Adrián despertó a las tres de la madrugada envuelto en la nube del Raid eléctrico que alejaba a un clan de mosquitos rudimentarios. Se descubrió boca abajo pasándose el basamento carnoso del pulgar por la frente, en mitad de una respiración que le recordó al sonido de un submarino gringo.
Tal vez era por estar a unas horas de cumplir los sesenta años, pero nunca como entonces la reflexión sobre su vida había sido más cruda. De hecho, desde hacía meses padecía ciertos desvanecimientos al eyacular; además de que la rodilla derecha que se operara veinte años atrás le había vuelto a molestar.
Pero eso no era todo. Llegaba a lo que él consideraba el inicio de la vejez sin esposa ni hijos reconocidos; de hecho, había determinado no volver a casarse luego de sobrevivir a dos divorcios, aceptando de paso su incapacidad para vivir en pareja.
Días atrás se había enterado de la venta de la guitarra Fender Stratocaster que Jimi Hendrix quemara en el London Astoria en el 67, y desde entonces su mente extraía recuerdos como conejos de un sombrero sobre los años que permaneció en Londres merced a una “beca” de su padre para que aprendiera inglés, mucho antes de la debacle económica de su familia y de que determinara estudiar Medicina Veterinaria en México.
Evocó los años distantes cuando no se enclaustró en un recinto universitario al llegar a Europa, sino que se había emborrachado con unos sujetos que ingerían atados de cervezas para acceder al “desvanecimiento del karma”, como declaraban “a lo pendejo”.
De hecho ellos lo acompañaron al concierto de Hendrix, el músico de blues mitad negro y mitad cherokee, cuyos cabellos encabritados condecían con la chamarra de arabescos sobre la piel desnuda, el medallón colgado de una cadena gruesa y la guitarra apoyada en la panza retacada de LSD en tanto la mano izquierda se gafaba hacia las cuerdas.
Adrián pensó en el acto donde Hendrix encendió su guitarra después de mordisquearla y de boquear como si absorbiera sonidos prohibidos. En ese entonces había musitado sonriendo: “¡Este pinche loco!”, con los tímpanos aún tensos por los efectos de las recientes notas alargadas como lamentos de sirenas, bien distorsionadas por el novedoso amplificador.
Hasta años después Adrián reinterpretaría el espectáculo presenciado, al que consideró un acto ritual en el que Hendrix quizá trataba de salvar para la historia la Preciosidad Única de la música que no volvería a ser tocada con la guitarra que recibía a lo bruto el fuego que veneró Heráclito.
Adrián atestiguaría una versión light del asunto en los filmes de Win Wenders de muchos años después, cuando en “Historia de Lisboa” un hombre tomaba fotos con cámaras atadas a su motocicleta, sin revelar después los rollos para resguardar las imágenes de la mirada humana.
Adrián regresó de sus evocaciones a causa de los gemidos de un perrito salchicha que mantenía vigilado en un reducto de su consultorio, anexo a su habitación; de modo que se incorporó, puso una chamarra de pana sobre su pijama y cubrió sus pies con los calcetines gruesos veteados de rayas polícromas a tono con sus tenis Cat.
Revisó al animalillo que sobrevivió al ataque del parvovirus, y de paso le echó un ojo a un gatito dormido en una jaula enorme que lo mismo era usada para mantener a perros recién operados. Volvió a la recámara y puso un disco de Eric Clapton en su estéreo junto a la ventana; después se sentó en la cama y encendió un cigarro que fumó recordando los eventos del día anterior, cuando luego de atender el nacimiento de una camada de labradores debió practicarle la eutanasia a un perro cubierto de mugre y con el hígado desbordando el lindero de las costillas.
Incluso aún tenía fija la imagen del dueño del animal, quien aceptó que ya no tenía remedio después de semanas de llevarlo y traerlo, de manera que se mantuvo con su mascota hasta el último segundo, con las manos posadas en la cabeza tendida mientras la vena de una pata rasurada recibía la dosis doble de anestesia que pararía el corazón.
A lo lejos un gallo resquebrajó la noche, y Adrián aspiró su cigarro inclinando la cabeza hacia el hombro como figura de Picasso. Después volvió a su obsesión con las fechas, y sintió que era muy jodido llegar a los sesenta en una época donde la Iluminación Búdica era pervertida por los medios que restregaban en las cámaras la imagen del llamado Nuevo Buda de Ratanapuri; o cuando se organizaban eventos en que las modelos contorsionistas desfilaban frente a unas rejas, “gateando” de espaldas, mientras se hacían conciertos donde hombres más viejos que él volvían por sus fueros en la llamaba “Nueva Ola Gerontocrática”.
Adrián cerró los ojos durante el lapso de una oración que no evocó. Los abrió cuando el sol diluía la nata de la noche desaletargando a los pájaros incrustados en el follaje de árboles maltrechos. Supo que eran las siete al mirar un reloj de obsidiana en la pared: había llegado a los sesenta.
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