No pues, la mera verdad, ya estábamos hartos de tantas pendejadas. Todos nos veían la cara nomás porque éramos gente de pueblo pequeño y se aprovechaban de nosotros, sobre todo ese prepotente hijo de papi del Miguelito, que siempre se la pasaba haciendo sus desmadres dondequiera y solo porque era el hijo del presidente municipal no le hacían nada. Pues, el muy güey primero empezó por armar parrandas en su casa y a los sirvientes los mangoneaba e insultaba, peor que si fueran achichincles. Luego esas fiestecillas las hizo en vía pública con sus amigotes, sin importarle dejar inaccesibles las calles para la gente o los vehículos de quienes honradamente iban al trabajo todos los días. La cosa se puso peor cuando él y sus monigotes les dio por destrozar cuanto objeto encontraran en el camino, como macetas, coches y las puertas y fachadas de las casas por la que se trasladaban. Y luego todos estallamos en ira cuando trató de violarse a Marianita, la hija de doce años de doña Carmela, pues pensamos que ya estaba bueno de tanta infamia.
Pero el desgraciado del presidente municipal dejó que todo se complicara hasta este punto. Nunca hizo caso a nuestras quejas y siempre consintió las andanzas de su engendrito. Decía que así eran todos los chavos, que luego sentaría cabeza y dejaría de hacer sus chingaderas. Pero el Miguelito siempre se superaba a sí mismo; todavía no se nos pasaba la impresión de alguna de sus tarugadas cuando nos llegaba la noticia de que había llevado a cabo algo peor. Cada vez que lo denunciábamos ante el ministerio público, ellos nos decían que no tenían pruebas de que el maldito muchacho ese no era el responsable de aquél milagrito, y lo decían porque el presidente les había aconsejado mandarnos al carajo y proteger a ese truhán a como diera lugar. ¡Claro, como buen progenitor que cuida su cachorrito! No importaba qué faltas o delitos cometiera el mentado Miguelito, nada era suficiente o relevante para que siquiera le llamaran la atención al cabrón. Y ahí el muy bestia seguía a sus anchas, llamándonos nacos o mentándonos la madre cuando bien nos iba, y cuando no teníamos suerte, ¡santo Dios! Nos llevábamos una buena paliza cortesía del infeliz ese y sus amigos en plena calle a plena luz del día o, sí se trataba de una dama, la encueraban, la manoseaban y si alguien no intervenía a tiempo, la violaban entre todos.
A nosotros ese imbécil ya nos había hartado desde hacía tiempo, y por eso fue que ahora estallamos. Pasadas las seis y media de la tarde, el Miguelito y sus patiños paseaban con su carrazo último modelo a toda velocidad por el centro y atropellaron al pobre de don Atanasio, un viejito en silla de ruedas, matándolo casi al instante. Nosotros vimos el accidente y corrimos a ayudarlo, pero ya no se podía hacer nada, el pobrecito murió en mis brazos y me dio harta tristeza cuando ya no lo sentí vivo. En cambio ese infeliz de Miguelito parecía como si nada hubiera ocurrido. Ahí estaba el muy zoquete, fumándose un cigarrito y platicando calmadamente a carcajadas con sus acompañantes, mirando de vez en cuando a la muchedumbre reunida como quien mira cosas desagradables ¡y procurando más bien que no se le hubiera rayado o aboyado el pinche carro! Cuando le oímos decir, en voz alta y tono despectivo, que había hecho algo bueno por “su” ciudad, al haber matado a un “ruco muerto de hambre”, fue como si hubiera prendido un barril con pólvora, y ya nos hartamos de todas sus ultrajes… y nos le fuimos encima. Lo agarramos a él y a sus amiguitos y los pateamos, les escupimos, los golpeamos salvajemente con los puños, con palos que encontramos tirados, con pedazos de hierro de un basurero, con piedras que había tiradas, con todo lo que hallamos. Al final ya no se les reconocía de tan deformes que quedaron. Luego alguien trajo gasolina y cerillos, los encerramos en el auto con el que mataron a su víctima, los rociamos y les prendimos fuego. Los idiotas se pudieron a gritar peor que puercos en matadero, pero nosotros ya estábamos satisfechos, porque nos habíamos cobrado por tantos abusos que hicieron nomás porque se sentían poderosos e intocables. Nunca nos hicieron caso cuando les dijimos que frenaran a ese mequetrefe, así que la ley ya se acabó, y si nos hubieran tomado en cuanta antes, esto se hubiera evitado ¡Palabra que sí! Así que no me mire así, señor procurador, porque yo no soy la bestia sanguinaria, como anda diciendo el presidente municipal, sino él y el monstruo de su fallecido hijo, que provocaron que la ley dejara de existir.
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