La punta dorada de la pluma. La inspiración que llega incompleta, a gotas, en imágenes borrosas, en sonidos a la distancia. Odio a todos los que hacen parecer esto fácil -aunque sé que no es fácil ni siquiera para ellos; y si para alguno lo fuera, lo maldigo-. Odio igual a los que se han acobardado lo suficiente como para bajar del tren cuando ni siquiera se había puesto en marcha. Envidio a los que se sientan cómodos en su sillón y no tienen más que abrir un libro y leerlo y escapar, con la felicidad que da el no saber todo el esfuerzo que se necesita para que ese objeto exista. Y la inspiración, la puta inspiración escurridiza. ¿Por qué nadie ha inventado una red que pueda atraparla? Estúpidos científicos. ¿No que ustedes son muy listos? Y yo que aún tengo que hacer todo el trabajo como mis antepasados: sentarme, comer, caminar, rumiar las ideas, beber café, tomar esta pluma con punta dorada y escribir sobre el papel y rayarlo y volver a comenzar. Porque la inspiración. Ni siquiera sé cómo es. Tal vez todo sería más fácil si existiera un retrato hablado, una imagen con la cual poder compararla, y entrar al metro sosteniendo su foto y caminar entre los andenes, entre los vagones, preguntar por ella, salir a la calle y pararse en el cruce de Madero y Eje Central y poner mucha atención para que, con algo de suerte, verla pasar, detenerla y decirle
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