Quizás fuera el viento. Quien la ha contemplado como el lo había hecho no sabía ya qué creer. Los buses venían y se marchaban, así una y otra vez a lo largo del día. Algunos venían vacíos, otros a reventar. Los pasajeros hacían cola para entrar los primeros, o dejar sus maletas, y luego la maraña de acompañantes que superaban en número a los viajeros, se quedaban mirando el autobús partir.
Estación de reencuentros y de viejas querellas, estación de despedidas amargas o inexpresivas. Estación barrida por el viento, como barridos parecían los grandes autocares, o el devenir de las personas de un lado para otro; fuera y dentro, entrando y saliendo. Estación de sentimientos, de estaciones que rotaban y se trocaban entre si.
Con el anonimato de quien se sabe invisible, o inexistente, sus ojos contemplaban a la pálida muchacha de la maleta amarilla mirar distraída por la ventana. Ajeno a ella, ajeno al trasiego de los asientos; ajeno también a los acompañantes que despedían a sus conocidos tontamente con la mano; ajeno a la estación, al viento… a todo…
Finalmente la nube de gente comenzó a dispersarse, el autobús ya había partido camino a su destino, él sin embargo se quedo allí, mirando sin comprender; ya no veía su pálida mirada, no veía los “adioses” reiterativos de la gente que en algún momento estuvo a su alrededor, no veía los abrazos y besos de despedida de las parejas; no escuchaba las últimas frases de las madres a sus hijos… sólo escuchaba el viento.
Solo en la estación, cerró los ojos y al abrirlos comprendió que debía partir; el viento le arrastraba ya.
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