaban sus frutos confeccionados en pastas, miel y hasta para hacer licor.
La caza era también copiosa, dada la fauna de que componía aquel medio ambiente originario; había entre otras especies: reptiles de pequeñas dimensiones: la tortuga terrestre, las lagartijas, los escorpiones, las víboras. Las especies de aves y mamíferos no eran muy variadas, pero se encontraban en número elevado por tratarse de lugares acuosos. Se oían graznar, crocitar y parpar los gansos, patos, la codorniz y las grullas; se quejaban sin dolor las palomas y las torcazas todo el día, al tiempo que cantaban con beotismo los guajolotes salvajes.
-También había cotorras, urracas, tordos y otros pájaros que entonaban melódicas sinfonías trenzando hilos armónicos que servían de adorno al idílico junglar; aunque los últimos se cazaban, pero no se comían -decía el abuelo-. Entre la abundante maleza los antepasados podían cazar la liebre, el conejo, la ardilla, el perro, la tusa, el ratón de campo, el venado, el puerco espín y las zorras del desierto.
Claro que eso fue en tiempos remotos. Los antepasado vivían muy bien y se multiplicaban día con día; pero, con la llegada de españoles a los Llanos de Silao y la necesidad de mano de obra para sus haciendas, muchos indígenas fueron dados como esclavos en las Encomiendas. Las Haciendas con el cultivo de ganados fueron acabando todo y los habitantes perdieron no sólo su libertad, sino también su tierra y cuanto la componía. Todo se vio alterado con la entrada de los invasores europeos. Y, poco después, cuando se descubrieron los ricos minerales de plata de Santa Ana de Guanajuato, no sólo indígenas, porque fueron insuficientes cuantos vivían en los alrededores y muchos se acabaron con las pestes; sino que hubo necesidad de traer negros de las Antillas y de otras cacerías que emprendieron como negocio los europeos en las selvas del África negra.
Hileras de esclavos negros integraron y tararearon por años el doliente salmo del trabajo de los campos y de las minas. De este modo, los cautivos africanos, junto con los indígenas declarados tales, también subyugados y oprimidos, fueron forzados a enriquecer y hacer felices a los numerosos conquistadores con el rudo trabajo de la barreta, los picos y las palas; su dolor estaba unido al rechinante giro rotular de las carretillas de fierro, que empujaban con sus manos y su fuerza en el acarreo de los metales desde los fríos y sombríos tiros de minas hasta la luz del sol.
La mayoría de las veces, esta pesada labor la hacían en ponderosos canastos de carrizos: cinchas anchas ornaban sus frentes con los fardos superiores a su propio peso, que siempre rebasaba sus fuerzas; por eso, un continuo lamento afónico se confundía con el chispeante y bruñido sudor de los mineros, que corría de prisa, haciendo surcos por el rostro y rociaba la tierra, como llorando; mientras, enhiestas las pesantes banastas se bamboleaban por las espaldas y allá iban hasta la boca del tiro de las minas por donde se asomaba indiferente el sol; eran gestos acerados que cumplían como un rito, en silencio, pero sin ahorrar la mueca amarga y grosera con el rictus rebelde pegado a los rostros macilentos, los cuales parecían ya acostumbrados y cincelado un dejo de tristeza en sus semblantes por el perenne dolor.
Y allí hallamos a los antepasados de los familiares del abuelo, sirviendo en las tareas de minas y granjerías de colonizadores. Incontable fue el número de los que dejaron el postrer hálito de vida en los campos de trabajo, con los tuberculosos pulmones deshechos por el pesado trabajo de las minas. Quedaron esculpidos en las frías paredes los ecos de aquellas convulsivas toses, y los ondulados tiros estrechos y soterrados los ahogaban antes de ganar el aire.
En aquellas mazmorras, sepultados quedaron también los gritos del riñón sediento y plañidero que mendigaba una gota de agua para mezclar el chorro de sangre, la cual más que centro y fuente de vida, era cada día, por lo escasa, sentencia de muerte. De este modo murieron gran cantidad de indios tímidos, reservados y pacientes, suspirando por las míticas praderas del norte, los lugares altos, de donde habían procedido en un tiempo inmemorial sus más antiguos padres, los que conformaban las tribus chichimecas.
Me narró el abuelo algunos casos tristes de mineros que se perdieron en derrumbes y quedaron sepultados en las galerías y túneles en lo más profundo de la tierra. De ahí habían surgido varias leyendas de espantos y misteriosos hechos que corrían en aquellos pueblos mineros. —Pero, no voy a referirte por ahora ninguna de ellas, porque mi intención, al repetir la última charla del abuelo, es hacer memoria únicamente, entre aquellos recuerdos interesantes y conservados vivos en su inteligencia y aprendidos al escuchar a los demás, aquello que me describió detalladamente la última ocasión que lo vi, sobre la llegada de los primeros colonizadores al valle de Silao.
