La vida son varias vidas y también es nuestra vida, lenta y pausada como siempre lo fue, mas con una nota que sospecho no se dio de continuo: la sorpresa. Sorpresa con que asistimos sobre todo a la proliferación de los más diversos cachivaches electrónicos. O, si no, a ver quién se explica que se pueda hablar por medio de un trozo de plástico, con todos los componentes que se quieran. Al menos cabe imaginar que pueda discurrir la conversación a través del cable, pero quién de verdad comprende que te puedan estar hablando desde Madrid con tan escaso soporte. Yo quiero hacerme el despistado con mis coetáneos, pero, en el fondo, soy de los que más alucino.
Nuestros ancestros, durante siempre, apreciaron mejoras en sus instrumentos, que- incluso- desdeñaron con el sempiterno argumento de “donde se pusieran los viejos tiempos”, pero esto que nos sucede a los de ahora, de no tomarlo con filosofía, nos arrumba a poco que se le deje en el rincón de lo obsoleto. Por eso nuestra vida- que forma también parte de la vida- va alcanzando notas alarmantes de marginalidad. Y aunque sospechemos que tanto adelanto no es más que una apariencia evanescente, no podemos salir del descrédito en que nos sume la falta de pericia en su manejo. Además, como prima la celeridad, vamos a contracorriente con los tiempos pues los valores de los que por las circunstancias somos naturales depositarios no están de moda. Por otro lado, ya no se llega a viejo; se muere uno de joven por alguna cosa vascular, sin que pueda haber encontrado el momento para haber olvidado el tabaco en alguna repisa escondida.
Sólo nos resta salir abrigados en invierno y confiar en que tras alguna esquina encontraremos el rostro amable de la moza que entonces nos hizo vibrar. Pero aquello rara tarde acostumbra a pasar, siendo lo corriente que algún desavezado conductor nos salpique; lo que me lleva a la reflexión de nuestra invisibilidad, aunque no pueda ser por, entre nosotros, reconocernos. Existimos, dado que de no ser no seríamos para todos, y, de vez en cuando, alguien nos sorprende con nuestro reconocimiento.
A mí, que me gusta llevar el cómputo, me salen cero enemigos. Ningún rostro- a la vuelta de cualquier calle- me puede amargar el paseo y, sin embargo, cuánto añoro aquellas emociones. Uno hay por Madrid de los atragantados pero tampoco es cuestión de presentarme a recordar disgustos. A más, Madrid es muy grande. Se fueron yendo y yo me fui quedando sin tampoco demasiada afición. Únicamente que administré mejor mi porción de salud, aunque yo lo achaco a cierto instinto para evitar el riesgo. Hay quien dice que tal circunstancia no se puede variar pero es más que evidente que se puede buscar o si no directamente se puede coquetear con la muerte. No he, siquiera, flirteado con aquélla, pensando que si pesa sobre nosotros algún deber, éste es el de vivir. Y he visto cómo otros la han despreciado y, en otro lado, han vivido peligrosamente quizá de tanto amarla. Me he limitado a no apurarla, sabiendo que hay sobradas ocasiones para quedar tirado en su cuneta con escasas expectativas para volver a engancharse a su tren.
Que no es tiempo de andar perdiéndolo. Carpe diem, es mi lema. Cada vez que me escupe la vida, me acuerdo de aquél e inmediatamente se me va el mal rollo. Como por ensalmo. Será cosa de sugestión, pero casi automáticamente recordar que estamos tan de tránsito me produce una sensación euforizante como si me metiera un “tripi”. Y o es que yo tenga constancia directa de los efectos, hablando solamente por referencias, siendo inevitable que a uno se le contagie tan floreciente argot juvenil. Prolifera en desparramo un nuevo lenguaje que a saber de qué fuentes bebe. En mis tiempos se innovaba poco en tema tan conspicuo, quizá porque teníamos poco que ocultar, que según veo es origen de buena parte de las referidas innovaciones. Acaso, también, que el trabajo físico da para menos aficiones. Lo cierto es que lo único que podía fomentar el hermetismo referido eran las relaciones inter sexos, ahora que se me ocurre. Quizá que éramos menos ocurrentes o que las circunstancias hacían de la imaginación algo más secundario o sin tanta necesidad como la búsqueda del alimento, motivo de nuestra vida. Después, claro es, las chicas, que con su aroma y sus maneras venían a ser como un segundo sustento. Ahora no veo que pase eso; que se ande detrás por motivos tan primarios. También pueda ser que lo de mis años fueran añagazas. Que no voy a venir yo tampoco a hacer el elogio del tiempo pasado; que los ha habido más autorizados en ello, amén de ser tema un tanto gastado.
