A veces, pareciera que la vida se confabula para regalarte instantes vividos en eras pretéritas. Todo comenzó por una situación desafortunada para mí, ya que los locales que cargan la tarjeta Bip, ingenio de estos tiempos para cancelar el microbús o el Tren subterráneo, más conocido por nosotros como el Metro, no tenían señal y por lo tanto, estaban momentáneamente fuera de servicio. Pues bien, existe todavía una liebre, así le llamamos a los microbuses pequeños, que si habláramos en términos relativos a la velocidad, más bien podrían denominarse tortugas.
Asorochado por las circunstancias, abordé tal microbús, que no está adscrito al sistema de tarjeta Bip, sino que uno debe pagar el pasaje con dinero contante y sonante. Así lo hice y recibí a cambio un boleto, de esos mismos que hace tiempo se acumulaban en nuestros bolsillos, hasta convertirse en un amasijo informe. Sentí nostalgia, no porque recibir dicho boleto fuese una maravilla, sino por esos tiempos idos, quizás no mejores, pero algo desvaídos.
Durante el trayecto, subió una señora que pasó y se acomodó en un asiento y comenzó a buscar en su bolso. Aquello también me trasladó a ese pasado no tan pisoteado, cuando la gente efectivamente , subía y buscaba en sus bolsos, luego se levantaba y cancelaba su pasaje, lo que, por supuesto hizo la señora.
Más adelante, un señor que aguardaba en una esquina, le indicó al chofer con elocuencia:
-¡La 38 a 7 y la 28 a 11!
El hombre indicaba el tiempo que separaba a los otros microbuses del que abordábamos. El chofer le pasó un par de monedas y le hizo un gesto amistoso. El informante, denominado “sapo” en un pasado reciente, sobrevive aún, para mi estupor, siendo un anfibio reflotado en los cambiantes charcos del devenir de los tiempos.
Llegué a destino con la sensación de haberme encaramado a una máquina del tiempo que me condujo por recovecos que aún conservan el enlucido intacto para deleite de mi espíritu proclive a descubrir lo distinto.
Pero no todo había terminado allí, tras caminar unos pocos pasos, escuché el sonido inconfundible de la música de un organillo. A la vuelta de una esquina, un hombre joven aún, daba vueltas a la manilla, desgranándose notas algo desafinadas de una melodía conocidísima:
“Valencia
Al sentir como perfuma en tus huertas el azahar
Quisiera
En la huerta valenciana mis amores encontrar…”
La letra la imaginé, por supuesto, sumiéndome una vez más en esos pasadizos inciertos en que se confunden las verdades con la oscuridad de los datos olvidados. Los remolinos de papel y las pelotitas de colores, fueron los elementos pictóricos de una experiencia inolvidable.
Todo lo vivido, me valió por un día que consideré premiado, ya que regresar a lo que creíamos perdido, nos abre la esperanza de que todo, absolutamente todo, puede ser. ¿Por qué no?
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