Por cierto, recuerdo que en esa coyuntura le pregunté también, si por caso sabía o conocía la existencia de algún documento que comprobara cuándo se hizo la fundación de Silao. Me contestó solamente que estaba enterado de cuanto decía la tradición; o sea, que fue el lejano año de 1535 la fecha de su establecimiento.
Porque el documento, que sí existía, se perdió, como consta de una petición hecha al respecto el año 1681, cuando D. Antonio Aguilar, vecino de la entonces Congregación de Silao, pidió que se lanzara una conjura, y hasta el anatema, es decir, la "excomunión", para la persona que tuviera el "Acta de la fundación de la Congregación de Silao y la erección de la Iglesia parroquial, que tenían conservada en sus Archivos los Curas pasados y se la habían robado al anterior, D. Pedro de Sigüenza Bañuelos. El obispo de Michoacán, entonces D. Francisco Aguiar y Seijas (que luego fue Arzobispo de México), ordenó y mandó tal censura, que era la máxima sanción eclesial que pedía el disgustado silaoense. Pero, con todo, el Acta de la Fundación de Silao no apareció.
Aquello que sí se sabía, por tradición, y acaso tomada de alguna leyenda indígena muy poco conocida, es que mucho antes, casi desde los primeros años de la conquista, o sea, cuando llegaron los españoles a México, fueron unos soldados quienes descubrieron el valle de Silao.
-¿Que cómo se llamaban?
-No, eso no me lo dijo el abuelo, porque tampoco lo sabía. Sólo indicaba que los nombres de los descubridores de Silao quedaron perdidos y sepultados en la polvareda del tiempo.
Decía el abuelo, que todavía en aquellos tiempos de la primera mitad del siglo XVI, el cuadro de la naturaleza era muy distinto de como se puede observar actualmente en la región de estos llanos, la cual está muy desgastada y llegando a condiciones extremadamente secas.
Antes había vegetación, lagunas y abundancia de aguas en las capas más superficiales del terreno. Y, por este río que está casi todo el año enseñando sus costillas de arena, se desplazaba sin cesar el agua pura y cristalina y entre el fluido virginal y límpido que corría tranquilo y sin prisa, se mecían jugueteando diversa calidad de peces y animales acuáticos, mientras se escuchaba un canto sin tiempos de música líquida en todo el ambiente. Entonces se podían vislumbrar orquestas encadenadas por el mensaje alegre que flora y fauna tejían con maestría, elevando un concierto que apacible guardaba y pregonaba todos los días el viento. Este soplo lo esparcía hasta regiones lejanas, pero ante todo, el enclave misterioso hacía del lugar un paraíso de armonías frescas, apacibles y melodiosas.
-¿Qué de dónde venía tanta agua para la región?
-Sin duda de los muchos manantiales que había en la Montaña, pero que se han ido secando con el tiempo.
Luego el tiempo hizo lo demás, para dejarlo moderno como ahora está.
Pero, todavía de aquel pueblecito quedan en mi mente límpidos y bien trazados recuerdos en su maqueta, pues lo conocí siendo un crío diminuto de inteligencia incompleta. No sólo lo visitaba de vez en cuando recorriendo sus aledaños, sino luego más frecuentemente todavía cuando gané estatura con el paso de los años.
Por eso quedaron sus imágenes grabadas en mi caletre, puesto que era chico y continuamente lo contemplaba mientras iba cargando mi cubeta o acetre, transitando sus calles adoquinadas pegándome a sus aceras, o entrando a sus numeroso templos, que se elevaban por los techos con sus encaladas cúpulas y las artísticas torres de canteras.
Con riesgo de usar mal los pinceles, déjame describírtelo a grandes trazos como navegaban en mi niñez categórica, con sus soldados sin brazos, caballitos y bajeles, en uno de mis viajes de elemental cresta poético-alegórica.
Para ubicar las coordenadas planimétricas de su emplazamiento, piensa por un breve momento en una cruz distendida y ponle a cada esquirla morfológica el nombre de una avenida.
Entrando por el Norte al huerto que es del país su corazón, llegar se puede por León: esa es la Avenida General Álvaro Obregón, un militar que hizo aquí una guerra; esa calle en medio se achica y sigue corriendo y cambiando nombres hasta llegar al panteón de afuera.