Por tanto diré que la edad puede dar como restar, aunque con mayor frecuencia resta. Tampoco es garantía- la edad- de eso que se conoce como experiencia, pues no es infrecuente un subsiguiente aturullamiento con el paso de los años. Que no es desconocido para nadie. Un buen “patrimonio” es precisamente aquél: envejecer bien. Siendo lo corriente, que prácticamente a nadie se niega, disfrutar durante la infancia, entiendo, que no es menos importante encontrarse mínimamente presentable durante los años postreros. Realmente, para mí, ese es el fin de la vida humana dado que contamos con la facultad autoconsciente. Eso, y disfrutar de pequeños; no creo que haya más. Aunque, bien es verdad, cada uno puede añadir a la lista lo que quiera, que en esto como en todo se admite cualquier grado de disenso. Por otra parte, tengo observado, que raro es quien no encuentra algún grado de apogeo en las tres grandes etapas de la vida. Nuestra realidad más profunda- al margen- es frecuentemente desconocida. Nos pasamos la vida dando vueltas sin darnos cuenta que andamos buscando lo que está escrito en nuestra espalda, y que podría salir a la luz con instrumento tan elemental como pueda ser un espejo. Y no quiero decir con ello que haya estado inmune a tal perogrullada, al desliz de pasar de largo las cuestiones más obvias, quiero decir. Si perdemos aquella facultad dejamos de ser humanos per nos, aunque lo sigamos siendo en los ojos de quienes nos quieran.
Frecuentemente, si no se tienen los “archivos” bien estructurados, se empieza a perder información a raudales hasta que algún día se descubre que donde debía estar el abrigo está la camisa y viceversa. Pero algo antes, uno se habrá mudado de bar en el que jugar la partida, en parte por propia determinación y no se sabe en qué dosis impulsado por la vergüenza. Es cuestión de tiempo que el arrogante arrugue la testuz, librándose sólo el precavido de las miserias, salvo el “congénito” al que la vida no da oportunidad, quedando, en el mejor de los casos, a merced de la descendencia. Para esas fechas hay que contar con un buen arsenal de recuerdos con que darse a recreo; siempre será mejor que hacerlo de la agonía. Aquello o echar por el camino “denmedio”. Afortunadamente, la naturaleza no permite ser consciente de no serlo. En otro caso, estaremos hablando de situaciones de extrema crudeza pues la salud mental depende también de, en sentido amplio, nuestras posibilidades, como poder desplazarse por sí mismo.
Para uno su vida es importante; por ello se impone la necesidad de saber por qué se pierde, no bastando la primera respuesta que se encuentre. Hay que sabe de qué manera se nos rompió el corazón. Es decir, con todas sus implicaciones. No creo que haga falta más de un amigo para afrontar con garantías su indagación. Quien no ha sido lanceado por el amor no ha vivido, aunque son también muchas las bajas procedentes de estos lances. El truco está en sobreponerse, aunque tampoco está de más no someterse demasiado a tales contingencias sin un cierto cálculo previo. Habrá de proveerse el neófito de un estudio de probabilidades y actuar en consecuencia. Después ya puede uno abandonarse, pero el primer paso es de índole intelectiva, que para andar deshojando margaritas siempre hay tiempo, la mayor de las veces. Otra estrategia es prescindir voluntariamente de tales menesteres, tan válida como cualquier, pues si bien el respirar y el comer son necesarios para la vida, se puede pasar muy bien sin ceñirse a una, que al menos dos, que aquí convengan, son las acepciones de la vida.
