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Amaneció sola, en una habitación blanca y límpida, poblada de imaginación y con un sentimiento extraño en su garganta. La soledad de aquella mañana hacía que el balneario que habitaba se sintiese aún mas despoblado, tan vacío como su propio cuerpo. La incertidumbre le apretaba la sien que intentaba hacerle un espacio a la bola que invadía su cargar.
Siendo ella tan escéptica sintió que aquél malestar que la abrazaba, como un amor que no quiere ser abandonado, debía haber sido resultado de dormir con la boca abierta. ¡Sí! (pensó con gran convicción) definitivamente al dormitar algún bicho extraño había entrado en su cuerpo sin haber siquiera pedido permiso.
Con su pesada garganta, trata de subestimarla. Se convence a si misma que es algo que con algunos tragos seguidos de agua se irá.
Prepara sus cosas para ir a la escuela de arte. Toma lentamente, como si el tiempo no existiera para ella, algunos lápices de colores, hojas blancas y varios pinceles manchados por viejas acuarelas que demostraban ya haber sido utilizadas para alguna antigua obra en papel.
El pesado andar acompaña su inconsciente aunque ella no lo sabe, o prefiere no saber.
Camino a la escuela con su mochila a cuesta mira el mar con ojos que no quieren ver más allá de lo tangible. Prefiere no mirarse ni analizarse a si misma, eso la agotaría solo de imaginarlo.
Al llegar a la escuela comenta con sus compañeros el malestar incierto de aquella misma mañana. La respuesta universal pareció ser la más válida y eficaz para su caso: ir al médico.
Ella, escuchando y no, todo tipo de hipótesis seguía suponiendo que era cuestión de un día, eso desaparecería.
Los días pasaron pero no así su molestia. Su bola parecía hacerse cada vez más y más grande, como si hubiese encontrado el lugar exacto para refugiarse por un tiempo indeterminado.
Sin embargo por momentos la bola parecía querer irse, pero solo eran eso, momentos.
Pasaron meses de intensos fríos hasta la entrada del verano. Ese 23 de diciembre mientras organizaba algunas de sus tareas domésticas en el hogar, la bola se le hizo insoportable, tanto así, que intentó vomitar varias veces para expulsarla, pero nada de lo que ella hacía para desalojarla parecía importarle a la bola. Importunaba ahí, inmóvil.
Ya lo había intentado todo: ignorarla, expectorar, tragarla, negarla, vomitarla, pero todo era en vano.
Ese día sin dudarlo hizo un pequeño y ligero bolso con sus cosas más importantes y se dirigió a Montevideo donde viven su hermana y sus padres.
Luego de 3 horas llegó a la casa familiar. Ésta vez la gran puerta maciza de color marrón le pareció más amplia que de costumbre, ésta resplandeció sobre sus ojos. Su hermana abrió la puerta, la estaba esperando. Una gran sensación de alivio la abrazó por completo. Al entrar, se acurrucó en posición fetal en un sofá y le relató a su hermana lo que le estaba ocurriendo. Entre palabras y más palabras se quedó sin éstas y se sumergió en un sueño profundo, de los que no recordaba haber tenido hace tiempo.
A la mañana siguiente se preparó un café y dos tostadas con manteca. Mientras desayunaba sus padres se sentaron junto a ella, y decidieron por ella que tenía que ver a un médico y así saber qué le ocurría. Ella asintió (no porque siempre lo hiciera sino porque ya no le encontraba salida).
Prefirió ir sola al medico. Sentada en la sala de espera, con una libretita y un lápiz se retrató. Su boceto era de su rostro, pelo y el gran énfasis se advertía en su cuello, que parecía haberse tragado una sandía bebé horizontalmente. Y como pie de foto escribió: “¿Qué me pasa doctor?”.
Escucha su nombre en voz alta, una enfermera la llama y la acompaña hasta la puerta del consultorio. De pie ve a un hombre entrado en años que se presenta y le pide que tome asiento. Ella sin más le cuenta lo que le pasa hace tiempo. El médico la escucha casi sin parpadear, al punto de no saber si la escucha o no. Pero al mismo instante ella ve que la mirada de aquél hombre era una mezcla de compasión que parecía derramar cierta dulzura frente a ella y su relato de “la bola” que vivía en su interior.
Al finalizar, el hombre toma una libreta de hojas blancas, le pide su número de cédula de identidad, nombre y apellido y escribe: “pase al psicólogo”. Le explica que físicamente no tiene nada que él pueda solucionar.
Ella lo mira con ojos desesperanzados, levanta sus hombros y le dice “Entonces, ¿qué es lo que hago doctor?”. Él le da la hojita blanca y le dice que lo que ella necesita es simplemente hablar, sí, hablar. La despide con un saludo de manos final, ella se levanta y con la hojita en mano despidiéndose cierra la puerta.