La otra puerta se encuentra mirando al Levante, es por donde el sol nuevo y pujante difunde su primer rayo, surgiendo detrás de una lomita: es la vía del 5 de Mayo; ésta, en el centro se estrecha y se llama Zaragoza; más delante es Carrillo Puerto, pero luego se extiende impetuosa pasando la vía del tren violento que ha causado tanto muerto, y saltándose La Aldea, va a llegar hasta Romita.
Así queda bien asentada la cruz, que está magníficamente orientada, con los nombres de héroes y guerras pasadas, en esta ciudad llena de luz.
Por cualquier punto que entrares y las calles que recorras con sus lozas, verás sobresalir de las iglesias sus torres enhiestas y majestuosas. Cada cuadrante adjunto que conforma el diamante de aquella hermosa ciudad tiene edificios y templos de gran calidad. Tal vez encontrarás que uno sólo reserva varios monumentos de éstos, pero eso no indicará que los demás ya estén muertos.
Viniendo del Cubilete, eminencia de las sierras, se encumbra la torre del Santuarito; es de un talle original muy bonito, hechura del maestro Tresguerras; esta obra de gran elegancia, pedestal de cumplidas preces, que en majestad y laya supera con muchas creces la del Carmen de Celaya.
Enseguida y sólo a tres pasos, aunque es del cuadrante de enfrente, luego de unas casas chatas, siempre llegando de Guanajuato, está el complejo de torres cuatas con una frente a las dos de finos trazos que forman un triunvirato. Es la “Casa de Ejercicios” llamada así por tradición, pero es lo mismo que el Sagrado Corazón. Este asombroso arte galano pedido por un silaoense, es de un fino talle perfecto, único en su digesto, obra del mismo talentoso terciario franciscano celayense.
Y al llegar a la propia médula de ciudad tan prodigiosa, estarás en el núcleo o corazón de majeza esplendorosa; es una obra de postín dispuesta frente al jardín, el llamado templo parroquial, que compite en donosura con la mejor catedral.
A los lados de la iglesia y del jardín, en su redondel sin fin, verás desde un ángulo indistinto, edificaciones eximias que adornan esta golosina del arte casi extinto; a donde tu vista se fuera hallarás arcos triunfales que respiran aires de solera por los antiguos portales.
Casi a una cuadra del admirable lozano vergel cuyo corazón es el quiosco, se encuentra un recalzo de distinción vigilante que tejió calladamente sin espuma ni barniz, el verdor de fe y esperanza que se vive en la región y el país; es un tesoro valioso tendido al costado de una fontana de oro: simple, sereno y nada ostentoso, ejemplo de lo que debe ser el ser humano, ahí se eleva el humilde y discreto templo franciscano.
Pero no se agota allí todo el hechizo y galanura, pues existen otras delicias y encantos: jardines, casas ancestrales, mansiones señoriales, ex-conventos y algunos templos santos, cuya prez alaban todos con holgura. Por ejemplo, y al primer examen, está el templo del Perdón que tiene la hermosa Virgen del Carmen, sentada, de un porte majestuoso y de cabal transporte y arrebato, que es por todos apreciada con emoción hasta el llanto.
Más pequeño y de igual respeto es el pequeño de Ntra. Sra. de Loreto; y así, se encuentra que cada barrio tiene el suyo propio, según he visto y lo sé: El Santo Niño, El Santuarito, La Piedad, y San José. También detrás del nuevo mercado, hay un recinto ancestral, que fue un convento inconcluso, de trazo monumental, y es ahora la escuela Don Miguel, que está en las calles de Palma y Laurel. Todavía, otra obra de admirar no sin gusto y emoción, es la Alameda o parque familiar que cual jardín de leda, está cerca de la Estación.
En derredor del otero, o ciudad de cepa y feliz agüero, fino cabezal de nobleza, no hay resabios que empañar puedan el derroche de perfección que cinceló aquí la naturaleza. Si vuelves tu vista hacia el punto norte-oriental, ya puedes tender aquí tu tienda o tu habitación cabal, pues este remate montañoso colosal tiene por coronamiento de gloria, el triunfo completo de la fe y de la historia. A él vuelven su mirada los ojos piadosos y el corazón sincero de toda la esclarecida grey, pues se eleva desde aquí por el orbe y el cosmos entero, la regia y soberana efigie del augusto y magnífico emperador Cristo Rey.
Aquella admirable montaña que sirve de peana o distinguido pedestal donde el Rey de reyes pone en la tierra su pie y su presencia soberana, figura una águila real que baja egregia y triunfal con su cargamento precioso, indicando a la vez su señorío sobre las alturas y aquí su deleitable reposo.
Este majestuoso monumento que se divisa desde lejanos lugares da el punto exacto y completo a la tierra de mis recuerdos y es el impulso frotante de mis suspiros cordiales.
|