Y ello viene al cuento, pues no son pocos los que entre los brazos de una mujer han encontrado su perdición; que no sería uno el único que quedara arrinconado de una mala digestión de aquella eventualidad. Y tales prevenciones no las enseñan en las escuelas, con las secuelas que pueden alcanzar en la formación de la persona. Yo hablo de cuanto a mi sexo se refiere; que no discuto que la apreciación pueda hacerse con reciprocidad.
En los tejados- como pájaros de mal agüero- empezaron a desplegar sus alas las antenas de televisión. Ya no fue nada igual a partir de entonces pues las comadres, compadres y niños dejamos de frecuentar tanto la calle y por vez primera desde el principio de los tiempos para ver el mundo en lugar de salir había que estarse dentro. Cada día florecía uno o más pájaros de hierro hasta hacerse legión de tal manera que lo extraño empezó a ser el tejado pelado. A poco de entrar desbancó al fuego como elemento aglutinante del hogar, reuniéndonos en su redor con igual poder hipnótico que el crepitar de las ramas y las ondulaciones cuasi fantasmagóricas de las lumbres.
La T. V. colmó mi capacidad de asombro pues a diferencia de los sonidos que nos había traído la radio años antes no concebía que las imágenes pudieran viajar en medio tan etéreo y con tan escaso peaje. Se puede decir- bromeando- que ya no levanté cabeza; que en lo sucesivo hube de componer la expresión del rostro so pena, en otro caso, de parecer a todas horas con la boca abierta embobado. Venía de la labranza y mi mujer, que se daba buena maña, alguna novedad me tenía reservada pareciendo disfrutar con cada expresión mía de asombro, como si cada invento me hundiera más en la ignorancia. Cuando nos dejó, hube de entender que no lo hacía con mala idea sino más bien animada de algún propósito lúdico. Hay que ver- aunque parezca que no- cómo se llega a querer a las personas. Con una voz tan fina que parecía que no pudiera existir se ponía acto seguido a cantar mientras yo rumiaba en silencio cómo era posible que existieran aquellos adelantos cuando yo apenas era capaz de llevar la besana derecha. Esto es cosa de la especialización- me decía. Habría que ver cómo se las arreglarían ellos con toda su ciencia para llevarse algo a la boca de no ser por los agricultores y ganaderos, o en qué cueva vivirían si no fuera porque hay gentes que se dedican a tales empeños edificatorios.
Pero la rémora estaba ahí: la única solución pasaba, para no sentirse tan limitado, por utilizar sólo los utensilios que estuviesen al alcance de mi experiencia. Pero María “ronroneaba”: “ todos tienen tal…(adminículo)…o dejan de tener otro”. El proceso de esclavización del hombre sencillo estaba servido. La soberanía del que sabe construir su casa y del que sabe cómo hacer parir a la tierra su alimento llegaba a su término. Como a los indios nos empezarían a cambiar cristales de colores por el uniforme oro. Y las casas se empezaron a llenar de utensilios de plástico, resistencias eléctricas y circuitos integrados. Y, aunque, me mostraba remiso, cedía, cambiando comodidad por mi sentimiento de valía. Y luego, tampoco era cuestión de arrojar la T.V. al cebadal pues al fin como al cabo contaba con una tecla que, presionándola, la dejaba paralizada.
Un tonto hace ciento-oí decir- y estulticia o no lo que estaba claro es que no se podía hacer frente al influjo del mundo. No sé si realmente la T.V. supuso o no una mejora. En realidad, como con cualquier innovación, se produjo un intercambio: desapareció un bien que fue sustituido por otro. Quitó tiempo para la reflexión y la intercomunicación de la familia mostrando a cambio un más amplio mundo. Pero ese vasto mundo fue inoculándonos poco a poco la condición de miserables. Nosotros, que en nuestra ignorancia lo teníamos todo, pasamos a ilustrados insatisfechos; seres incompletos, de piezas que se anunciaban dentro, perdiendo aire limpio y luz en aras de una desplazamiento más rápido. Y no acaba ahí la cosa, pero eso, joven, lo dejo para usted.
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