El laberinto de la tortuga
Su futuro siempre fue incierto pero no le preocupaba, sabía que ella podía rebuscarse en lo que quisiera para salir adelante. Algunas veces supo tener miedo, pero esto no era algo que la caracterizaba.
Pasó su vida dentro de un laberinto del que solo ella conoció siempre la salida, nadie más podría haberlo logrado.
Con la independencia en sus genes, sabía concretamente cuáles caminos tomar para tocar la libertad. Tuvo sus momentos de locura, angustia, rabia y siempre la acompañó su capacidad de desarraigo.
Vivió en varios lugares del mundo y también dentro del que ella se construyó.
Luego de viajar mucho volvió a su país (también viajó dentro de éste). Supo encontrar y encontrarse en cada recóndito sitio. Una habilidad innata que la persiguió todo el tiempo.
Otra vez arma un bolso, esta vez no lleva en él casi nada, se deshace de todos sus muebles y cuadros que hoy habitan alguna casa del algún desconocido. Pero no le importa, sabe que alguien disfrutará de ellos y que quizás un día volverán a ella.
Consiguió trabajo atreves de un amigo en una zona colmada de gente sedienta de diversión en pleno verano. Los días de lluvia no trabajaba y podía ir a un pueblo no muy lejano a visitar a un chico que había conocido en sus primeros días de estadía en la playa.
La lluvia era intensa, no le afectó. Sabía que quería estar junto a él por lo menos ese día.
Se tomó un mini bus que la dejó en la puerta de la casa a la que iba. Esta vez, el rumbo no era incierto pero no así sus sentimientos. Debía verlo para saber qué era lo que le ocurría estando junto a él.
Al golpear primorosamente la puerta no se oyó nada. ¿Será que se fue? ¿Me habrá dejado esperando sin importarle? Se preguntaba… Pero sus preguntas parecían no darle respuesta alguna. Nadie aparecía, él no estaba allí.
Sin preocuparse, se sienta sobre unas rocas que se dibujaban para dar entrada a la casa que aún parecía deshabitada.
No piensa, solo esperará algunas horas. Saca de su pequeño bolso una libretita que había comprado en Nueva York, en uno de sus viajes, junto con algunos lápices de colores en perfecto ornen que al mirarlos transmitían una sensación amplia de ingenuidad, organización y esperanza. Al escoger un color (verde) y abrir su cuadernito siente que a lo lejos alguien pronuncia su nombre. Queda inmóvil, guarda sus cosas en el bolso.
Al levantar la mirada ahí está él. Simplemente había ido a comprar algunas cosas para la cena y una gran cantidad de velas, que más tarde servirían para resaltar sus rostros y algo más.
Ella lo mira con ojos de tiempo, él no le da importancia y la invita a pasar. La toma de la mano para ayudarla a levantarse. Juntos caminan hacia la casa.
Al entrar él le ofrece una copa de vino, ella sujeta la copa con delicada firmeza y toma pausadamente el vino. Lo disfruta.
Reflexiona y se cuestiona por unos instantes si había hecho bien en haber ido a visitarlo, pero como es tan pragmática, sabe que es lo correcto, lo que sentía debía de hacerlo, pero no todo lo que pensaba podía ser dicho.
Prendieron las velas y después de cenar algo ligero se sumergieron en un colchón y hablaron, mientras, el tiempo se hacía cenizas, se desvanecía sobre ellos. La lluvia golpeaba con fuerza los altos techos de chapa, que hacía aún más acogedora la velada.
Luego siguieron las caricias y los besos (las palabras ya no emergían) el tacto parecía ser el único sentido que poseían en ese instante.
Ella se queda dormida sin notarlo, sin buscarlo. Él no la despierta, se limita a acariciarla hasta caer en un ligero sueño.
Mientras dormían, el brazo de él que ansía tocarla no la encuentra, abre con fuerza sus pesados ojos que denotan exhaustas horas de trabajo acumulado y nota que no hay nadie en su cama. ¿Será que se ha marchado sin más? Se pregunta para si. Se incorpora lentamente y distingue la sombra de un cuerpo desnudo donde resaltan unas largas piernas y piensa que tiene que ser ella. La llama pero nadie le responde, su piel se eriza, comienza a dudar y conjeturar sobre lo que creía estar viendo.
Toma coraje y se levanta de la cama. Se tranquiliza diciéndose: es ella, no me escucha.
Al caminar menos de un metro la ve a ella parada frente a la puerta del baño, petrificada y con ojos de urgencia. Él vuelve a llamarla desde muy cerca, lo más cerca que se atreve, pues la situación le genera un extraño sentimiento de miedo e incertidumbre.