Perpleja, entiende aún menos y piensa “si no es físico entonces ¿qué es?”. Y sigue especulando… “¿Hablar? ¿Qué me quiere decir con “hablar”? “Siempre hablo…”.
Sin embargo este médico por alguna razón que ella no supo le creó cierta confianza, así que decidió hacerle caso e ir a ver a un psicólogo.
Llegó a su casa, hizo algunas llamadas y para el mismo día en la tarde tenía hora para concurrir al analista.
Pasadas las horas sale de su hogar y camina hasta el consultorio sin saber con qué se iba a encontrar. No creía mucho en el psicoanálisis pero parecía ser la última señal de esperanza para terminar con el conflicto.
Al tocar el timbre del lugar la recibe un señor no muy adulto. Ella no le presta mucha atención a él sino al consultorio que parecía estar estampado con la cara de Freud y su hija por todos lados. Ella toma asiento y el hombre hace lo mismo, solo que éste saca un cuaderno y una lapicera del bolsillo.
Sin más, el terapeuta le pregunta qué es lo que le pasa, qué es lo que siente y porqué cree que está ahí.
Ella responde y cuenta una vez más la historia del elemento extraño que atacaba su ser. Mientras, el hombre no para de escribir, hasta que hace una breve pausa y le dice: “Tenemos mucho para tratar. Me tienes que contar en detalle cada cosa, momento o suceso que tú creas que pudo haberte provocado esa molestia. Lo que tienes es algo grande o pequeño, eso es por muchas cosas que no haz querido decir con el tiempo y se te han agrupado como una torre de cartas formando una casita muy alta, hasta convertirse en esa “bola” de la que tanto hablas que no te deja en paz, y la que no se destruirá hasta el día que la soples y veas caer cada naipe. A partir de ahora nuestro desafío es que tú te comprometas a contármelo todo para así poder expulsar soplando la “bola”.
Pasaba cada viernes sin faltar a una consulta con el psicólogo, era consciente de que le estaba haciendo bien, que su cabeza había tomado un rumbo disímil hasta entonces desconocido por ella. Había comenzado a analizar varias cosas de las que jamás se había parado a pensar. Como por ejemplo, qué personas la querían y escuchaban de verdad, hasta dónde ella se “abría” a los demás, quién era ella para sí realmente ¿era lo que demostró ser toda su vida o en realidad dio lo que parecía gustarle a la gente de ella? Analizó varias veces, se cuestionó todo tipo de asuntos, decisiones tomadas, relaciones de pares, y más.
Al parecer la extraña bola por semanas parecía abandonarla, cuanto más llenaba su cabeza de respuestas y no de inciertas preguntas, el extraño cuerpo que la atormentaba parecía tomarse vacaciones, y esto a ella le generaba una gran conmoción y una fuerte sensación de liviandad.
Pasó un año, y la bola ya no estaba, había desaparecido sin que ella se diera cuenta.
Dejó de ir al psicólogo porque ya se sentía muy aliviada, y no todo lo que aquél hombre le decía eran justamente cosas lindas. Por momentos ahondaba en cuestiones que a ella no le interesaba abordar. Se decía a si misma “Si he enterrado algunas cosas, prefiero que así sea. Abrir la tapa de algunas cajas no me parece necesario, todos tenemos algo para no contar, todos cerramos puertas y no solo por cerrar”.
Y así fue que lo abandonó a él también, como si fuera otro de los hombres que habían pasado por su vida enamorándose de ella hasta perder el sentido, pero que ella había preferido que se apartaran de su lado. Dejó al psicólogo como si fuera algún otro amor de verano.
Transcurridos unos meses en armonía, sin conflictos internos nota rápidamente que la bola le pide con poco permiso volver a entrar, pero esta vez ella ya la conoce. Sabe que hay algo que necesita decir que debe ser expulsado rápidamente para que no vuelva a convertirse en otro suplicio.
Pero esta bola es diferente a la anterior, no es tan intensa, igualmente ella no la quiere. Ahora ya sabe lo que tiene que hacer, comienza a hablarle a la bola para que no subsista en ella.
Una noche de pleno enero con el sol ocultándose detrás suyo se ahoga en un recóndito sueño. Una tierna mano acaricia su frente y cuello. Ella se despierta y ve el rostro de su amado, por su parte ella le devuelve una sonrisa. Al abrazarlo nota que en su mano tiene algo, se aparta cariñosamente de él, se vuelve contra su mano donde ve con claridad y cierto destello un transparente huevo de tortuga abierto que dentro tiene una nota. La abre y la lee.
En ese preciso instante la bola en su garganta desaparece dejándole un vacío colmado de aliento, abriéndole paso a la incertidumbre de su nueva ruta.

Texto agregado el 08-02-2014, y leído por 86 visitantes. (0 votos)


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