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Un día que Benito el cabrero vino a la capital, los amigos lo llevaron a un garito donde un trompetista asombraba a la clientela con unas notas que les ponían a todos los pelos de punta. Benito sintió que había descubierto el sonido más hermoso del mundo y cuando volvió a su pueblo se apuntó a un cursillo de música y aprendió a tocar la trompeta.

No tardó mucho en darrse a conocer y debutar en su primer concierto en un antro solitario. Un manager de una compañía discográfica lo descubrió y grabó con él un disco. Benito el cabrero se hizo conocido en la comarca y se fue de gira por los pueblos de Aragón. El éxito y una campaña de publicidad oportuna consiguieron que su nombre se oyera en las esferas más selectas del jazz y pronto le llovieron contratos de Barcelona y de Teruel. El Mundo le dedicó una de sus portadas y Maria Teresa Campos lo entrevistó en su programa. Pronto Benito el cabrero se convirtió en un trompetista famoso.

El pepito grillo de Benito el cabrero era un grillo de verdad, un grillo vivo que él siempre llevaba consigo. El animal le dijo que él no era más que un cabrero y que la vida eran dos días. Que volviera al pueblo y que se dedicara a vivir de la pequeña fortuna que había amasado con sus conciertos. Pero Benito el cabrero no le escuchó. Se lanzó en empresas cada vez más arriesgadas que dado el éxito redundaron en una cuenta mucho mayor y una vida más ajetreada. Pronto Benito el cabrero se convirtió en el trompetista de Jazz más famoso del mundo.

El Pepito Grillo de Benito el cabrero le dijo entonces que ya había llegado el momento de retirarse, que ya era un hombre rico y que podía vivir en su pueblo o donde le plujiera y que la vida son dos días y que la Antonia seguramente seguía esperándole. Pero Benito el cabrero no le hizo ningún caso. Siguió tocando su instrumento día y noche y llegó a arrancarle notas tales que el público se pegaba por entrar en sus conciertos y hacía colas de días y noches con tal de poder decir a sus amigos que habían escuchado la trompeta de Benito el cabrero. Benito llegó a ser el hombre más famoso del mundo y todos los presidentes de gobierno y jefes de la iglesia querían hacerse fotos con él. Su fortuna abarcaba más de lo que él podía calcular con su cabeza y mucho más de lo que podía gastarse. Era tan rico que no hubiera podido dejar de serlo aunque hubiera intentado gastar todo a manos llenas cada día. Es decir, que no había cosas en el mundo para comprar con tanto dinero. Si Benito el cabrero hubiera querido gastárselo habría que tenido que comprar cosas de otro planeta.

En una de sus giras por Wyoming, los amigos lo llevaron a un garito donde un mascador de chicle hacía pompas inauditas asombrando a la clientela. Benito el cabrero pensó que aquel hombre hacía las pompas más asombrosas que jamás había visto. Decidió que iba a ser el mejor pompista que jamás había vivido. Y a tal fin buscó en los periódicos una buena academia.

El grillo de benito lo detuvo. Le dijo que ya lo tenía todo, que se fuera a su pueblo, que hiciera una casa junto a Jaime, el terrateniente y que dejara su afán. Benito le puso la punta del zapato encima de la barriga y despachurró al bicho. Sonó crack igual que una patata frita. Luego se encaminó al edificio y se matriculó del primer curso.

Texto agregado el 23-08-2004, y leído por 127 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
14-09-2004 muy bien, muy original. Doctora Doctora
 
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