Ella por su parte le responde: Estoy esperando que salgan del baño, necesito entrar y hace rato que nadie sale. Llevo un tiempo aguardando pero es que ya no me aguanto. Él sin entender lo que ella le decía, le susurra al oído: No hay nadie más en esta casa que tú y yo, puedes entrar, está vacío. Ella entra y él vuelve a la cama mientras la espera. Cuando ella irrumpe en el cuarto, sin hablar, vuelve a dormirse con gran rapidez. Por su parte, él acaricia la gran ala tatuada en aquella femenina y ancha espalda que parecía por instantes hacerse infinita insinuando libertad.
Por la mañana, ella se despierta rascándose con firmeza la palma de la mano derecha como queriendo quitarse algo. Él se despierta unos minutos después, la mira y le pregunta qué es lo que le ocurre. Ella no lo mira, sigue enfocada en su mano y le responde: Ya te he contado, tenía una tortuga de agua incrustada pero he podido quitarla con mucho esmero y fuerza ya que parecía no querer desprenderse de mí (la palma de la mano le sangra). Él va en busca de un paño, lo moja y luego lo escurre. Le venda la mano y ella se deja.
Él le aclara que no le contó absolutamente nada acerca de ninguna tortuga. Pasan un rato en silencio, ninguno de los dos emite palabra o sonido alguno.
El primero en hablar es él. Le cuenta lo ocurrido, la situación del baño. Ella no recuerda (mueve la cabeza indicando negación). ¿Cómo no iba a acordarse de que estuvo parada en la puerta del baño, esperando que alguien que solo ella sabía podía estar ocupando el mismo? No lo entiende. ¿Será la costumbre (piensa rápidamente) de estar siempre viviendo con muchas personas que me imagino que siempre hay alguien más?
Él responde que no sabe la causa de lo que había ocurrido aquella noche pero que era lo que había visto. Ella asiente por complicidad, pero no por convicción.
¿La tortuga existió o me la he inventado yo? Le pregunta a él. Sin dejarlo hablar, le dice: no puede haber estado en mi mando arraigada una tortuga de agua ¿verdad? ¿Lo habré soñado? ¡Pero mirá! Mirá mi mano, le dice exaltada… (Se quita el vendaje y ya no hay nada de sangre, pero sí algunos puntos y rastros de algún rasguño). La situación sigue siendo una incógnita para ambos.
Se levantan y preparan el desayuno. Ya no llueve, el cielo parecería haber entrado en reposo abriéndole paso a un minucioso arcoíris.
Hacen un mate para ir a dar un paseo por la playa. Mientras caminan (los dos sin hablar) piensan en lo mismo: el incidente y el incierto suceso con la tortuga de mar.
Ella detiene el paso, le da un beso en la mejilla y se marcha (él no la detiene). Tiene que volver a trabajar. Promete escribirle (sabiendo que no lo hará de inmediato) cuando llegue al balneario en el que se hospeda.
Se sube al mini bus pero decide bajarse una parada antes del destino donde hay una playa hermosa y solitaria. Se sienta en la orilla, respira hondo el aire invadido por el olor del agua salada y contempla el oleaje. Con cada ola que rompe sobre sus pies la imagen de la tortuga vuelve a ella. Mira la arena húmeda, esperando quizás algo mágico: ver aparecer a la tortuga, aunque sabe que ésto no ocurrirá.
Saca su cuadernito de dibujos y la plasma sobre el amarillento papel. Ahí la tiene, lo que hasta entonces solo habitaba en su imaginación ahora se había convertido en algo visible para ella y para el que la quisiera ver.
Al mismo tiempo que contempla su mano derecha decide ponerle nombre a la tortuga, ésta se llamará a partir de ese instante “Kurma” y de esta forma siempre estará en sus recuerdos más próximos.
El clima es húmedo y la temperatura es alta en consecuencia decide meterse en el mar. Nadó un buen rato contra la marea (era buena nadadora). A lo lejos vislumbra un pequeño yate y decide llegar a éste. Nada, hace alguna pausa en el recorrido y sigue nadando. Al llegar al yate un hombre y una señora le permiten subir. Comienzan a hablar sobre banalidades de la vida. Le ofrecen algo para tomar pero ella les agradece y les dice que debe marcharse pues tiene que ir a trabajar y se le han pasado las horas con rapidez. Se despide con una sonrisa, baja la escalerita del yate y comienza a nadar hacia la orilla donde están sus pertenencias.
Cansada, llega hasta la orilla con una gran sensación de paz que invade su cuerpo y su mente. A sus espaldas el yate blanco dobla hacia la derecha (dejando entrever pintado el nombre del mismo, “Kurma”, en color verde) y se sumerge en la profundidad del océano hasta desaparecer.
Se sentía como si hubiese volado muy alto y muy profundo.
Se seca la cara con las manos acuosas y se dirige a buscar su bolso para partir.
Al llegar a éste queda inmóvil, cree que lo que está viendo es fruto de su imaginación, no podía ser cierto, pero quizás lo era, quizás lo fue, quizás lo es.
Pasaron los años y desde aquél día nadie supo más sobre ella, quizás la imaginación la llevó hacia algún otro mar, hacia algún otro cielo.
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