Cada sábado Manolo acompañaba a su mamá a los lavaderos, cargando unas cubetísimas atascadas de ropa arrugada. Y debía esperar a que ella terminara de restregar los trapos que colgaba en unos tubos como soportes de columpios donde se mezclaban por igual cobijas, toallas y calzones.
Los lavaderos eran dos hileras de bases dentadas en mitad de cubos inmersos como islas en un gran rectángulo invadido por el agua espumosa que brotaba de una llave con persistencia anfibia. Ahí las señoras se enquistaban para lavar sus trapos, integrándose con tenacidad artrópoda al chismorreo general.
En ese entonces Manolo ya veía los perturbadores anuncios comerciales donde aparecían ninfas en tanga erotizando frituras y chocolates. Y podría jurar con la mano sobre el “Amazing Spiderman” que no había nada tan asexuado como las piernas robustas cubiertas con medias de colores de las damas enconchadas, que al tallar sus prendas realizaban más trabajo muscular que un levantapesas sueco.
Los fines de semana no abrían el lugar, pues aseguraban la puerta central con una cadena extensa bloqueada por un candado, como si hubiera algo qué robarse. Sólo quedaba una zona constituida de barrotes entre los cuales Manolo y sus cuates entraban de lado como figuras egipcias.
Una vez adentro eran los amos y señores del territorio matriarcal. Se ponían a jugar al frontón con pelotas de esponja o hacían cascaritas con balones desconchinflados, marcando las porterías con los piedrones que usaban las señoras chaparritas para alcanzar el lavadero.
Había algunos que echaban competencias de ejercicios tomando impulso para sujetarse de los tubos donde se tendía la ropa. Ya colgados como macacos cangrejeros, alzaban el cuerpo hasta unir los codos con el pecho, con los rostros congestionados y enrojecidos.
En la zona más alejada del área neural había un espacio agreste donde Manolo atrapaba insectos antediluvianos que hallaba al levantar las piedras dispersas cual esculturas de Cazenave.
El grupo de Manolo estaba comandado por el Hirochi, un muchacho larguirucho de ojos rasgados que fundaba su autoridad en su voz ronca, el inaudito vello púbico, y en su ingreso a la secundaria.
Cierta ocasión en que se dirimían diferencias jugando a las canicas, de las bardas bajas del lugar se desprendieron como orcos los invasores de la otra colonia, a quienes se les había antojado echarse un partido de futbol y les estorbaba el clan de Manolo.
El Hirochi ordenó el repliegue de las tropas y encaró al líder de los bárbaros, un chamaco negro y correoso con el acné justo para conformar las constelaciones del cuervo y el dragón. Se hicieron de palabras y para acabar pronto se dispusieron a “partirse la madre” en medio de la gritería.
Manolo recordaría el resto de su vida la manera en que el Hirochi adoptó una posición de felino encorvado mientras su rival se iba sobre él con las manos abiertas como luchador, para sujetarlo del pescuezo y hacerle la huracarana.
El combate no duró más de unos segundos. El Hirochi dio un grito como de niña, giró y le acomodó tremendo patadón al otro que lo mandó a volar sobre sus vasallos con dos constelaciones zodiacales reventadas y la nariz cubierta de sangre.
Manolo y los suyos debieron cambiar sus esquemas mentales de las extenuantes peleas de charros que veían en las películas donde se golpeaban en procesión, a la nueva técnica que atestiguaban. De modo que le dejaron un espacio reverencial al cuerpo aún violento del Hirochi, mientras los vencidos cargaban a su líder y huían con el rabo entre las patas.
De tal suerte, las siguientes semanas que Manolo acompañó a su mamá al lavadero ya no se dedicó a escuchar chismes incomprensibles ni el pendejeadero de “pinches viejas busconas”. Para entonces ya había consultado al Hirochi sobre el misterio de su arte, determinando aprender la espectacular patada de giro, por lo que al dejar a su mamá dando empujones con el jabón Zote, él se concentraba en la ejecución de las katas que Hirochi le enseñaba con el gesto austero de un monje zen.
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